EL BEATO JUAN DE PALAFOX

y la manipulación de su figura histórica

Antonio Rubial García

El sábado 27 de marzo de 2010 el papa Benedicto XVI firmó el decreto referente a un milagro acaecido en 1766 y que fue atribuido a la intercesión del venerable obispo de Puebla Juan de Palafox. Un año después, el 5 de junio de 2011 se llevaba a cabo la ceremonia de beatificación presidida por el cardenal Angelo Amato, que tuvo lugar en la catedral de El Burgo de Osma, donde Palafox murió en 1659 siendo obispo de dicha sede. Con este acto concluía un largo y controvertido proceso iniciado desde el siglo XVII, en el cual estuvieron presentes diversas circunstancias políticas y religiosas, e implicadas varias entidades; entre otras, la monarquía española, la Compañía de Jesús y el papado.

El beatificado nació el 24 de junio de 1600 en Fitero, poblado fronterizo entre Navarra y Aragón, en condiciones poco afortunadas, pues su madre lo había concebido fuera del matrimonio. Para cubrir la deshonra, el marqués de Ariza, su padre, entregó el niño a dos sirvientes suyos (Pedro y María Navarro), quienes lo adoptaron y le dieron su apellido. Después de diez años, el marqués recapacitó y, como era muy común entre los aristócratas, lo reconoció como hijo legítimo, con lo cual pudo llevar sus apellidos, Palafox y Mendoza. Al igual que muchos bastardos de la nobleza, Juan tenía como opciones dedicarse a las armas o las letras; por su brillante inteligencia, se dirigió hacia las segundas e hizo sus estudios filosóficos y jurídicos en las universidades de Alcalá, Huesca y Salamanca.

Su ascendiente noble y una brillante carrera llamaron la atención de la Corte de Madrid y, en 1626, el conde duque de Olivares, valido del rey Felipe IV, lo colocó en el Consejo de Guerra y después en la fiscalía del Consejo de Indias. En la Corte descubrió su vocación eclesiástica y, en 1629, fue nombrado capellán y limosnero de María, hermana del rey, a quien acompañó en un viaje a Austria para sus desposorios con su primo, el emperador Fernando III.

Por sus servicios a la Corona y como protegido de Olivares, Palafox fue presentado ante el papa para ocuparse de la diócesis de Puebla, a donde llegó en 1640 como obispo y visitador del reino. Junto con él llegaba también a Nueva España el duque de Escalona, el nuevo virrey nombrado para gobernar un complejo territorio. Desde su llegada a la diócesis, Palafox realizó varias reformas que afectaron a las órdenes religiosas; la más sonada fue el traslado de 36 doctrinas a cargo de franciscanos, dominicos y agustinos a curas párrocos del clero secular.

Los afectados de inmediato solicitaron el apoyo del virrey y, aunque el duque de Escalona se puso del lado de las órdenes, Palafox consiguió su destitución alegando que los lazos del virrey con la familia portuguesa de los Braganza ponían en peligro al reino. Dicha familia había encabezado una rebelión en Portugal que exigía la separación de España y ser un país independiente después de sesenta años de unión. El apoyo incondicional del rey y de Olivares al obispo quedó de manifiesto cuando Palafox fue nombrado para ocupar interinamente los cargos de virrey y arzobispo, entre los meses de junio y noviembre de 1642.

Con la llegada del nuevo virrey, el conde de Salvatierra, los conflictos con las órdenes religiosas tomaron un nuevo rumbo cuando Palafox les exigió que debían pagar diezmos a la catedral por las haciendas que sus conventos y colegios poseían. Los jesuitas, los más perjudicados por la medida, atacaron duramente al obispo con libelos y sátiras, mientras que Palafox los obligó a someterse a exámenes para ejercer la predicación.

El 8 de enero de 1649 Palafox escribió una carta al papa Inocencio X en la que resumía su enfrentamiento con los jesuitas; los acusaba de confesar sacrílegamente, no hacer penitencia, haber sobornado al virrey, profanar las iglesias e intentar matarlo. En esos ataques fue secundado por los dominicos, quienes combatían a los jesuitas por permitir a los paganos que evangelizaban en China y la India seguir con sus prácticas idolátricas, ocultaban a sus neófitos los misterios de la cruz y toleraban el culto a los antepasados y la asistencia a sus antiguos templos.

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