El 3 de noviembre de 1971 el Congreso de la Unión declaró, por decreto del presidente Luis Echeverría, que 1972 sería consagrado como el “Año de Juárez”, en memoria del Benemérito de las Américas que cumpliría una centuria de fallecido. Para ello, se creó la pomposa y rimbombante Comisión Nacional para la Conmemoración del Centenario del Fallecimiento de don Benito Juárez. Echeverría deseaba lavar de algún modo el halo de animadversión popular que lo rodeaba, en buena medida a raíz de la reciente masacre estudiantil del 10 de junio de 1971, conocida como “el Halconazo” del Jueves de Corpus, que minó la ya de por sí desprestigiada legitimidad del gobierno, manchada desde la matanza de Tlatelolco de 1968, cuando Echeverría desempeñaba el cargo de secretario de Gobernación.
De ahí que el presidente haya decidido aprovecharse de la vida y obra del llamado Patricio de Guelatao –que acaso junto con José María Morelos y Miguel Hidalgo sea uno de los próceres de bronce y mármol más reconocidos por el pueblo mexicano– para “ennoblecer” a su gobierno. Desde el Ejecutivo no se escatimó en despilfarrar recursos económicos y humanos para adorar y endiosar al prócer oaxaqueño, y de paso, claro está, llevar agua a su molino.
La mencionada Comisión fue la encargada de organizar todos los festejos, ceremonias y actos destinados a engrandecer el mito juarista. Así, en aquel 1972 hubo de todo: se acuñaron monedas e imprimieron billetes; se inauguraron monumentos, catafalcos y esculturas (como la malograda cabeza de Iztapalapa); se nombraron escuelas, calles, colonias, plazas públicas y al menos un aeropuerto (el de la Ciudad de México); se produjeron documentales, películas, caricaturas y telenovelas; se compusieron himnos, poemas, canciones, biografías; se grabaron frases y “apotegmas” –como aquel inspirado en la lectura de Immanuel Kant: “El respeto al derecho ajeno es la paz”–; se organizaron miles de actos públicos, concursos de oratoria y coloquios en todos los rincones del país, siempre con bombo, confeti y platillo… En fin, hubo don Benito hasta en la sopa y pa’ aventar pa’ arriba.
Desde luego, también aparecieron los chistes y chascarrillos. Algunos de ellos muy refinados, como el epigrama que compuso el poeta y cronista Salvador Novo. Resulta que cuando los periódicos de aquel 1972 publicaron que la esposa de Juárez, Margarita Maza, había sido hija adoptiva (o “expósita”, como también se decía en la época), a Novo se le ocurrió el siguiente “respetuoso” epigrama: “Tuvo suerte Margarita/ como persona interpósita,/ pues Juárez la encontró expósita/ pero la volvió esposita”. Otra broma ocurrió en televisión nacional y fue censurada por el Estado. En su programa en vivo El show del Loco Valdés, el ícono de la comedia mexicana preguntó a sus televidentes: “A ver, a ver, a ver… ¿Saben cuál fue el primer presidente bombero?... (Silencio). Pues Bomberito Juárez”. Y para rematar, el comediante expresó: “¿Y saben quién fue su esposa?... (Silencio). Pues doña Manguerita Maza”.
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