Uno de los principales problemas a los que se enfrentaron los franciscanos fue la total desproporción entre el escaso número de evangelizadores y la amplia población de indios a los que había que convertir. Se calcula que, al momento de la conquista de México-Tenochtitlan, Mesoamérica tenía una población de alrededor de 13 millones de habitantes, es decir, la proporción era de un fraile por cada millón de indios.
Como el primer requisito para lograr la salvación de los indios era el bautizo, durante el periodo inicial los franciscanos suministraron bautizos en masa rociando agua sobre ellos y explicándoles la importancia del rito. Fray Pedro de Gante relata en una carta, escrita en 1529 a sus correligionarios en Flandes, que, junto con un compañero, en un solo día ellos bautizaban entre ocho mil y catorce mil personas, y que en total habían bautizado a más de doscientas mil personas. Las grandes ceremonias bautismales las reservaron para algunos principales y les otorgaron un significado simbólico.
Una vez bautizados, adultos y niños debían asistir a misa los domingos y días festivos y tomar lecciones de catecismo. Los reunían en los conventos, en torno a la cruz atrial, separados los hombres y las mujeres, mientras los principales se sentaban al frente, justo debajo del predicador. Todos repetían en voz alta, dos o tres veces, alguna parte del catecismo, mientras el predicador daba algún sermón en la lengua de los indios, ayudado de imágenes. A continuación, en el mismo atrio –pues no había templo que pudiera alojar a “toda esa muchedumbre”– se celebraba la misa. Luego, los niños se agrupaban según edades, grados de conocimiento y género, para repasar nuevamente el catecismo y las principales oraciones. Como en tiempos prehispánicos, correspondía a algún anciano del barrio llevarlos a la iglesia y regresarlos a sus casas.
Una vez terminada la enseñanza catequística de los domingos y días festivos, se repasaba la forma en que los indios debían confesarse, enumerando y explicando los diez mandamientos de Dios y los cinco de la Iglesia. Fray Diego Valadés relata que los indios, al escuchar los distintos mandamientos de voz de los predicadores, enumeraban sus pecados mediante “granos de maíz o piedritas”. Otras veces hacían “figuras o imágenes” como apoyo memorístico.
Los indios que ya sabían escribir solían llevar la lista de sus pecados por escrito, y adquirieron la costumbre de confesarse más de una vez al año, “en las Pascuas y fiestas principales”, o cuando sentían la presión moral de algún pecado. A veces eran tantos los que querían confesarse que los frailes, escasos en número y limitados en tiempo, establecían turnos para recibirlos previa cita. Había indios que caminaban largas distancias para llegar a algún convento y poder confesarse.
El sacramento de la penitencia era tomado muy en serio por los indios, aunque se tratara de azotes o penas similares. Se ha señalado que algunos incluso reclamaban cuando la penitencia prescrita por el sacerdote no incluía azotes, ya que estaban acostumbrados desde su gentilidad a que los sacrificios corporales eran una forma de reconciliarse con Dios. Una vez absueltos los penitentes, se les entregaba una cédula en la que constaba que ya habían cumplido el sacramento, y aquella se requería para obtener el sacramento de la comunión.
La confesión fue un medio para averiguar qué tanto sabían los naturales de la doctrina religiosa, así como para catequizarlos, corregirlos y guiarlos durante el interrogatorio. Asimismo, era una forma de controlar a los fieles y enterarse de sus prácticas paganas. En suma, fue una vía eficaz para la identificación y erradicación de las idolatrías y un instrumento invaluable para afianzar la fe cristiana entre ellos.
A su llegada, los dominicos y los agustinos objetaron la superficialidad de las conversiones llevadas a cabo por los franciscanos. Para hacer frente a estas quejas, el papa Paulo III expidió una bula en 1537, en la cual exigió que se cumplieran las formalidades propias del bautizo y que se diera una mejor instrucción en la fe a los indios. Posteriormente, en tiempos del arzobispo Alonso de Montúfar, el primer Concilio Provincial Mexicano, celebrado en 1555, prohibió bautizar a adultos que no estuvieran debidamente instruidos, que tuvieran varias mujeres o que no hubieran renunciado de manera definitiva a la idolatría.
Los franciscanos se defendieron de las críticas asegurando que los indios sí recibían instrucción religiosa, aunque básica, antes de ser bautizados. Según fray Toribio de Benavente, Motolinia, les enseñaban que existía un solo Dios que era todopoderoso y que había creado todas las cosas; les aclaraban quién era santa María, pues tendían a creer que era una diosa, y quiénes eran los santos; les hablaban sobre la inmortalidad del alma y sobre el Demonio, su maldad y la forma en que los había engañado, haciendo que lo adoraran, y les enseñaban las principales oraciones, el credo y los mandamientos, algunos de ellos en latín y otros en sus idiomas nativos. Para facilitar su aprendizaje, musicalizaron algunos de estos contenidos y los enseñaron en forma cantada.
Otros testimonios se refieren a las enseñanzas sobre la divinidad y humanidad de Cristo, la existencia del paraíso y el infierno, de los ángeles buenos y malos, y sobre su obligación de someterse al romano pontífice, al emperador Carlos V y a sus sucesores. Antes del bautizo debían aprobar un examen; sólo a los recién nacidos y niños pequeños se les administraba el bautismo sin instrucción.
A pesar de sus críticas, las otras órdenes siguieron estrategias similares a para adoctrinar a los indios, aunque cada una puso énfasis en aspectos específicos. Los franciscanos se preocuparon por hacer entender a los indios que las imágenes de la Virgen, los santos y la misma cruz no se veneraban por sí mismas, sino por lo que representaban, con el objeto de evitar que cayeran en nuevas idolatrías. Los dominicos insistieron en las distintas dimensiones del pecado, entre ellas el que se cometía por intención. Creían que los indios tenían cierta tendencia a la hipocresía, por lo que les recalcaban que Dios estaba en todas partes y que sabía todo, incluyendo los pecados interiores. Los agustinos mostraron gran apertura para la participación de los indios en las prácticas religiosas, por lo que les transmitieron conocimientos y prácticas en terrenos como la vida contemplativa, demostrando con ello una mayor confianza en su capacidad espiritual que el resto de los frailes.
A pesar de todos estos esfuerzos, los frailes de las tres órdenes no pudieron suministrar una instrucción religiosa profunda a la mayoría de los indios y tuvieron que conformarse con que ellos supieran el pater noster y el ave maría, cumplieran con la asistencia a la catequesis y a las misas, siguieran los ritos y se confesaran por lo menos una vez al año.
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