De cuando los libros de texto los creaban intelectuales como Jaime Torres Bodet y Martín Luis Guzmán

“Realizar en la madurez un sueño de juventud”: Torres Bodet

Bertha Hernández

 

Jaime Torres Bodet regresó a la Secretaría de Educación Pública en diciembre de 1958, al iniciarse el sexenio de Adolfo López Mateos. Había cierta conexión entre el antiguo secretario de Vasconcelos y el abogado y político que en su juventud había seguido a ese mismo hombre a una fallida campaña electoral. El secretario de Educación constituyó una comisión que diagnosticara el sistema educativo mexicano. Los datos que ofreció su indagación eran terribles: de cada mil niños que ingresaban a la primaria, solamente uno llegaría a la universidad y tendría un título profesional. De esos mil, 866 desertaban en algún punto de la educación primaria.

 

En octubre de 1959, la comisión entregó al secretario el Plan para el Mejoramiento y la Expansión de la Educación Primaria en México, al que generalmente se le conoce como Plan de Once Años. Por primera vez se planeaba la educación pública más allá de los altibajos sexenales, puesto que sus requerimientos financieros eran muy altos: 9 000 millones de pesos de aquella época.

 

Se revitalizó la construcción de escuelas, en particular en el mundo rural. Con el Aula-Casa diseñada por Pedro Ramírez Vázquez, de las que se hicieron 21 000 unidades, llegaba a los pueblos una pequeña biblioteca de cuarenta volúmenes. También aumentó el número de desayunos escolares. Pero el proyecto que duraría más, incluso que la construcción de escuelas, fue el libro de texto gratuito, que prácticamente empezó de cero en vista del complicado panorama editorial que se había ido construyendo desde los primeros años del siglo XX.

 

El reto era grande, porque Torres Bodet no pensaba en las ediciones insuficientes –ya era evidente que un par de millones de ejemplares no iban a generar ningún cambio significativo– que habían aparecido en sexenios anteriores: se trataba de proveer a los alumnos de primaria, de manera constante y permanente, de materiales para todas las asignaturas.

 

Esa producción masiva de libros de texto por cuenta del Estado mexicano suponía la invención de un modelo que nadie había imaginado antes en el país. ¿Cómo producirlos? ¿Quién los imprimiría? ¿De dónde saldrían los contenidos? Esas eran las preguntas que se hacía el secretario Torres Bodet a principios de 1959.

 

Halló la respuesta en un hombre de 71 años, decano de la prensa mexicana, un “clásico” de las letras nacionales: Martín Luis Guzmán.

 

Nace la Comisión Nacional de los Libros de Texto Gratuitos

 

“Los profesores aplaudieron la idea, pero me expresaron múltiples dudas”, recordaría Torres Bodet. “Los hombres de letras me miraron como a un ser raro, que concedía incomprensible importancia a tan modesta literatura […] Nuestros más célebres escritores no descenderían de las alturas de su Parnaso, para contar a los niños la historia de México, describirles su geografía, prepararlos a la lectura de Don Quijote […] El que se interesó desde luego por semejante empresa fue Martín Luis Guzmán”.

 

¿Por qué Guzmán? ¿Por qué un escritor consagrado, un periodista polémico, que “había sido muy combatido”, como comentó el propio López Mateos? El autor de La sombra del Caudillo llevaba muchos años haciendo trabajo de editor, tanto de periódicos y semanarios – en 1959 era director gerente de su revista Tiempo, una de las más longevas en la historia del periodismo mexicano–, como de la producción, venta y distribución de libros; desde 1937 había fundado la editorial Ediapsa en sociedad con el español refugiado Rafael Giménez Siles, la cadena de Librerías de Cristal y la Compañía General de Ediciones. Conocía los procesos editoriales desde su perspectiva más pragmática y, en el nuevo proyecto, saber de eso importaba mucho. Nunca, en la historia del país, se había planeado un tiraje de más de diez millones de libros de ningún tipo.

 

La Comisión Nacional de los Libros de Texto Gratuitos (Conaliteg) nació el 12 de febrero de 1959. En su decreto de creación se enunciaba el propósito para el cual había sido creada, a partir del artículo tercero constitucional que garantizaba la educación pública gratuita. Pero esa gratuidad, afirma el decreto, “solo será plena cuando además de las enseñanzas magisteriales, los educandos reciban, sin costo alguno para ellos, los libros que les sean indispensables en sus estudios y tareas”.

 

Así, el libro de texto gratuito se planteó, desde su origen, como el garante de la gratuidad educativa que el Estado llevaba años prometiendo.

 

Era la última “promesa de la Revolución” que faltaba cumplir.

 

Carrera contra el tiempo

 

Diez meses tomó construir el andamiaje que permitió producir los primeros libros de texto. Se convocó a concursos para tener autores y libros nuevos; se contrató a grandes imprentas, muchas de ellas pertenecientes a periódicos, para que cada una produjera una parte del tiraje total. Se contrataron varios equipos de dibujantes para que trabajaran al mismo tiempo, y lograran producir todas las ilustraciones que se requerían para los libros y para los cuadernos de trabajo; se convocó a algunos célebres muralistas para que pintaran los óleos que se convertirían en las primeras portadas.

 

¿Quién coordinó todo ese trabajo? Un presidente, Guzmán, y un secretario general, Juan Hernández Luna, profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Los apoyaban seis vocales y una docena de colaboradores pedagógicos. Los primeros fueron el historiador Arturo Arnáiz y Freg, hombre de confianza de Torres Bodet; el gerente de PIPSA, la productora de papel del Estado, Agustín Arroyo, así como el matemático Alberto Barajas, el poeta José Gorostiza y los escritores Agustín Yáñez y Gregorio López y Fuentes. Entre los segundos había profesores de educación primaria y secundaria muy acreditados, como Arquímedes Caballero, René Avilés y Soledad Anaya Solórzano. Ellos produjeron los Guiones Técnico-Pedagógicos a los que habrían de sujetarse los autores que participaran en los concursos.

 

El cuadro se completó con cinco representantes de la opinión pública, todos directores de periódicos capitalinos, acaso pensando que eso aseguraría una buena imagen pública. Al principio, la prensa subrayó el gran beneficio que los libros de texto gratuitos llevarían a las familias: ya no se preocuparían por conseguir los libros de editoriales comerciales que, por añadidura, eran “caros y malos”.

 

Pero, indudablemente, los libros de texto gratuitos significaban un golpe para las casas editoras. Perderían un importante mercado y los autores de los libros que vendían, verían mermados sus beneficios. Esa fue una de las causas de que los concursos abiertos por la Conaliteg –con excepción de uno– fueran declarados desiertos, y la decisión planteó una crisis grave a Guzmán y a Torres Bodet: ¿de dónde saldrían los contenidos para los nuevos libros?

 

Los jurados habían sido rigurosos al evaluar los trabajos que se presentaron. Muchos no se apegabana los guiones elaborados por la Comisión y por lo tanto carecían de la calidad requerida.

 

¿Qué clase de libros deseaba la Conaliteg? Los requerimientos equivalían a una declaración de principios: libros que “desarrollaran armónicamente las facultades de los educandos, prepararlos para la vida práctica, fomentar en ellos la conciencia de la solidaridad humana, orientarlos hacia las virtudes cívicas y, muy principalmente, inculcarles el amor a la Patria”. No había dobleces en es discurso: se necesitaban libros donde el acento nacionalista fuese robusto y accesible para todos los escolares del país.

 

Se intentó una estrategia emergente: Guzmán contactó con los autores de textos de circulación comercial que a la Comisión le parecían de buena calidad y les propuso trabajar, en equipo y contra reloj, para producir los nuevos libros.

 

Todos rechazaron la propuesta. La situación era compleja: existía una Sociedad Mexicana de Autores de Libros Escolares, y acceder a una petición así, dijeron algunos de los convocados, “destruiría el esfuerzo y la situación económica de muchos de ellos”. Así, varios se negaron en redondo a participar en el proyecto. En cambio, una autora advirtió que esperaba una muy severa crítica a los libros que finalmente se editaran: “Se les juzgará despiadadamente si no superan a los que hoy circulan”, le espetó a Guzmán.

 

Ni los concursos ni la negociación habían dado resultados. El presidente de la Conaliteg pidió, entonces, se le dieran facultades para contratar, directamente, a autores que elaboraran los textos necesarios. Solo de esa manera se pudieron obtener los originales para los libros de primer a cuarto año, para que se produjeran a tiempo. Los libros para quinto y sexto años tendrían que esperar un año más para empezar a producirse, y, después de otros dos concursos fallidos, los directivos de la Comisión concluyeron que la única solución era contratar directamente a autores específicos.

 

La decisión le costó dinero adicional a la Conaliteg, pues los autores seleccionados tenían libros que circulaban comercialmente, y las editoras protestaron, pues se afectaban sus intereses. La Comisión, como un gesto conciliador, compró miles de ejemplares de esos libros con la condición de que ya no se reimprimieran.

 

Adolfo López Mateos había anunciado la producción de 16 millones de libros de texto gratuitos. Después de evaluar las posibilidades de importar las 3 400 toneladas de papel que se requería para fabricarlos y de afrontar los reclamos de las empresas mexicanas, la Conaliteg negoció con la fábrica de papel Tuxtepec la producción del papel necesario. Era un papel especial, cuidado para que conservara su blancura. Para producirlo, hubo que importar, de emergencia, 3 500 toneladas de sulfito de zinc y las cartulinas para las cubiertas. Quince imprentas, todos mexicanas, fueron seleccionadas para hacer la impresión.

 

Esa primera producción de libros de texto gratuitos costó 34 350 000 pesos de 1959. Desde entonces, no importa el tamaño de las crisis por las que haya atravesado el país, siempre ha habido recursos para producir los libros.

 

Exactamente once meses después de la creación de la Conaliteg, en los talleres de Novaro, una editorial muy popular en aquellos años por su producción de historietas, se imprimieron los primeros libros de texto, los correspondientes a primer año. Martín Luis Guzmán puso en manos del presidente López Mateos los ejemplares recién encuadernados.

 

Cuatro días después, esos primeros libros llegaron a la “Cuauhtémoc”, una escuelita rural que todavía existe en El Saucito, una población cercana a la ciudad de San Luis Potosí y que hoy forma parte de su zona conurbada. Rafael Solana, secretario de Torres Bodet, se ocupó de tomar nota del nombre de la primera niña que recibió un libro de texto gratuito; María Isabel Cárdenas era su nombre.

 

En 1960, la Conaliteg echó mano del Servicio Postal Mexicano y creó centros de reparto en el Distrito Federal. Los libros estuvieron a tiempo el 1 de febrero de 1960, cuando comenzaba el llamado “calendario A” del sistema educativo. También estuvieron en septiembre, cuando iniciaba labores el “calendario B”.

 

Con el paso de los años, el sistema de producción y distribución se afinó. La Comisión tuvo sus talleres propios a partir de 1964, que hoy se encuentran en Querétaro. Tampoco imprime todos los libros de texto: su producción no rebasa el 15% de los 186.6 millones de libros que se produjeron para el ciclo escolar 2018-2019. Para distribuirlos se construyó una red que involucra a los gobiernos federal y estatales, así como a comunidades escolares. Para transportarlos se han empleado burros, caballos, camiones de carga, helicópteros de la Procuraduría General de la República (hoy Fiscalía), camiones y tropa de la Secretaría de la Defensa y embarcaciones de la Marina de México.

 

Parecería que siempre ha estado ahí, pero el libro de texto gratuito es resultado de uno de los esfuerzos más consistentes del Estado mexicano para responder a una necesidad concreta de la ciudadanía. Torres Bodet solía conmoverse al ver niños con sus libros; decía que había tenido la oportunidad de, parafraseando a Goethe, realizar en la madurez un sueño de juventud.

 

Jaime Torres Bodet

 

Tenía 58 años cuando arrancó el proyecto de los libros de texto que llegarían a las manos de los pequeños once meses después, en 1960. Este humanista tuvo el respaldo del presidente López Mateos para llevar a cabo su sueño: “demos a la niñez de nuestro pueblo las aulas y los maestros que necesita. Será la mejor manera de dar un alma –lúcida y vigilante– al progreso de la nación”.

 

A los diecinueve años, cuando aún no se había disipado el olor a pólvora de la revolución en Ciudad de México, se incorporó al entusiasta y muy reducido equipo de José Vasconcelos, quien en 1921 se echó a cuestas la titánica tarea de la educación pública universal y gratuita con la creación de la Secretaría de Educación Pública (SEP).

 

Luego de más de cuarenta años en el servicio público, Torres Bodet entregó sus oficinas de la SEP al escritor Agustín Yáñez, en 1964. Así puso fin a una brillante carrera como funcionario. Había dirigido el Departamento de Bibliotecas, fue secretario de Relaciones Exteriores, director general de la UNESCO y dos veces secretario de Educación Pública. A lo largo de su vida promovió la educación, la lectura, la construcción de escuelas y bibliotecas, la edición de libros y revistas, y fue un gran y prolífico escritor.

 

Martín Luis Guzmán

 

También fue integrante de la pléyade intelectual del Ateneo de la Juventud, asociación cultural que tenía entre sus miembros a José Vasconcelos y que en 1912 ya entreveía que el gran problema cultural de México era la ausencia de la educación pública, universal y gratuita.

 

El chihuahuense, nacido en 1887, es más conocido por sus grandes novelas El águila y la serpiente, Memorias de Pancho Villa y La sombra del Caudillo, que por su continua actividad como periodista crítico y funcionario. En los años veinte fue diputado y director del periódico El Mundo. Como opositor de Álvaro Obregón, estuvo a punto de ser fusilado en 1923, y cuando sobrevino la fractura entre los sonorenses y Guzmán apoyó el reclamo de Adolfo de la Huerta, se vio obligado a dejar el país.

 

En España escribió La sombra del Caudillo, en la que relata la consolidación en el poder de Obregón y Calles, a partir del asesinato del general sonorense Francisco Serrano, en Huitzilac en 1927. Serrano había acompañado a Obregón en la guerra revolucionaria y fue su secretario de Guerra luego del asesinato de Carranza. En 1927 manifestó su intención de ser candidato a la presidencia y eso significó la ruptura con Obregón, quien pretendía reelegirse. Serrano fue asesinado el 3 de octubre de ese año en el camino a Cuernavaca. El crimen fue oscurecido por el gobierno y la censura persiguió a la novela de Guzmán a lo largo de los años. Incluso la película que hizo Julio Bracho en 1960 fue enlatada hasta 1990, cuando se permitió su exhibición.

 

Martín Luis Guzmán acompañó a Torres Bodet en la épica aventura de la creación de los libros de texto gratuitos, tomando a su cargo la Conaliteg y fungiendo como el operador práctico e intelectual en el lanzamiento del gran proyecto educativo.

 

 

 

El artículo "“Realizar en la madurez un sueño de juventud”: Torres Bodet" de la autora Bertha Hernández se publicó en Relatos e Historias en México número 127Cómprala aquí