De aromas, sabores, texturas y refranes

Historia, identidades regionales y tradición popular

Mario Humberto Ruz

Bodegón de colores, sabores, dichos y refranes, este artículo recoge con gran erudición una subjetividad colectiva mexicana de gustos y hábitos gastronómicos, construidos a lo largo de los siglos en las cocinas mexicanas y fogones que supieron encomiar las cualidades de los productos nacidos en esta tierra o trasplantados a ella desde distintos lugares e integrarlos, para terminar formando parte de la culinaria universal.

 

A modo de un nutrido y singular bodegón, y más allá de nombres, citas y fechas, la historia mexicana se colorea con el esplendor visual que despliega sin pudor alguno ese portento de tonalidades que es la pitahaya, o el mamey con su “rojo llameante”, el derroche amarillo del zapote denominado en maya kanisté (kan: amarillo), la gama de verdes del aguacate, y ese vasto campo de policromías que exhiben solanáceas como el tómatl, el xitómatl, el coatltómatl, el miltómatl, el izhoatómatl, el coztómatl y otras variedades, no pocas de las cuales ofrendaron no solo su sabor sino hasta el nombre y la genética, para regresar a nosotros híbridas y rebautizadas como cherry, brandywine, russian, lime green, siberian, sun sugar, hawaiana, valenciana y otros nombres que nos imponen la mercadotecnia y la moda, y que facilitan a menudo nuestra falta de conocimiento de la gesta de procesos locales y regionales de creación de identidades y, en consecuencia, la carencia de tesón para defenderlos.

Historia también de olores y texturas, la nuestra se desliza entre efluvios olfativos de la vainilla de Papantla, la pimienta de Tabasco (gorda o de la tierra), y hasta las muy peculiares emanaciones del epazotl o yerba del zorrillo, y su pariente tepeepázotl o epazote del monte, al tiempo que la Clío mexicana, mientras canta glorias, sagas y epopeyas prehispánicas, independentistas o revolucionarias, puede dejar correr sus dedos sobre las sutiles escamas vegetales de la guanábana, la chirimoya, la anona, el saramuyo, la papausa u otras anonáceas, o entretener sus oídos con sonidos tenues como los que generan el eclosionar de los frutos de la guaya o el guaje, o estrepitosos como el tronar del antiguo momochtli, hoy “palomitas de maíz”. Ya se buscará la musa de la Historia tiempo para paladear las suculencias que destilan el chicozapote, el caimito y el nance, nanchi o nantzi, por no hablar de las que encierran el chipilín, el huauzontle, el huitlacoche, la cuesa o chinchayote, el cabuche de los norteños y las flores de juacamé de los zoques, una vez aderezados.

Ciertamente solo atisbar en cualquier cocina regional hace evidente la permanencia de abanicos sensoriales de ayer. Díganlo, si no, para el caso tabasqueño, el delicado sabor de los merenguitos de guanábana que se elaboran en las planicies y humedales de Jalpa y Nacajuca, el pozol de maíz mezclado distintamente con cacao, pataxte, coco, semilla de mamey o raíces de malanga, que se ofrece al visitante en los poblados de la serranía donde Tabasco colinda con Chiapas, los tamalitos de mano de cangrejo que se pueden degustar en el poblado costeño de Paraíso o la hueva de lisa secada al sol de Chiltepec.

Pero, si bien atesora sus sabores milenarios, la historia de esta cornucopia de país es también, en el campo de lo gastronómico como en tantos otros, una historia de maridajes de ingredientes, conceptos y signos, como lo muestran desde el mismísimo mole, el pozole, la cochinita pibil, los diversos tipos de pucheros, el queso relleno o los chiles en nogada, hasta los acompañantes de gordas, polcanes, tlacloyos, picadas, salbutes, panuchos, burritos, garnachas, montados, enchiladas mineras y tantos otros platillos que sirven para esbozar nuestras entidades locales y regionales, cuando no como mexicanos, herederos tanto de destacadas culturas mesoamericanas, como de su hibridación con la rica tradición ibera, a su vez transida de lo árabe y lo hebreo, enraizado todo ello en las distintas formaciones culturales de lo que hoy se llaman México y España.

Ese espacioso universo de lo sensorial asoma ya desde códices y frescos y, tras ilustrar las crónicas coloniales y los reportes de los viajeros, se prolonga en la pintura de caballete y los murales de ayer y hoy, al tiempo que deja huella en la tinta y la palabra, como bien puede apreciarse en dichos, refranes y consejas (bien surgidos aquí, bien adaptados de los hispanos) que dan fe de una ingeniosa tradición popular, que sin duda arranca desde la época precolombina y en no pocos casos pervive hasta nuestros días, variando según las regiones.

 

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