A la caza de las riquezas españolas desde el siglo XVI.
El propósito de Thomas Cavendish en 1587 fue claro desde que partió de Inglaterra: tomaría el famoso galeón de Manila o nao de China –como fuese que le nombraran los españoles en ese momento–, el gran barco encargado de transportar la riqueza de las colonias asiáticas a la Nueva España. Cañonearía, abordaría y escurriría la sangre necesaria. El esfuerzo bien lo valía: se trataba del segundo inglés que intentaría tal hazaña. Al primero, Francis Drake, ahora debían llamarlo sir, gracias a las ganancias económicas y el prestigio conseguidos en un asalto similar.
Inglaterra se encontraba al otro lado del mundo y algo se vislumbró en el horizonte. Grande, lento, pesado. Muy español. Un hermoso navío se acercaba al corsario inglés.
Inicia la piratería
Prácticamente desde que se formaron los primeros asentamientos españoles en América, se tienen indicios de ataques a sus naves. Al principio se esperaba su regreso cerca de las aguas conocidas de Europa y África, donde se preparaban emboscadas o se mantenían ciertos buques en acecho constante. Con el paso de los años y al ver que del Nuevo Mundo llegaban importantes cargamentos, los aventureros franceses e ingleses comenzaron a navegar directamente a los dominios de ultramar ibéricos, intentando comerciar o de plano rapiñar. Luego, las monarquías enemigas de España comenzaron a favorecer a los corsarios para así debilitar los importantes caudales que llegaban con el fin de fortalecer las políticas y ejércitos hispanos.
Los territorios contiguos al mar Caribe pronto fueron acosados, de tal modo que en la zona germinaron muchas de las leyendas piratas que hasta hoy conocemos. Sin embargo, la expansión del dominio español fue tal que orilló a sus temerarios enemigos a navegar hasta donde pocos habían logrado ir con tal de obtener parte de las riquezas que el imperio transportaba entre sus vastos territorios.
El Mar del Sur
No debemos olvidar que la misión original de Cristóbal Colón en 1492 fue buscar una nueva ruta comercial entre Europa y Asia. Así, el descubrimiento y conquista de nuevas tierras fue una eventualidad sumamente provechosa, pero no hizo que se olvidara el propósito inicial. Con ello en mente, el propio Hernán Cortés no se limitó a derrocar al imperio mexica, sino que una vez caída Tenochtitlan prosiguió con el reconocimiento del territorio que iba más allá de sus dominios, con el deseo de encontrar el anhelado paso continental.
Supo que en 1513 Vasco Núñez de Balboa había nombrado y tomado posesión simbólica del llamado –por él– Mar del Sur, avistado en la actual Panamá tras una incursión por tierra firme. Hacia 1520, Fernando de Magallanes logró la hazaña de encontrar un paso para las naves y de este dijo que era un océano muy pacífico (de allí su nombre actual). Así que, en búsqueda de un camino hacia esas aguas a través de la Nueva España, exploró California en 1535, hasta que llegó al hoy llamado mar de Cortés y empezó a delinear las costas del noroeste del virreinato.
En principio, este litoral no se comparó en beneficios con los que otorgaba el golfo de México, y mucho menos con algún puerto como el de Veracruz, piedra angular de la comunicación con la Corona y el comercio en general. Pero todo cambió tras la fundación de Manila (actual capital de Filipinas) en 1571, el asentamiento español que normalizó el tornaviaje entre el sudeste asiático y los importantes virreinatos de Nueva España y el Perú.
Los temibles corsarios
Con la llegada al poder de Isabel I en Inglaterra, las relaciones con la España de Felipe II llegaron a uno de los puntos más beligerantes en la historia de las dos naciones. La reina comenzó una política que favoreció el comportamiento violento de marinos ingleses en posesiones españolas, lo que muchos consideran el espaldarazo a la era de la piratería.
El primero de sus favoritos fue John Hawkins, quien fue un esclavista y contrabandista que tomó muy en serio el papel de obligar a los españoles a comerciar por las buenas… o por las malas. En muchos casos los ibéricos aceptaron hacer negocios con él para evitar ser cañoneados o que se quemaran los precarios pueblos de las costas. Tal fue su éxito con este sistema que, en 1565, Isabel I lo nombró caballero y sus expediciones a territorio colonial hispano cada vez fueron más pretenciosas. Con todo, se trataba de comercio. A lo Hawkins, pero comercio.
Un momento emblemático en su carrera corsaria llegó en 1568, cuando se atrevió a intentar una de sus artimañas en el puerto de Veracruz. Con una flota significante fondeó en la isla de San Juan de Ulúa, que carecía de fuerte en aquellos momentos. Debido a que arriaron banderas españolas, las autoridades confundieron a los ingleses con la flota de Indias y al abordar fueron privados de su libertad. Como de costumbre, Hawkins prometió que nada malo pasaría si los ibéricos se permitían hacer transacciones con él. Todo parecía marchar perfecto para el inglés, hasta que la verdadera flota hispana apareció en el horizonte.
Imposibilitado para huir y queriendo evitar una batalla innecesaria con una flota poderosa, pactó el permitir que atracaran pacíficamente y proseguir con las negociaciones de comercio. Los españoles en principio aceptaron, hasta que en la mañana del 23 de septiembre sonó el zafarrancho de combate y maniobraron contra los ingleses. En esta famosa batalla de San Juan de Ulúa, ambos bandos resultaron con fuertes pérdidas, pero al final del día los ingleses tuvieron que huir como pudieron, perdiendo importantes embarcaciones y regresando a Inglaterra en medio de la deshonra. Un joven partícipe llamado Francis Drake no olvidaría ese episodio.
Si quieres saber más sobre el primer ataque en el Pacífico busca el artículo completo “Corsarios en el Mar del Sur”, del autor Gerardo Díaz Flores que se publicó en Relatos e Historias en México número 118. Cómprala aquí.