Anclar nos refiere a un término náutico, el de asegurar una embarcación con un ancla contra “el ímpetu de los vientos”, apunta la Real Academia Española en 1770; pero también significa arraigarse a un lugar, como el navío de piedra ubicado al oriente del cerro del Tepeyac que “está todavía anclado sobre la elevada roca aunque el viento va ya para más de cien años que hinche sus velas”, escribió el comerciante y viajero alemán C. C. Becher a su esposa el 28 de diciembre de 1832, cuando visitó el santuario de la Virgen de Guadalupe en Ciudad de México.
Becher desempeñó el cargo de inspector de la Compañía Renana Indooccidental de Elberfeld durante su estancia en México entre enero de 1832 y abril de 1833, tiempo que aprovechó para realizar excursiones en los alrededores de la capital del país. Este viajero fue uno de los primeros extranjeros en mencionar la existencia del monumento votivo y relatar la historia de su construcción, que hasta ese momento desafiaba “el diente destructor del tiempo”.
Los relatos del naufragio
Cabe mencionar que Becher no fue el único que plasmó el relato del naufragio en sus cartas, hubo otros viajeros que también lo asentaron, pero existe una diferencia sustancial entre las versiones: en la de este viajero alemán, el protagonista principal, el hombre que hace la promesa a la Virgen de Guadalupe, lo hace desde tierra.
A Becher le fue contado que un rico comerciante de México esperaba de tiempo atrás el retorno de su hijo embarcado en Cádiz (España). Ante la tardanza de su llegada, comenzó a temer que una desgracia en el mar durante aquella tempestuosa época del año lo arrebatara de su lado.
El padre suplicó a Nuestra Señora de Guadalupe que conservara la vida de su hijo y lo hiciera volver a sus paternales brazos, prometiendo solemnemente una fragata como regalo. Al poco tiempo, el hijo que se daba por perdido arribó felizmente sano y salvo a Veracruz. El padre mantuvo su palabra: “le hizo erigir a la protectora patrona cerca de la capilla y sobre la elevada roca un monumento de piedra”, con mejor vista desde el valle que estando cerca de él.
Tan firme estaba en su sitio que años más tarde, al ser visitada la capilla del Cerrito por Francisca Erskine Inglis de Calderón de la Barca (1840), escribió en su obra La vida en México durante una residencia de dos años en ese país, que desde lo alto se veía “una especie de monumento imitando las velas de un barco, erigido por un español en acción de gracias y en memoria de haberse salvado en un naufragio, lo que él atribuía a la intercesión de Nuestra Señora de Guadalupe”. Con esta versión, los marinos y pasajeros del naufragio comenzaron a ser los protagonistas principales.
Al año siguiente (1841), el escritor estadounidense Brantz Mayer también visitó la capilla del Cerrito y miró desde lo alto “una curiosa mole de ladrillo y cemento que se halla a la mitad del camino del cerro, y que, vista desde lejos, parece algo así como un barco”. Curioso, preguntó sobre el monumento y le contaron que, hace muchos años, un rico mexicano se hallaba en altamar en viaje de regreso de España cuando una violenta tempestad se desató dejando “al buque en inminente riesgo de perderse”.
El vendaval aumentó y el buque empezó hacer agua; las velas quedaron inutilizadas y toda esperanza por salvarse le hubiera abandonado de no acordarse de la Virgen de Guadalupe, patrona de su tierra natal. Se arrodilló e invocó su protección, prometiendo construir en México otro templo consagrado a su gloria si lo salvaba. El viento amainó, el mar se calmó y “apareció a la vista otro buque amigo que salvó a la tripulación que estaba a punto de ahogarse”.
Tal fue la impresión que le causó la historia que Mayer la consignó en su obra México, lo que fue y lo que es, añadiendo que, al sobrevenir la calma, “se enfrió el fervor del devoto; y al volver, en lugar de gastarse miles en costear siquiera el adorno de un altar valioso consagrado a la Virgen, hizo una componenda, mandando construir sobre la cuesta un monumento de cal y ladrillo en figura de un barco. No dice la leyenda si después de esta perfidia se atrevió el devoto a embarcarse otra vez en su vida”.
Pasaron veintiocho años y del monumento votivo no se volvió a escribir, hasta que fue visto por el coronel estadounidense Albert S. Evans en 1869, quien dejó sus impresiones en Nuestra República Hermana: un viaje de gala por México tropical en 1869-70, donde a la letra dice: “A medio camino del cerro [del Tepeyac] hay una curiosa estructura de piedra, enlucida y encalada, que representa las velas, el mástil y la cubierta de un barco. De hecho, se dice que el mástil de un barco está realmente integrado en la mampostería, que fue erigida hace muchos años por un piadoso viejo explorador español, que a la hora del peligro mortal prometió a la Virgen que si le permitía virar e impedir que su galeón se estrellara en las rocas, lo haría en su honor. Lo hizo y mantuvo su palabra como hombre y cristiano”.
La referencia del mástil dentro de la estructura del monumento votivo aparece por primera vez en el relato. Su tardía inclusión (1869) no será obstáculo para que forme parte de una tradición que se remonta a mediados del siglo XVIII.
Otro viajero alemán conocería el monumento votivo en 1881: Frederick Albion Ober, quien al escribir su libro Viajes en México y vida entre los mexicanos, no olvidó comentarlo. Apuntó que “en la ladera del cerro, a medio camino de la capilla, hay un monumento en piedra y mortero por la devoción de un hombre, en forma de mástil y velas de un barco. Atrapado en el mar por una tormenta, un marinero juró que construiría un barco de piedra para la gloria de la Virgen si se le permitía escapar a tierra. Una vez a salvo, le fallaron sus fondos o su piedad, ya que no llegó más allá del trinquete [mástil]. Y allí se mantiene hoy, la única efigie de piedra que existe, tal vez, de un barco o parte de uno, de un tamaño tan grande”.
El siglo XIX lo cierra el mexicano Manuel Rivera Cambas, quien en 1883 escribió en el tomo II de su obra México pintoresco, artístico y monumental:
“Combatido un buque por un fuerte temporal, perdido el timón, el rumbo y toda esperanza de salvarse la tripulación, esta invocó de todas veras a la Santísima Virgen de Guadalupe, haciéndole presente que si quedaba salva, la traerían a presentar a su Santuario el palo de la embarcación cual se encontraba. La Santísima Virgen oyó piadosa los ruegos de esos sus hijos y la destrozada nave pudo entrar salva a poco tiempo al puerto de Veracruz. La tripulación cumplió su promesa, trayendo en hombros el conjunto de palos del navío hasta el Santuario y colocando su ofrenda dentro de una construcción de piedra para defenderla de las injurias del tiempo.”
Este relato se conserva hoy día grabado en una laja al pie del monumento y es prácticamente el mismo. A partir de este punto, las personas que han escrito sobre el asunto repiten esta última versión.
Tan llamativo era el monumento votivo para la ciudad que en la Exposición Universal de Chicago en 1893 formó parte del pabellón mexicano. El libro de la feria, publicado en ese año, aborda el asunto de la réplica: “como dice la leyenda, un grupo de náufragos los marineros, en cumplimiento de un voto, llevaron el mástil de su barco, plantando el emblema transformado de su devoción donde ahora se encuentra”.
Finalmente, cabe apuntar el relato de la autora inglesa Alec Tweedie en su libro México como lo vi (1901), ya que al recorrer el santuario de Guadalupe llegó hasta unos escalones de piedra muy anchos que conducían a la capilla del Cerrito y durante el ascenso observó que existían numerosos altares pequeños en las paredes, “pero el objeto más curioso de todos es el monumento conocido como las Velas de Piedra”.
Al preguntar sobre su origen, le dijeron que algunos marineros fueron alcanzados por una terrible tormenta y, al borde del naufragio, ofrecieron una oración a la Señora de Guadalupe para su salvación. Ellos juraron que si este milagro les era concedido, “tomarían el mástil de su barco y lo erigirían como una ofrenda votiva en la colina que es sagrada para su memoria. El barco y su tripulación fueron salvos y los hombres cumplieron su promesa; pero tan milagroso era su escape que el dinero se suscribió para erigir algo de una naturaleza más duradera que un mástil de madera, y por consiguiente estas velas de piedra de aspecto extraño se pusieron en señal de gratitud, y como prueba del maravilloso poder de la sagrada Señora”.
Al final, ¿a qué naufragio se referían los relatos? No es posible saberlo; sin embargo, un par de navíos españoles en los siglos XVI y XVIII vivieron una historia parecida.
Esta publicación sólo es un fragmento del artículo "Recuerdo de un naufragio" del autor Enrique Tovar Esquivel, que se publicó en Relatos e Historias en México, número 115.