El ejército novohispano surgió como consecuencia de una guerra contra Gran Bretaña en la que la Corona española salió derrotada y se alertó ante el riesgo que representaba no contar con un cuerpo militar permanente en sus posesiones en ultramar. Entonces, el rey Carlos III impulsó una novedosa ordenanza militar que tuvo impacto en todas las colonias americanas y su influencia llegó hasta el México independiente.
La ordenanza militar de España de 1768 es un conjunto de normas y procedimientos con más de 250 años de haber sido promulgado. Sin embargo, más que antiguas recetas de tipo castrense, han sido fundamentales no solo para España, sino para todos los países de Iberoamérica que formaron parte de su imperio.
Puede decirse que el origen del ejército de lo que hoy es México se encuentra en la época virreinal; para ser más específico, en la segunda mitad del siglo XVIII, cuando la llamada Guerra de los Siete Años (1756-1763) obligó a la Corona española a crear una fuerza armada en la Nueva España, lo que sería el ejército realista.
En casi 250 años de virreinato novohispano, España no había permitido que se estableciera un ejército permanente en sus dominios de ultramar, pues se consideró que era peligroso que no estuviera bajo su control efectivo. Cuando había un estado de guerra, los virreyes recurrían a la leva y creaban cuerpos temporales. Una vez pasada la emergencia, los disolvían.
Por lo anterior, se creó un sistema defensivo “basado tanto en los prominentes fuertes y murallas de las ciudades portuarias del mar Caribe y del golfo de México, como en la llamada Flota de Indias, acompañada por barcos de guerra que protegían el ir y venir de aquellos galeones a través del Atlántico –entre los puertos de Sevilla y La Habana–, conformando así la llamada ‘carrera de Indias’, que tenía por uno de sus ramales a Veracruz”, de acuerdo con el investigador Marcos Marín Amezcua. Este sistema sería puesto a prueba en la Guerra de los Siete Años, pues durante dicho conflicto hubo una etapa conocida como “episodio español”, en la que británicos e ibéricos se enfrentaron en los campos y océanos por la posesión del territorio de América del Norte.
Lucha entre imperios
La guerra estalló cuando se rompió el equilibrio entre las potencias europeas y Francia desafió el poderío de Reino Unido, arrastrando a los españoles –que no deseaban participar– mediante un pacto de alianza. El gobierno británico declaró la guerra a España en enero de 1762. Aunque la participación de los ibéricos en el conflicto fue relativamente corta, su imperio colonial fue seriamente dañado.
La victoria militar sobre Francia y España significó el inicio del poderoso imperio británico, que llegó a tener más extensión territorial que el ruso, además de consolidar su predominio marítimo, el cual se mantuvo en los dos siglos siguientes.
En el periodo español del conflicto destacaron los sitios de La Habana (Cuba) y Manila (Filipinas); la primera era puerta de las Indias Occidentales y la otra el bastión ibérico para el comercio en el Pacífico. Ambas plazas eran asediadas por las flotas y tropas británicas. Agrega Marín Amezcua: “Cuba […] siempre fue para España su ‘antemural de las Indias’. Su capital, La Habana, […] [era] punto de encuentro obligado de las flotas que efectuaban la carrera de Indias […]. Era el puesto defensivo de la Nueva España. Su caída implicaba la del virreinato. […] fue más importante que Veracruz”.
La Habana cayó en julio de 1762 y Manila en septiembre siguiente. La caída de la primera representó una amenaza inminente y pronta para la Nueva España, mientras que la toma de la segunda provocó que se interrumpiera el comercio de Asia con el mundo novohispano. En conclusión, las colonias españolas fueron las que más padecieron los estragos de la guerra entre los imperios.
Particularmente, la defensa de La Habana, formada por tropas veteranas, sucumbió ante la Armada británica que desembarcó tropas, trajo refuerzos y pertrechos constantes con soldados adaptados al clima provenientes de sus colonias en Norteamérica. Las milicias españolas sirvieron poco por su falta de preparación, lo que motivó que huyeran; no se pudieron enviar refuerzos y ni siquiera se obstaculizaron las rutas de suministros.
El sistema defensivo se mostró ineficaz ante un ataque preparado con técnicas modernas. Las derrotas mostraron la debilidad española en América y fue tal el impacto que la Corona tuvo que negociar un cese al fuego, que dio como resultado el Tratado de Paz de París que se firmó en 1763. A cambio de recuperar La Habana y Belice, España cedió la Florida a Gran Bretaña –con lo que esta fortaleció su posición en el Caribe–, pero no pudo recuperar Gibraltar.
Las tomas de La Habana y Manila representaron una amenaza grave para la más rica posesión ultramarina del imperio, la Nueva España, toda vez que no había una flota ibérica en el Golfo ni en el Caribe, debido a que había sido hundida por los ingleses. Ante ello, se enviaron tropas a Veracruz, por si acaso los británicos pretendían atacar el territorio. Sin embargo, en el puerto, la falta de aclimatación motivaba bajas entre las tropas todos los días.
La experiencia de la guerra le dejó muy claro a los españoles que “al centralizar sus sistemas defensivos sujetándolos a decisiones peninsulares, nada podrían hacer antes los embates del enemigo”, como señala Marín Amezcua. Sin duda, entre las causas de la derrota de España estuvo su carencia de tropas permanentes en América, como lo reconoció la propia Corona.
Al final, los costos de la conflagración fueron desastrosos para el imperio español, que aprendió de los errores cometidos, dando paso a que surgiera la ordenanza del rey Carlos III en 1768.
El ejército novohispano
En aquellos años gobernaba en Nueva España el virrey Joaquín Juan de Montserrat, marqués de Cruillas. Durante su administración (1760-1766), observó cómo las milicias locales abandonaban el servicio ante la falta de apoyo de las tropas regulares. Además, se organizaron nuevos cuerpos militares o corporaciones que se colocaron en puntos estratégicos y en el camino a Ciudad de México. Asimismo, se establecieron depósitos de pertrechos y se fortificó el puerto veracruzano y la isla de San Juan de Ulúa.
En ese tiempo, las presiones fiscales en el interior de la colonia, propias de las reformas borbónicas, unidas a la corrupción y mala política de algunos administradores, también motivaron que surgieran motines y alzamientos en contra de las autoridades. Esto originó la urgente necesidad de reorganizar la defensa para tener la capacidad de enfrentar una amenaza, ya fuera externa o interna.
Con el envío de militares peninsulares se inició la reestructuración y planificación defensiva en Nueva España. Así, se decidió la creación y fortalecimiento de un ejército en el territorio, lo que dio como resultado el surgimiento de varios regimientos. De esta forma, la milicia fungiría como sostén de las autoridades y sus decisiones.
Para financiar este ejército, se crearon “contribuciones especiales sobre la venta de bebidas alcohólicas, de azúcar y piloncillo, de lana y pieles, mientras que los hacendados tenían la obligación de proporcionar caballos y remontes y otras colectas públicas sufragaban el costo del entrenamiento y equipo”, de acuerdo con el historiador Joseph Hefter.
Fue así como comenzó a surgir, a fines del siglo XVIII, una casta de militares criollos y mestizos, con excepción de algunas unidades expedicionarias provenientes de la península ibérica. Aparte, existían tropas milicianas formadas por gente del campo, aunque los altos oficiales españoles no les tenían confianza. Igualmente, contaban con milicias de indios, armados con arcos y flechas, para diversos servicios.
Tras firmarse la paz entre Gran Bretaña y España en 1763, el marqués de Cruillas pidió autorización al rey Carlos III para continuar con la organización del ejército realista. Por lo anterior, llegó a la Nueva España, proveniente de la metrópoli, el teniente coronel Juan de Villalba, junto con personal militar para formar a los cuadros de esa nueva fuerza. A partir de ese momento se crearon unidades urbanas y provinciales que con el paso del tiempo también se integraron por criollos y mestizos, aunque con oficialidad peninsular.
La ordenanza de 1768
Para mantener la disciplina y una buena organización de las tropas novohispanas, se aplicó la ordenanza militar de 1768 expedida en Madrid. En ella se estipulaba la coordinación de la totalidad de los ejércitos realistas españoles, por lo que, con base en ese ordenamiento, se dio forma al ejército realista en estas tierras.
El virrey quedó al mando de dicho cuerpo militar, a la vez que asumió las decisiones operativas y administrativas, previa consulta con la Junta Superior de la Real Hacienda. Pese a ello, el nuevo ejército nunca se enfrentaría a otro, pues la amenaza británica no se concretó. Su prueba de fuego la enfrentaría hasta la revolución de independencia iniciada en 1810.
En cuanto a estrategia y táctica, con la ordenanza se trató de colocar al ejército español a la par de sus homólogos del mundo, pero en otros aspectos se enfrentaron graves problemas que incidieron en el ejército novohispano, ya que las decisiones se subordinaban a las necesidades de la metrópoli y, por tanto, se afectaba la continuidad de los planes defensivos de la Nueva España.
Otra debilidad de este ejército fue su falta de soldados, pues a muchos novohispanos no les atraía causar alta en él. Había desinterés por la carrera de las armas; primero, por la carencia de un enemigo extranjero, real o aparente, en suelo propio; segundo, el enemigo británico era como un fantasma: todos hablaban de él, pero nadie lo había visto, por lo que era casi imposible recelar de algo abstracto; y tercero, las incomodidades de la vida castrense, unidas al temor de salir de la localidad donde residían y a las enfermedades tropicales, que podían ser mortales. Además, el trato nada humano hacia los cabos, a quienes se disciplinaba mediante una vara de ocote, era otro motivo para no desear convertirse en soldado.
Esta publicación es un extracto del artículo "El nacimiento del ejército de Nueva España" del autor Antonio Campuzano Rosales que se publicó íntegro en Relatos e Historias en México número 127. Cómprala aquí.