“La población, excitada por los meses de preparativos, sermones y movilización, se alzó inesperadamente contra los invasores el 14 y 15 de septiembre: guardias nacionales, sacerdotes, guerrilleros, soldados rezagados y grupos populares enfrentaron a los estadunidenses, cuya violenta respuesta condujo a que la ira popular se sofocara”
Ciudad de México fue un campo de guerra. Tal vez a los lectores y habitantes de una de las urbes más grandes del mundo no les sorprenda, pero sin duda una vez que conozcan el desarrollo de la campaña del valle de México que se dio entre abril y septiembre de 1847 durante la guerra contra Estados Unidos, recorrer las calles, colonias y edificios de esta ciudad se volverá una experiencia distinta. Más aún, ensimismados en el día a día y la rutina urbana, se transita por lugares que se ignora fueron sitios donde por primera vez muchos hombres fueron arrastrados por el furor iracundo del combate, lo que dejó sollozando a cientos de hijos, padres, amigos y hermanos. Sí: Ciudad de México fue un campo de guerra y volveremos a él.
La capital frente a la invasión
La actual capital de México se encuentra en uno de los cuatro valles de la Cuenca de México (Apan, Cuautitlán, Pachuca y México), rodeada por la sierra de Guadalupe al norte; del Chichinautzin al sur; la Nevada al este; y Las Cruces, Monte Alto y Monte Bajo al oeste. Además, el lago de Texcoco protegía el flanco derecho de la capital; los de Xochimilco y Chalco el sureste. Esta particularidad hidrográfica originó un suelo pantanoso en las proximidades, el cual se extendía por los ríos y canales que atravesaban el paisaje rural del Distrito Federal, tales como la Viga, la Coyuya, Mixcoac y Churubusco. Aún con estas características, una aproximación militar sobre la capital y ponerla bajo sitio era posible debido a su posición céntrica en el valle. Para 1847, los invasores descubrirían sus puntos débiles.
Tras más de un año de conflagración, el enemigo amenazó la capital del país al enviar un ejército de doce mil efectivos al mando del general Winfield Scott. El 20 de mayo de 1847 se efectuó una junta de guerra donde se planeó la defensa de Ciudad de México al establecer fortificaciones en un anillo perimétrico a la capital y otro en su exterior, mientras una fuerza auxiliar atacaría su retaguardia y la caballería perseguiría a quienes intentasen escapar. Mexicaltzingo (sobre las actuales avenidas Canal Nacional y Ermita Iztapalapa), la hacienda de San Antonio (sobre Tlalpan, por Registro Federal) y Peñón Viejo (sobre la Zaragoza) se fortificaron, con otros trabajos menores en las garitas y otros puntos. Además, tres ejércitos se reunieron con una fuerza de veinte mil defensores, entre permanentes y guardias nacionales: el ejército de Oriente a cargo de Manuel María Lombardini, el del Norte con Gabriel Valencia y el del Sur con Juan Álvarez, a quien se le dio el mando de la caballería. Después de tres meses de preparación, se recibieron noticias del enemigo a principios de agosto de 1847. Ciudad de México se preparaba para la guerra.
El avance sobre el valle de México
El 9 de agosto de 1847 se anunció la salida de los más de diez mil invasores desde Puebla, organizados en cuatro brigadas y que, al llegar al valle de México, fueron acechadas por las fuerzas de Valencia y Álvarez. Los estadounidenses se dirigieron sobre el camino del Peñón, pero el 15 de agosto rodearon el lago de Chalco para evitarlo. Finalmente salieron por Xochimilco y se dirigieron a Tlalpan. Militarmente, este movimiento no ocasionó problemas para las fuerzas mexicanas gracias a la fortificación de San Antonio, por lo que Santa Anna ordenó a los contingentes desplazarse hacia las líneas del sur; a las unidades de Álvarez y Valencia moverse hacia Chalco y Coyoacán.
La ruptura de la línea avanzada
El 20 de agosto de 1847 sucedieron las batallas del Pedregal en Padierna y Churubusco. Días antes, al llegar a Tlalpan, los estadounidenses plantearon un dilema de ataque: avanzar por el sur o el poniente. Scott buscó poner bajo amenaza a Ciudad de México, no necesariamente capturarla, y así lo expuso en su plan de operación “Vera Cruz & Its Castle”. El ejército de la nación vecina se movería bajo esa idea de agresión.
El 17 de agosto, el ejército del Norte al mando de Valencia se situó en el cerro conocido como Pelón Cuauhtitla, frente al campo de Padierna (actual colonia Héroes de Padierna). Dicho ejército lo integraron muchos veteranos de las batallas de 1846. Sin embargo, el orgullo de Valencia y su idea por opacar a Santa Anna, quien esperaba lograr una batalla decisiva que reavivara su imagen política y militar, convirtieron el campamento en un cementerio. La posición estaba rodeada de barrancos y solo tenía una vía para retroceder por el camino de Contreras, el cual no fue resguardado debidamente.
A las 13:00 horas del 19 de agosto de 1847, los fuegos de las baterías hicieron eco en el campo de Padierna cuando las avanzadas estadounidenses al mando del general Gideo Pillow se encontraron con los cuatro mil mexicanos. Santa Anna ordenó a la 1ª Brigada del general Francisco Pérez apoyar, pero el reconocimiento que realizó demoró más de lo esperado y la amenaza de una tormenta obligó a sus unidades a replegarse desde las lomas del Toro. En tanto eso ocurría, dos brigadas estadounidenses rodearon la posición mexicana a través del Pedregal hasta San Jerónimo, en apoyo a una fuerza de reconocimiento perdida.
Tras un par de misivas con Santa Anna, Valencia rehusó abandonar el sitio al creer en la posibilidad de una victoria. Scott, molesto en su cuartel de Tlalpan por la acción de Pillow, se enteró por el capitán ingeniero Robert E. Lee del movimiento sobre San Jerónimo, por lo que, aprovechando la situación, dio instrucciones de atacar al amanecer. El 20 de agosto, después de salir el sol, inició el ataque y se tomó por sorpresa a los mexicanos del Pelón Cuauhtitla; bastaron solo quince minutos para tomar la posición. Un testigo estadounidense describió el campo al ver la imagen de “una pierna, un pie, un brazo o una mano mutilados, mientras los hombres permanecían sobre el lodo temblando de frío, mendigando por un trozo de pan o un poco de agua”.
Santa Anna, en San Ángel, ordenó la retirada general de la línea. Los invasores marcharon arrogantes sin realizar ningún reconocimiento, enfrentándose con partidas sueltas de mexicanos en su camino sobre San Ángel y Coyoacán hasta topar con el convento y puente de Churubusco, donde había un hornabeque (fortificación de doble baluarte). Churubusco sería un punto de apoyo para Mexicaltzingo en caso de atacarse esta posición, pero las circunstancias obligaron a que, de ser un puesto de apoyo, se convirtiera en uno principal.
El combate se formalizó hacia la una de la tarde entre las fuerzas de Pillow y David Twiggs contra las de Manuel Rincón y Francisco Pérez, el primero al mando de las guardias nacionales del Distrito Federal en el convento y el segundo al frente de una brigada permanente en el puente. Los invasores, ignorando el número de defensores, marcharon confiados hasta que fueron recibidos con un nutrido fuego al aproximarse al convento. Aunque el hornabeque sostuvo con éxito la defensa del puente, una unidad de caballería enemiga atravesó el río Churubusco por el poniente y bajó sobre Portales hasta comprometer la defensa del punto. Si bien, la caballería se replegó, la movilización de tropas hacia Portales debilitó las defensas del puente y obligó a Pérez a replegarse a Ciudad de México, dejando solo al convento en medio de los disparos enemigos. Hacia las 16:00 horas, el convento se quedó sin municiones aun cuando Santa Anna procuró el envío de un calibre común para el periodo (9 adarmes). Los defensores entregaron el punto.
El dilema del invasor y del defensor
El 8 y 13 de septiembre de 1847 tuvieron lugar las batallas de Chapultepec. Antes, tras un infructuoso armisticio de tres semanas, Scott y su Estado Mayor analizaron la manera más adecuada de amenazar la ciudad, fuera por Tlalpan o Chapultepec; este último les pareció menos posible porque pensaban que su “castillo” era inexpugnable, pero los rumores de una fundición de cañones en el Molino del Rey (actualmente Los Pinos) hicieron considerar a Scott que si lo destruía, el gobierno mexicano negociaría. El general William J. Worth quedó al mando de esta operación, creyendo que sería breve. Para ello dispuso de 3 500 efectivos.
Para inicios de septiembre habría alrededor de once mil efectivos mexicanos. Santa Anna escalonó a ocho mil de ellos desde Molino del Rey y Casa Mata (a quinientos metros al frente del Molino), hasta la garita de Niño Perdido (sobre Eje Central), sospechando un ataque por el sur. Cuatro mil guardias nacionales y 1 500 permanentes, al mando de Antonio León y Francisco Pérez, permanecieron en Molino y Casa Mata.
A las 5:00 horas del día 8 del mes, una fuerza de asalto atacó el Molino, pero nuevamente se cometió el error de no realizar un reconocimiento. Las guardias nacionales de Oaxaca y Querétaro abrieron fuego sobre el enemigo, deteniendo su ataque; otra fuerza atacó Casa Mata con resultados similares. Una estratagema por Niño Perdido ausentó a Santa Anna del Molino, donde León y Pérez defendían las posiciones. Una bala hirió al primero y moriría por ello en la tarde. Tras dos horas de combate, Worth ordenó un flanqueo por la izquierda mexicana, aprovechando que una colina situada ahí cubría sus movimientos; tras empujar a los defensores queretanos del punto, la posición cayó. Pérez, como en Churubusco, ordenó a su brigada abandonar Casa Mata y replegarse a la ciudad. Al norponiente del campo, por la hacienda de los Morales, Juan Álvarez y Manuel Andrade dirigían las dos divisiones de caballería con cuatro mil efectivos, pero la mala comunicación y coordinación, los intereses regionales de Álvarez y el deseo de no comprometerse al fuego de artillería enemigo, impidieron su participación.
Esta batalla sería la más sangrienta de toda la guerra: mil bajas mexicanas y 850 estadunidenses; para colmo, no hubo cañones ni armamento en el Molino. Para justificar su decisión de ataque, Scott explicó que solo se preparaba para su siguiente objetivo: el Colegio Militar de Chapultepec, decisión que apoyó la mitad de los miembros de su Estado Mayor.
En los actuales bosque y castillo de Chapultepec hubo aproximadamente 832 defensores al mando de Nicolás Bravo, entre 51 alumnos del Colegio Militar y decenas de soldados del ya extinto ejército del Norte. Algunos se hallaban en el cerro, otros estuvieron dispersos en las áreas del bosque, en tanto la 3ª Brigada de Joaquín Rangel protegía un hornabeque situado hacia las calzadas de Belén (avenida Chapultepec) y La Verónica (Melchor Ocampo).
Los norteamericanos prepararon dos baterías en Tacubaya y el rancho de la Condesa, desde donde abrieron fuego durante el 12 de septiembre, lo que indicó a Santa Anna que el ataque principal sería por el poniente, no por el sur como una fuerza norteamericana le quiso hacer creer. Muchos individuos desertaron al anochecer de este día, por lo que Santa Anna envió al batallón guardacostas de San Blas a la parte baja.
A las 5:30 horas del día siguiente, las baterías enemigas abrieron un fuego preparatorio sobre Chapultepec y dos horas después avanzaron más de cuatro mil efectivos en una doble tenaza contra apenas doscientos defensores. Si bien el ejército lo conformaron cerca de once mil hombres, la parte más numerosa se encontró entre el poniente y el sur; el resto estaba, o acuartelada, o en las demás líneas defensivas recibiendo rumores e informes poco claros.
Minutos después los invasores entraron al bosque y replegaron a las partidas mexicanas escondidas tras la vegetación. Al llegar a la entrada principal del castillo, el batallón de San Blas defendió el punto hasta quedar casi extinto. Una vez al pie del cerro, los norteamericanos escalaron por el poniente y se enfrentaron a los defensores, donde sucumbieron, entre otros, seis de los 51 alumnos de Colegio Militar. Tras la batalla, un cirujano estadounidense comentó que, en el castillo, los “cuerpos mutilados [de los mexicanos] yacían amontonados […] algunos de ellos ni siquiera estaban muertos, pero daban sus últimos suspiros de agonía, con sus rostros oscuros viendo al sol”.
Contra toda orden, el general John Quitman prosiguió el ataque. Scott, al ver su avance sobre el hornabeque mexicano, ordenó la movilización general contra Ciudad de México, indicando a Worth moverse contra San Cosme en su apoyo. Santa Anna, por su parte, ordenó a Rangel replegarse a la garita de este último lugar, en tanto el general Andrés Terrés defendía la de Belén. En este momento, muchos vecinos de la ciudad se movilizaron y pidieron armas al ayuntamiento para atacar a los invasores al entrar por sus calles. Sin embargo, a las cuatro de la tarde, tras un violento asalto sobre ambas garitas y la destrucción de los arcos de los acueductos de ambas calzadas por la artillería enemiga, las dos entradas fueron ocupadas por los invasores.
Esa noche, en junta de guerra se decidió abandonar la ciudad aun cuando se exaltó la defensa popular. Cerca de nueve mil efectivos se irían de la capital que, tras su caída, viviría diez meses de ocupación que terminarían con la firma del Tratado Guadalupe-Hidalgo en la que México cedió más de la mitad de su territorio a Estados Unidos.
La experiencia del conflicto y el impacto de una invasión al corazón de la República dejaron un recuerdo difícil de borrar para aquella sociedad, lo cual le permitió tomar consciencia de su propia independencia y ver los alcances de sus capacidades defensivas ante una agresión extranjera. La campaña del valle de México pasaría como un acontecimiento traumático, pero dejaría una huella indeleble en los recuerdos de las próximas generaciones.