Casas, vecindades y jacales entre 1750 y 1850

Vivir en la antigua Ciudad de México

Gisela Von Wobeser

Hacia finales del siglo XVIII, la Ciudad de México, con alrededor de treinta mil habitantes, era la más poblada de América. Además, era el centro comercial, administrativo y cultural más importante de la Nueva España y, por lo tanto, recibía muchos migrantes del resto del territorio.

 

La Ciudad de México estaba conformada por la llamada traza, situada en el centro, que correspondía a la ciudad propiamente española, y por los barrios indígenas que la rodeaban. La traza estaba diseñada conforme al modelo urbanístico europeo y contaba con edificios construidos a la manera española. Allí se encontraban las mejores casas, que contaban con servicios de agua potable, limpieza y alumbrado en las calles.

En la medida en que uno se alejaba de la Plaza Mayor y se acercaba a los barrios, disminuía la calidad de las casas y de los servicios y aumentaba el desorden y la suciedad. En las entradas de las calles de los barrios se acumulaban grandes montañas de basura, desechos y escombros, que se convertían en botín de perros callejeros. Las acequias, canales de agua que surcaban la ciudad, tenían el agua muy sucia, llena de basura y esqueletos de animales que flotaban en su superficie. Los barrios de indios carecían de una planificación urbana.

Ricos y pobres en la misma casa

Las personas pertenecientes a la clase elevada vivían en el centro, mientras las de clase baja se ubicaban mayoritariamente en la periferia y en los barrios de indios. Sin embargo, no había una división tajante, ya que dentro de la traza convivían personas de muy diversos niveles socioeconómicos y, con mucha frecuencia, compartían una misma casa. Lo último se debía a que muchas casas comprendían viviendas de diferente calidad, tamaño y, por ende, precio. Por ejemplo, la casa número 23 de la calle de San Francisco estaba ocupada por las siguientes personas: en la parte alta vivía el capitán don Rodrigo de Neira con su hija, de dieciséis años, junto con seis criados españoles y seis de color; en el entresuelo, residía el comerciante español don Antonio Sáenz con dos sirvientes indígenas; en una de las accesorias vivía el bordador Juan Eligio Castellanos con su mujer, sus tres hijos y una huérfana mestiza; la otra accesoria era una tienda.

Las casas habitación de tradición española, propias de la traza, eran construcciones de piedra o ladrillo, cuya fachada principal daba a la calle. Solían ser de dos pisos y constaban de uno o varios cuerpos continuos, construidos alrededor de uno o más patios, mismos que servían como cubos de luz y ventilación. La mayoría contaba con accesorias orientadas hacia la calle y algunas tenían un entresuelo, en medio de las plantas baja y alta.

El tamaño y el número de viviendas con que contaba cada una de las casas era muy variable y su ocupación era multifamiliar. Las de la planta alta solían ser las mejores. Destinadas a las familias de la élite, contaban con acabados de lujo y comodidades; tenían servicios como cuartos de baño, pila de agua y drenaje. Les seguían en calidad los entresuelos, que también estaban bien avituallados, aunque con mayor modestia; eran para familias acomodadas.

En la planta baja estaban las covachas y accesorias para los pobres. Eran espacios muy reducidos, húmedos, poco ventilados y estaban expuestos al ruido, los malos olores que emanaban de la calle y el acoso de mendigos, ladrones y otro tipo de malhechores. Se inundaban periódicamente cuando subía el nivel de las aguas en la ciudad. Las familias que vivían en accesorias que daban a los patios interiores utilizaban estos como extensión de sus casas: allí trabajaban, cocinaban y criaban animales.

Como alrededor de un cuarenta por ciento de los inmuebles urbanos pertenecía a instituciones eclesiásticas, principalmente de conventos femeninos, que vivían de las rentas que producían, procuraban sacar el mejor provecho de sus edificios, así que sobreexplotaban cada inmueble y alquilaban todos sus espacios disponibles.

Vecindades, jacales y casas indígenas

Otro tipo de construcción era la vecindad, que incluía varias viviendas y cuartos para alquiler en un mismo edificio, además de que ofrecía espacios compartidos a los inquilinos, como lavaderos, cocinas y “lugares comunes” (sanitarios). Había vecindades de diversos tamaños, calidades constructivas y servicios; el monto de sus rentas estaba en función del tipo de vecindad y de la clase de vivienda o cuarto dentro de esta.

Una alternativa de vivienda más eran los jacales de los barrios indígenas, que formalmente estaban reservados a estos últimos, pero que también constituyeron una opción para españoles pobres y personas de raza mezclada. Se construían con adobes, pencas de maguey, varas, troncos de madera y morillos, palmas, juncos o piedras y, hacia mediados del siglo XIX, con ladrillos. Los techos eran planos y descansaban sobre vigas paralelas cubiertas de arcilla; el piso era de lodo apisonado.

El adobe se obtenía en el mismo sitio en el que se construían las casas. Su extracción dejaba grandes hoyos en el suelo, los cuales quedaban sin rellenar y se utilizaban como basureros. En el siglo XVIII estas oquedades formaban parte del paisaje de los barrios. Los patios incluían una cocina y un cuezcómatl o granero para almacenar el maíz. Manuel Payno se refiere a las “cocinas de humo” que se instalaban en un corral de varas secas de árbol, con un techo de yerbas. En dichas cocinas solía haber un pozo y una pileta de agua.

Algunas casas indígenas tenían un temazcal o baño de vapor que se usaba con fines higiénicos y medicinales, el cual compartían todos los miembros del complejo familiar. Este era un cuarto pequeño y bajo, techado con una bóveda, en cuyo interior cabían dos personas sentadas en esteras, mismas que ingresaban por una abertura lateral. Desde el interior se cerraba la puerta con piedras y en el exterior se encendía una fogata para calentar unas piedras al rojo vivo. Los bañistas vertían agua sobre sus piernas, lo que generaba vapor. Normalmente tomaban dos personas el baño para ayudarse. Al final se enjuagaban con agua fría.

La disposición de las casas indígenas con frecuencia obedecía al modelo prehispánico: varias construcciones, separadas una de otra, situadas alrededor de un patio. Las construcciones eran de planta rectangular, generalmente tenían un piso y contaban con un solo vano: la puerta, que daba al patio central, servía de acceso y para ventilar la habitación.

Este tipo de casas se adaptaba a las necesidades de una familia extensa, ya que cada uno de los edificios albergaba a un matrimonio con sus hijos y se compartía el resto de las áreas de la casa. El hecho de que la mayoría de las casas tuviera una parcela de tierra o una chinampa y que muchas contaran con una huerta y un corral con aves o cerdos, les daba un carácter semirrural y permitía aumentar el sustento de la familia. La propiedad se deslindaba con cercas de bejuco, reforzadas con árboles, arbustos y magueyes.

Las desventajas de estas viviendas eran sus precarias condiciones constructivas. Con frecuencia tenían techos y muros destruidos, se les filtraba el agua y, en muchos casos, no tenían puertas ni ventanas. También estaban lejos del centro de la ciudad y, por lo tanto, de las fuentes de trabajo. Por esta razón, dentro de la traza española también había jacales, semejantes a los de los barrios, pero construidos sobre terrenos más reducidos. A muchos indígenas les quedaba muy lejos su lugar de trabajo y, por lo tanto, preferían asentarse dentro de la traza, en algún terreno baldío o en un corral que les alquilaban. Por otro lado, había un número considerable de indígenas que venían de fuera y que probablemente no tenían acceso al suelo en los barrios.

 

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