Carta a F.

Lorenza Lozano Blanco

Primer lugar en la Categoría Preuniversitaria del 16º Concurso de Cuento Histórico de la Universidad Iberoamericana y la revista Relatos e Historias en México.

 

México, D.F., a 22 de noviembre de 1956.

 

Fidel, nadie te entiende. Nadie ha visto tus ojos pensativos, ni tus manos aguerridas pero tiernas. La gente solo ve la estrella roja, la barba descuidada y una expresión en la cara que no logran comprender. Para ellos, solo eres una imagen en blanco y negro, sin matices. A veces, te pareces al Cristo en la cruz: un hombre incomprendido al que la gente admira sin saber muy bien por qué.

Cuando dicen Fidel, ellos piensan Cuba. Jamás piensan México; piensan guerra, no piensan libertad. ¿Ves? Te lo dije. No los culpo, ellos no te conocen como yo te conozco, ni te aman como yo te amo. No se dan cuenta de que, a pesar de tener porte de dios, tú también eres extrañamente humano: lloras, ríes, amas, sufres, dudas. Eres un ídolo; adorarte los hace felices, pues sienten que son relevantes, que son parte de algo mayor, aunque en realidad no lo sean.

México es hermoso, ¿no es cierto? Es un bonito lugar para planear cómo cambiar al mundo. Inspira porque es una tierra que sufre, que vive dificultades día a día; su gente cada día se supera, por eso somos tan fuertes. Ahora comprendo por qué has venido aquí: a reflexionar, a planear, a inspirarte, a volverte mejor, para poder liberar a un pueblo oprimido por un tirano.

Me lo has dicho al oído antes de hacer el amor: un hombre sin mujer que lo ame no tiene a alguien que lo motive a cambiar el mundo, a volverlo un lugar mejor. Aquí, ahora, mi única revolución es tu cuerpo, me decías.

Vi desde la primera vez, y muchas veces después de esa, tus manos. Tus grandes manos hablaban con la elocuencia de un hombre que sabe su futuro o que está a punto de cambiarlo. A primera vista, no tenías pinta de abogado. Parecías más un guerrero. Y después me di cuenta de que sí lo eras. Usabas unos sencillos zapatos negros que parecía que hubieran dado la vuelta al mundo tres veces. Te daban un aire de misterio, de intriga y de carisma; recalcaban esa humildad tuya que tanto creía gustarme.

Desde el principio, yo sabía que después de ti nunca sería la misma.

Caminábamos juntos por las calles del centro, íbamos de aquí para allá incansablemente. Recorríamos los barrios abrazados uno del otro. Al lado de ti, todo tenía los colores más vivos. México se volvió, a mis ojos, la ciudad más hermosa del mundo, porque tú estuviste aquí y aquí me amaste sin reservas. Las callejuelas más feas ahora me provocan una triste sonrisa porque tú y yo caminamos por ellas alguna vez. Ahora, lugares como el café La Habana, la cantina La Ópera y La Casa del Pavo, donde me presentaste a ese amigo tuyo, el argentino barbudo como tú pero siempre sonriente, y donde inventaste tu famosa torta cubana, me traen recuerdos agridulces, pues eran los lugares que frecuentábamos juntos después de esas largas caminatas y porque sé que siempre me recordarán a ti.

Te escribo esto porque mañana te irás de regreso a Cuba. Hoy será la última noche que me tendrás entre tus brazos; después, ya no más. Esta será la noche en que podré besarte hasta hartarme por última vez. Esta noche será la última en que podremos amarnos como solo tú y yo sabemos. Sé que mañana partirás a Veracruz y de ahí tomarás un barco de regreso a tu isla maravillosa.

Me duele dejarte ir, pero entiendo que es por una causa mayor. Siento una necesidad enorme de decirte cuánto te amo porque, a partir de mañana, no podré decírtelo más. Es cierto, quisiera ir contigo, pero sé que esta es una lucha que debes enfrentar solo. Cada hombre forja su propia historia, y esta es la tuya. Ha sido para mí un honor que decidieras compartir un capítulo de tu historia conmigo, pero sé que esto no puede seguir. Algo muy dentro de mí me dice que debemos separarnos, que debemos emprender caminos distintos. Con esto en mente quisiera dirigirte unas pocas líneas más.

Después de todo esto, y de un largo tiempo pensando y recordando, me he dado cuenta de que tienes complejo de dios griego. Eres un gigante, la gente se rinde ante ti, pero actúas de manera errante, como un humano cualquiera. Así que tal vez no te parezcas tanto a Cristo, sino más bien a Ares. A aquel Ares que cae por una mujer ordinaria y que por orgullo no la ama como amaría a una diosa; así que no me amaste sin reservas. Eres el olímpico que se larga a resolver asuntos de guerra sin previo aviso y sin despedirse, como ha pasado ya tantas veces, ¿te acuerdas? Sí, lo sé: tú que me pensaste rendida a tus pies por amor, ahora ves que te enfrentas a una mujer bien parada.

Nadie se atreve a decirte verdades crudas, por miedo, por ceguera o por ser presas de esa idolatría tuya. Pero yo sí me atrevo. Te voy a decir las cosas derechas, porque te amo y porque sé que estoy a punto de dejar de hacerlo. Tienes un orgullo del tamaño del mundo que será el fondo de todos tus fracasos y derrotas. Por más visionario, por más grande que creas ser, tienes destino de héroe clásico porque te crees dios, pero olvidas que tus pies están inevitablemente pegados al piso por acción de una fuerza más poderosa que la tuya. La soberbia encubierta, la humildad falsa, es tu talón de Aquiles, y te llevará a la ruina.

Eventualmente, sé que caerás por fuerza de hubris, la palabra griega para la arrogancia mortal, la que tienen los efímeros que desafían a los dioses. He caído en cuenta de todas estas cosas gracias al contraste entre los momentos de compañía y los de abandono despiadado, en los que desaparecías por días, a veces por semanas, y me dejabas paralizada de angustia, preguntándome si estarías vivo o muerto. Tu amor es como veneno: desgarra, duele, y mata. Lo peor de todo es que me he vuelto adicta a ti. He decidido dejarte antes de que tú me dejes a mí, por orgullo, y para que me duela menos; para que siempre me recuerdes y me cuentes como la mujer que te dejó a la deriva, aun siendo tú el héroe de la historia. La misma mujer a la que dejaste sola tantas veces, ahora te regresa el favor.

Por esto y más, sé que no te dolerá irte (aunque espero que te duela un poco), pues lo has hecho ya tantas veces que se te ha vuelto un hábito. Mañana empezará una expedición rutinaria más, una expedición en la que ganarás batallas, pero al final perderás los duelos más importantes. Así que vete, vete con tus Barbudos de la Sierra. Realiza tu sueño revolucionario, pero solo recuerda que, en todas las revoluciones de la historia, el libertador se acaba volviendo igual que el tirano al que derrocó.

Sin más, hasta nunca, y ¡hasta la victoria siempre!