¿Aplaudimos, mi general?

El encuentro entre Obregón y el escritor Valle-Inclán

Ricardo Lugo Viñas

Se dice que acudían juntos al teatro o a los toros y que de pronto Valle-Inclán le preguntaba: “¿Aplaudimos, mi general?”. “Aplaudimos”, contestaba el sonorense. Entonces conjuntaban sus únicas y complementarias manos y las chocaban repetida y sonoramente, al tiempo que reían a mandíbula batiente.

 

Un pleitista poeta

24 de julio de 1899. Fiel a su condición de nocharniego, el novel poeta gallego Ramón del Valle-Inclán (1866-1936) sale de su casa para reunirse con un grupo de corifeos y amigos contertulios en el Café de la Montaña, en la plaza la Puerta del Sol, en Madrid. Barbudo, de temperamento tozudo y leguleyo, Ramón estaba acostumbrado a llevar la voz cantante y a tener siempre la razón.

Por aquellos días solía alardear en los cafés y las calles madrileñas inventándose cargos para sí mismo: afirmaba, por ejemplo, ser general del ejército mexicano. Y es que, en sus mocedades, en 1892, había estado en nuestro país como parte de su experimentación vital y literaria.

Así pues, aquella noche de tertulia Ramón se enfrascó en una absurda discusión con el periodista Manuel Bueno. Como además de apasionado era de mecha corta, a mitad del debate estrelló una botella contra la mesa y, engallado, se fue contra Bueno. Éste, defendiéndose, blandió su bastón y le propinó un golpe en el brazo izquierdo, produciéndole una notable herida que, dos meses después, se infectó a tal grado que fue necesario amputarle buena parte del brazo.

Granadazo villista

3 de junio de 1915. Al romper el alba, el general Álvaro Obregón y su Estado Mayor recorren a caballo las surcadas planicies leonesas que separan su Cuartel General, en la Estación Trinidad, de la Hacienda Santa Ana del Conde, donde se encontraba el frente de batalla. El enemigo por vencer: Pancho Villa y sus huestes.

En punto de las 7 a.m. Obregón subió al torreón de la finca y divisó las tropas enemigas. Dos horas después, una columna de artillería villista se aproximó hacia la hacienda con la firme intención de comenzar la ofensiva. Obregón y sus hombres salieron de la hacienda para parapetarse en las trincheras del frente. Pero poco antes de llegar los alcanzó la súbita exposición de una granada villista.

Tras el estruendo, Obregón notó que le dolía el brazo derecho y lo levantó hasta los ojos: entre la polvareda y el sudor que le nublaba la mirada comprobó que había perdido la mano y parte del antebrazo. El dolor, entonces, se tornó intolerable. Quiso acabar con él disparándose en la sien con su pistola, pero ésta no tenía tiro en la recámara.

Finalmente, le ligaron el muñón con una venda y lo trasladaron al Cuartel General para brindarle auxilio. Así, se convirtió en el Manco de Celaya.

Encuentro a dos manos

1921, septiembre. Obregón, en calidad de presidente, invitó a México al genio y celebrado Ramón del Valle-Inclán, con motivo de las fiestas del Centenario de la Independencia. Se conocieron en Palacio Nacional en un atropellado encuentro: Obregón se quitó primero el sombrero y Ramón extendió primero la mano.

“Tenemos técnicas distintas –apuntó Obregón–. Lo importante es que las manos se estrechen, antes o después, pero que se estrechen”.

Obregón le obsequió su mamotreto Ocho mil kilómetros en campaña y se hicieron buenos amigos. Se dice que acudían juntos al teatro o a los toros y que de pronto Valle-Inclán le preguntaba: “¿Aplaudimos, mi general?”. “Aplaudimos”, contestaba el sonorense. Entonces conjuntaban sus únicas y complementarias manos y las chocaban repetida y sonoramente, al tiempo que reían a mandíbula batiente.

 

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