Antiguo Colegio de San Ildefonso

La vieja sede de la Escuela Nacional Preparatoria
Guadalupe Lozada León

Cuando en 1534 San Ignacio de Loyola fundó la Compañía de Jesús como un dique a la expansión del protestantismo en los reinos de Europa y sus colonias en ultramar, asentó entre sus objetivos la educación de la juventud. Fue así que, con ese mismo afán de ocuparse de los hijos de los españoles que habían amasado su fortuna en la Nueva España, los jesuitas obtuvieron del rey Felipe II la autorización para establecerse en estas tierras, adonde llegaron el 28 de septiembre de 1572.

 

Desde un principio se dedicaron a buscar benefactores que les ayudaran a llevar a buen fin su misión educadora y sus afanes tuvieron buena acogida, pues en el mismo año de su arribo inauguraron el Colegio de San Pedro y San Pablo en la esquina de las actuales calles de Regina y San Ildefonso, en el Centro Histórico capitalino, el cual abrió sus puertas el 12 de diciembre gracias a las donaciones de Alonso de Villaseca, el hombre más acaudalado de la época y que mucho ayudó a la labor jesuita.

 

A partir de ese momento, los miembros de la Compañía ganaron fuerza y en sólo veinte años establecieron nueve colegios, dos seminarios, dos internados para indígenas, tres residencias, una casa profesa y un noviciado. Tal era el entusiasmo que les provocaba este avance en su obra educativa que, en su carta anual de 1595, informaban respecto al Colegio de San Ildefonso, abierto en 1588: “Críanse en él gran parte de la juventud más noble de México y de partes bien remotas, que por mar y tierra envían aquí a sus hijos los que desean verlos bien instruidos en virtud y en letras. Han pasado este año más de cien colegiales y, aunque al presente no llegan a ese número, han quedado los más escogidos y de más esperanzas”.

 

Sin embargo, no todo fue prosperidad. Cuarenta años después de fundado, el Colegio de San Pedro y San Pablo se encontraba en ruinas, por lo que se decidió su anexión al de San Ildefonso. Así, se obtuvo el permiso de la Compañía y del patronato real para la nueva institución que con el nombre del Real y Más Antiguo Colegio de San Pedro, San Pablo y San Ildefonso, quedó constituido por cédula real de Felipe III el 29 de mayo de 1612. Sin embargo, a pesar de la fusión, el Colegio de San Pedro y San Pablo volvió a funcionar de forma autónoma. De hecho, para mediados del siglo XVII se distinguían claramente el Real Colegio de San Ildefonso y el Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo.

 

Gracias a que la Compañía de Jesús había ganado una buena reputación merced a tener bajo su cuidado a los hijos de los españoles más acaudalados, su fama fue en aumento, no sólo por el prestigio que comenzaban a tener los egresados de sus colegios, sino porque procuraron la asistencia a los enfermos, presos y trabajadores. De igual modo, se dedicaban a la catequesis de negros e indios.

 

Esplendor arquitectónico

 

A principios del siglo XVIII, el número de estudiantes de San Ildefonso que vivían ahí en calidad de internos había crecido considerablemente, por lo que resultó necesario ampliar el edificio. Fue así que en 1740 el Real Colegio contaba ya con una de las mejores construcciones de la ciudad, que es la que sobrevive hasta la fecha.

 

En cuanto a su arquitectura, la exescuela jesuita ostenta una espectacular fachada barroca de 136 metros de largo sobre la calle de San Ildefonso. En sus muros de tezontle se distribuyen ventanas de diferentes tamaños y formas enmarcadas con cantera gris moldurada. La portada principal corresponde al Patio Chico. En sus tres cuerpos sobresalen molduras y decoraciones lineales en cornisas y pilastras pareadas.

 

Sobre la puerta, dentro de un nicho, destaca la escultura de la Virgen del Rosario, primera patrona del Colegio Chico que, en sus inicios, estaba dedicado a los estudiantes de gramática y filosofía. En el cuerpo superior, de gran barroquismo, las columnas estriadas encierran una magnífica talla de San José con el Niño en brazos. La capa del santo, desplegada por los ángeles, cobija a los religiosos postrados a sus pies, mientras el Padre Eterno preside la escena.

 

La Escuela Nacional Preparatoria

 

Los últimos días del imperio de Maximiliano trajeron de nuevo la ruina al antiguo recinto: el general Leonardo Márquez entró a la capital sembrando terror y solicitó a diestra y siniestra préstamos forzosos, de los que no se salvaron las cajas de San Ildefonso. Ante tal situación, los alumnos y maestros tuvieron que huir. Sólo volvieron a reunirse, convocados por Justo Sierra –destacado pasante de Jurisprudencia–, el 19 de julio de 1867 para celebrar la entrada triunfal de Benito Juárez, quien, en unión con Lerdo de Tejada, admirado y recordado rector, recibió una calurosa felicitación de quienes reconocían su defensa de la República.

 

El presidente Juárez, con el objetivo de que los alumnos de San Ildefonso no perdieran el año escolar, reabrió el Colegio y nombró rector al licenciado Antonio Tagle. Después, el 2 de diciembre de 1867 se expidió la legislación que creó la Escuela Nacional Preparatoria, que se establecería en este recinto, y luego don Gabino Barreda, nombrado director del plantel, se dio a la tarea de organizar los nuevos cursos. De esta manera, San Ildefonso continuó su tarea educativa.

 

Arte y reliquias

 

Dado que los requerimientos de este nuevo centro de enseñanza aumentaban, a principios del siglo XX se consideró la necesidad de edificar un anexo en la calle Justo Sierra. Sin embargo, por los problemas que trajo consigo la Revolución mexicana, fue hasta 1929, una vez lograda la autonomía universitaria, que dicho espacio llegó a buen fin; entonces alojó a la rectoría universitaria y algunas otras dependencias de la misma institución, como el Anfiteatro Simón Bolívar.

 

Antes de que concluyeran las obras del lado sur, los muros del antiguo Colegio de San Ildefonso adquirieron una nueva vida gracias a la obra plasmada por los grandes muralistas mexicanos, a quienes José Vasconcelos les abrió las puertas de la inmortalidad desde la rectoría universitaria, que él presidió entre 1920 y 1921. Ahí quedaron para la historia los frescos extraordinarios de José Clemente Orozco, quien comprendió a cabalidad el ideal con el que el rector impulsaba la pintura mural: forjar una nueva identidad mexicana tras la Revolución. Por su parte, Diego Rivera engalanó el proscenio del Anfiteatro Simón Bolívar con el espléndido mural La Creación, en donde aparecen, representando a diversas figuras, mujeres célebres de la época como Nahui Olin y Lupe Marín.

 

Lo que está más allá de toda ponderación es la sillería que preside el enorme salón Generalito, llamado así para distinguirlo del Salón General de la Real y Pontificia Universidad de México, de más jerarquía. Procedente del antiguo convento de San Agustín, ese impresionante conjunto representa, mediante magníficas tallas, escenas del Antiguo Testamento.

 

Nace un museo

 

Si a inicios del siglo XX el edificio resultaba insuficiente, más lo fue en la época en que esta ciudad comenzó a adquirir dimensiones descomunales. Así, en 1978 los estudiantes abandonaron por completo las aulas y las autoridades universitarias decidieron que San Ildefonso sería la sede de la Filmoteca de la UNAM y de buen número de oficinas que dañaron las espléndidas instalaciones coloniales. Fue hasta 1992 que, mediante la acción conjunta de la UNAM, el gobierno del Distrito Federal y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, se devolvió a esta joya arquitectónica su esplendor original y fue convertido en museo.

 

 

Esta publicación es sólo un resumen del artículo “Antiguo Colegio de San Ildefonso” de la autora Guadalupe Lozada León, que se publicó íntegramente en la edición de Relatos e Historias en México, núm. 98.

 

 

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