En vida el enorme Juan Rulfo, acaso el escritor más valorado de la narrativa mexicana del siglo pasado, no escapó de dicho tormento propio de la supervivencia y la vida literaria y practicó toda suerte de oficios, algunos de ellos –se podría decir– los menos literarios del mundo. En un principio, sus obras –que hoy se venden como el pan caliente– carecieron de fama y fortuna. Su libro de cuentos lo regalaba de mano en mano, entre amigos y familiares, y su novela fue unánimemente mal recibida por la crítica mexicana. Ambos, pues, resultaron verdaderos fracasos comerciales.
En México, todavía hoy, contadísimos escritores logran vivir exclusivamente del estipendio de su obra. La mayoría dedican parte de su ingenio al prodigio de otras actividades derivadas del mundo de la palabra: escribir para publicaciones periódicas, corregir manuscritos, redactar toda suerte de textos, impartir clases, dar conferencias… Otros, los más duchos, acechan cual voraces bucaneros los mares de las becas y los premios literarios.
En vida el enorme Juan Rulfo, acaso el escritor más valorado de la narrativa mexicana del siglo pasado, no escapó de dicho tormento propio de la supervivencia y la vida literaria y practicó toda suerte de oficios, algunos de ellos –se podría decir– los menos literarios del mundo. En un principio, sus obras –que hoy se venden como el pan caliente– carecieron de fama y fortuna. Su libro de cuentos lo regalaba de mano en mano, entre amigos y familiares, y su novela fue unánimemente mal recibida por la crítica mexicana. Ambos, pues, resultaron verdaderos fracasos comerciales.
Hasta el final de su vida Rulfo, venerado por escritores como el alemán Günter Grass, el japonés Kenzaburō Ōe o el colombiano Gabriel García Márquez, se consideró a sí mismo, con cierta ironía, un mero escritor aficionado. “He sido otras cosas –comentaba–, alpinista, fotógrafo, recaudador de rentas, tutor…”.
Al llegar a la Ciudad de México (en 1935) Rulfo racionó su tiempo entre el estudio y el trabajo. Acudía de “oyente” a la Facultad de Filosofía y Letras y consiguió un empleo como agente de migración en la Secretaría de Gobernación. Su misión era perseguir extranjeros indocumentados. “[en diez años] nunca capturé a ninguno”, comentaba con orgullo. En aquellas enclaustradas oficinas de Gobernación Rulfo comenzó a “borronear” su primigenia y destruida novela de la que solo conocemos el fragmento intitulado “Un pedazo de noche”.
Tiempo después, Rulfo consiguió otro trabajo: agente viajero. Iba y venía por distintos pueblos de la República Mexicana, algunos terregosos y enfantasmados, vendiendo llantas Goodrich Euzkadi y relojes Steelco. Paradójicamente (o quizás no), de esta ocupación emanaron algunos de sus más señeros cuentos contenidos en su libro El llano en llamas. Como “Luvina”, que probablemente surgió luego de pernoctar en la iglesia de uno de aquellos espectrales y abandonados pueblos.
En 1953 obtuvo la beca de la Fundación Rockefeller, lo que le permitió concluir su novela Pedro Páramo. Luego pasó algunos años de penurias económicas hasta que fue contratado (en 1963) en el Instituto Nacional Indigenista (INI). En esa institución trabajó como editor y buen burócrata hasta el día de su muerte, siempre atento a los aumentos, canastas navideñas y aguinaldos.
Se dice que solía llegar tarde a la oficina, con una naranjada azucarada para combatir la cruda, y que pasaba buena parte de su tiempo jugando dominó con los amigos. Hasta que uno de sus jefes le recriminó por el escándalo de las fichas y la alharaca. Entonces Rulfo construyó un dominó de cartón y siguió la gozadera. ¿Quién se atrevería a molestar a quien para entonces ya era el maestro Juan Rulfo y a quien hasta el señor presidente le llamaba el día de su cumpleaños para felicitarlo?
En cierta ocasión, Rulfo pidió permiso a su jefe para ausentarse por varios días del trabajo. Le iban a entregar el Premio Princesa de Asturias en España, ni más ni menos. Pero su jefe, bisoño y correcto, le negó el permiso: “Señor Rulfo, usted acaba de tomar vacaciones”. Rulfo, que jamás se quejaba de nada, regresó a su escritorio sin chistar. Al día siguiente el teléfono del jefe de Rulfo sonó, enérgico. Le llamaban de la oficina de la presidencia de la República para reprenderlo. ¡En qué cabeza cabía negarle un permiso así a Juan Rulfo!
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