La persona que nació y fue bautizada con el nombre de Andrés Ambrosio de Llanos y Valdés, con el tiempo creció, se educó y decidió no multiplicarse para abrazar la vida religiosa. Ejerció su vocación hasta que fue electo obispo de Linares en el Nuevo Reino de León. Y así como cualquier otro ser humano, un buen día se murió, y es aquí que empieza su historia, justo en…
la hora de su muerte
Su fallecimiento ocurrió “a las nueve y tres cuartos de la mañana” del 19 de diciembre de 1799 en Santillana, colonia del Nuevo Santander (hoy Abasolo, Tamaulipas). Esta villa en aquellos días contaba con cerca de quinientos habitantes: ¿quién de ellos precisó la hora de su muerte? Imposible saberlo.
su último suspiro
Quienes sí estuvieron presentes en 1799 para dar fe de la muerte del obispo fueron Ignacio, Nicolás y Clemente Elizondo, un juez cuyo nombre no quedó consignado y el bachiller Francisco María Chamorro, pro-secretario de Cámara y sobrino del obispo, quien mandó una carta el 19 de diciembre de ese año a Vivero, en la que expresó con pesar la muerte de su “muy amado amo”.
En aquel tiempo la vida solía constatarse mediante la presencia de la respiración; una costumbre antigua que en muchas ocasiones llevó a colocar un frasquito de vidrio en los orificios nasales para atrapar el último suspiro. Cuando la Gaceta de México refirió que don Clemente de Elizondo, capellán del obispo, “recogió sus últimos suspiros en la villa de Santillana”, acaso no hayan pretendido poetizar su muerte con una metáfora, sino que se ajustaran literalmente a la realidad y que dicho frasco haya parado hasta...
el lugar de su temporal entierro
Antes del mediodía del miércoles 19 de diciembre, el cuerpo del obispo fue llevado de la villa de Santillana a la de los Cinco Señores del Nuevo Santander (hoy Jiménez, Tamaulipas), y mientras el cuerpo inerte recorría los veinte kilómetros que separaban a una población de otra, la casa donde sería expuesto el cadáver era arreglada para recibirlo.
Con dos manzanas de extensión, era la residencia más grande y mejor de la villa de Santander; estaba rodeada con muros de “calicanto” y poseía torreones en sus esquinas, pero lo más importante es que contaba con un oratorio de dimensiones suficientes para velar el cuerpo del difunto. Levantada en 1756 por el fundador de la colonia del Nuevo Santander, conde José de Escandón y Helguera, la poseía por herencia su hijo, el segundo conde de Sierra Gorda, teniente coronel Manuel Ignacio de Escandón y Llera, gobernador del Nuevo Santander en esos momentos. Hoy se ocupa como museo.
La presencia del cuerpo del obispo en la capilla de esa casa indignó a más de un vecino, pues corrían voces que el conde era hombre disoluto por su entrega al placer de la carne, siendo su última conquista Dominga Flores Guerrero, de veintidós años, quien estuvo presente cuando el cadáver llegó a la casa mortuoria.
Ahí permaneció el difunto hasta el domingo 22. Luego fue llevado a la parroquia de los Cinco Señores para recibir los oficios sepulcrales del cura Francisco de las Heras. Al término, el cuerpo del obispo fue enterrado “en una magnífica bóveda que se fabricó al lado del evangelio en el presbiterio”. Muerto lejos de la sede episcopal, quedaron pendientes los funerales que le correspondían a su dignidad.
ya estaba seco y sin mal olor
Al cabo de cinco años, el cura de Santander Francisco de las Heras consideró que ya se cumplían las condiciones necesarias para trasladar el cuerpo del obispo a la catedral de Nuestra Señora de Monterrey, capital del Nuevo Reino de León, por lo que avisó a Vivero que los restos mortales podían “ya caminar sin riesgo de desbaratarse”. El 4 de febrero de 1805 se notificó al deán y cabildo catedralicio que ya se podía cumplir con la última voluntad del obispo. Cinco días más tarde, el cabildo determinó “conducir desde la iglesia parroquial de Santander” a la catedral de Monterrey el cadáver del obispo para sepultarlo en ella.
Con la certificación de depósito y la llave del ataúd entre sus manos, el bachiller José Antonio Gutiérrez de Lara emprendió el largo camino a Santander. Partió el 16 de febrero cargado de cera, faroles y bayeta negra de Castilla, luego de contratar algunos mozos y cocheros que lo llevarían de Monterey a Linares. Para bastimentos y asistencia personal, recibió trescientos pesos…
A Linares llegó el 17 de febrero, día en que pagó la hechura de un ataúd y compró dos arrobas de algodón para evitar el maltrato del cadáver. Fue allí donde alquiló un coche para llevar al difunto y contrató tres cocheros. Para el 20 de febrero, el bachiller ya se encontraba en el cerro de Santiago; ahí aprovechó para comprar un peso de plátanos y repartirlos con su grupo.
Al emprender nuevamente su marcha, realizó un inexplicable rodeo, pues en vez de encaminarse directamente a la villa de Santander, se dirigió a un rancho llamado San Nicolás, donde compró zacate para las bestias, contrató un potrero para “velar las mulas” y pasó la noche. Finalmente, entraba a Santander el 24 de febrero. Ahí siguió comprando piezas para adornar el ataúd que, por cierto, le quedó grande al obispo, por lo que fue recortado por el carpintero del lugar.
Al día siguiente, el juez de Santander extendió el pliego que certificaba la exhumación del cuerpo y la identidad del cadáver que, al parecer, se llevó a cabo el 1 de marzo, día en que colocaron el cuerpo del obispo en un ataúd nuevo porque el anterior ya estaba podrido. Enseguida se ofrecieron dos misas y vigilias cantadas. Al término de éstas, el ataúd se “acomodó en un coche con cuatro faroles”, iniciando…
el traslado del difunto obispo
A las cuatro de la tarde del 6 de marzo, la población de Guadalupe recibió el cuerpo del obispo y lo condujo en procesión hasta su iglesia, ya dispuesta con una mesa y seis blandones de plata que iluminaban con igual número de luces el espacio religioso.
Durante la noche velaron y vigilaron los naturales del pueblo de Guadalupe y durante el día los clérigos ofrecieron misas cantadas y se mantuvieron en vigilia entre el 6 y el 12 de marzo; los primeros recibieron cuatro libras de chocolate y un peso de pan, a los segundosse les proporcionó pan, carne y otros comestibles. Acaso la oración era más desgastante que la velación.
En tanto, a una legua de distancia, el cabildo de Monterrey acordaba el día de la entrada del cuerpo, las exequias y el entierro. El 12 de marzo, los comisionados llevaron un ataúd de madera fina, buenas cerraduras, forro de damasco morado, equipada de galón de oro, tal sería el último reposo del cuerpo. A las seis de la tarde de ese día salió en procesión de la iglesia a las afueras del pueblo de Guadalupe.
la catedral de Monterrey
La última procesión estuvo compuesta por cuatro batidores (soldados guías), seguidos del coche del comisionado; luego el carro del difunto obispo custodiado por la Compañía de Dragones del valle de San Pedro, y al final continuaban los coches de los cuatro capellanes y los cantores. En los extremos del camino y haciendo valla, muchísimas personas de a pie y a caballo. La noche comenzaba a ser iluminada por las innumerables luces.
A la entrada de la ciudad de Monterrey esperaban el deán y cabildo, el gobernador Simón de Herrera Leiva, el Colegio Seminario, la comunidad de San Francisco, “la nobleza y la plebe” que aparecían en las calles por puertas, ventanas, balcones y azoteas. El cortejo fúnebre se convirtió en una espectacular manifestación de poder donde los estamentos sociales rindieron su tributo final.
Fue llevado a la sala capitular, donde colocaron el ataúd “sobre una gran mesa cubierta de un hermoso tapiz de terciopelo carmesí, seis blandocillos de plata y luces de cera del peso de una libra y cirios de seis libras”. Ardieron día y noche en las cuatro jornadas que estuvo expuesto el cuerpo. Ahí lo entregaron al cabildo que, reconociendo ser el obispo, ordenó cerrar el ataúd nuevamente.
El día 13 celebraron misa en los cuatro altares, el 14 hizo lo mismo el cura del Sagrario, el 15 lo hizo el padre guardián fray Miguel de Reyna y en la tarde se realizó una segunda procesión haciéndose cinco posas.
Al regresar a la catedral, el ataúd se colocó “sobre el último cuerpo de los cinco de que se componía la vistosa y bien adornada Pira, puesta en la nave principal, en el cuarto de Mitra sobre una almohada de terciopelo carmesí, guarnecida de galón de oro, en el segundo de ellos y su circunferencia ardían a más de 24 cirios y muchas luces de diferentes tamaños” que, distribuidos “en la más ordenada simetría, formaban una majestuosa y agradable perspectiva”.
Los rituales mortuorios concluyeron el 16 de marzo con una misa y oraciones. Luego bajaron el ataúd de la pira y fue conducido por cuatro capitulares a la sacristía, lugar donde se tenía preparado… su sepulcro.
Este sólo es un fragmento del artículo "Andanzas de un difunto que fue Obispo y hoy polvo es" del autor Enrique Tovar Esquivel, que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México número 103.