Hidalgo sabía que se acercaba su hora, pero lo que no sabía era lo que había hecho Abasolo ante la muerte.
Es el 27 de julio de 1811. Después de un vasto juicio militar, Miguel Hidalgo se encuentra en su celda y ve llegar al fraile José María Rojas, con los implementos del escribano. Detrás de él viene Francisco Fernández Valentín, eclesiástico de la catedral de Chihuahua. Vienen a degradarlo como sacerdote, para que se cumpla la sentencia a muerte dictada por el fuero militar. Hidalgo sabía ya que desde el 26 de junio, Allende, Aldama y Jiménez, habían sido ejecutados. Sabía también que se acercaba su hora, pero lo que no sabía, lo que no podía saber, era lo que había hecho Abasolo ante la muerte.
La esposa de Abasolo hacía considerables esfuerzos en la capital del virreinato para salvarle la vida. Tal vez no lo hubiera logrado sin la ayuda de quien trataba de ayudar. La declaración de Abasolo resultó la más copiosa. En ella delataba a todos y a todo. Negaba conocimiento alguno sobre la conspiración de Querétaro; negaba ayuda alguna y se declaraba engañado por el sargento José Antonio Martínez y negaba haberle entregado armas a Hidalgo. Se decía forzado a actuar en contra de la corona española y pedía el indulto decretado por las cortes el 15 de octubre de 1810.
Entre sus delaciones, entre sus engaños, sus miedos y las interminables horas de su esposa en la corte del virreinato, logró salvar su vida.
Viajaba deportado a España, en compañía de su esposa, cuando todas las cabezas de los jefes insurgentes se pudrían en la Alhóndiga de Granaditas.
No lo sabemos, tal vez todo es un infundio y Abasolo se comportó tan bien como los demás ante la muerte. Pero los papeles del proceso siguen ahí, hablándole desde hace muchos años.
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