La comunidad alemana donó en 1927 el monumento a Beethoven que se encuentra en la Alameda Central de Ciudad de México. Está inspirado en el mito de la lucha de Jacob con el ángel.
Cuando uno se detiene en el lindero oriente de la Alameda Central, en Ciudad de México, se encuentra con un robusto y pétreo pedestal que sostiene una escultura alegórica formada por una figura alada que lucha contra otra que parece terrenal. De la escultura, inspirada en el mito de la lucha de Jacob con el ángel, una nota periodística del acto inaugural en 1927 publicó: “el genio alado significa la ‘redención’ y la otra figura, arrodillada, simboliza el sufrimiento del alma humana, que pugna por salir del abismo y se aferra al ángel que lo llevará a las alturas”. Sobre el dado frontal del pedestal yace una máscara mortuoria, y abajo, inscrito en relumbrantes letras, el nombre de aquel al que perteneció ese rostro solidificado en bronce: BEETHOVEN.
A partir de la década de los setenta e imitando un modelo universal nacido en la Alemania nazi, se implementó en México una forma de enseñanza musical básica que imponía la flauta dulce como instrumento escolar por antonomasia. En el repertorio se encontraba El himno a la alegría, melodía que por su sencillez –solo se necesitan cinco notas para interpretarla– se utilizaba como parte del entrenamiento iniciático de los neófitos pupilos. Aquella en apariencia inofensiva pieza, en realidad forma parte del tema principal del cuarto movimiento de la portentosa Novena sinfonía, también llamada Coral, del compositor Ludwig van Beethoven, estrenada en Viena en 1824. Esta representa la cumbre de su carrera como músico y es considerada una de las sinfonías más innovadoras y extraordinarias de la historia de la música.
Inicialmente Beethoven compuso el célebre tema de este cuarto movimiento –cuyo fragmento aún se interpreta en las aulas de muchas escuelas mexicanas de educación básica– como un lied para voz y piano que tituló Seufzer eines Ungeliebten- Gegenliebe. Lo hizo a partir de un poema que habla sobre un amor no correspondido, del poeta Gottfried August Bürger. Después lo tomó como tema principal para su Fantasía coral y finalmente lo retomó para componer el coro de su celebérrima Novena sinfonía, ahora con versos del poema titulado An die Freude, del poeta Friedrich Schiller. En esta se cantan los deseos de paz, hermandad, prosperidad y libertad de la época.
El coro de esta melodía, que a diario se reproduce cientos de veces en plataformas como Spotify o iTunes, fue tomado en 1972 por el entonces Consejo Europeo como himno identitario y desde 1985 se convirtió en el himno oficial de la Unión Europea, en un arreglo del director austriaco Herbert von Karajan. Además, ha estado presente en momentos simbólicos de la humanidad; por ejemplo, un mes después de la caída del Muro de Berlín fue interpretada por músicos de varias partes del mundo bajo la dirección de Leonard Bernstein. En dicho concierto la palabra freude (alegría), del poema original de Schiller que se canta en el coro, fue sustituida por freiheit (libertad).
En nuestro país, la Novena sinfonía fue estrenada como parte de los festejos por los centenarios de inicio y consumación de nuestra independencia. Primero bajo la tutela y dirección de Carlos J. Meneses con la Orquesta del Conservatorio Nacional, quienes se presentaron en el Teatro Arbeu en 1910. Años después, “el consejo de la liga de ciudadanos alemanes en México organizó el Día Alemán el 17 de septiembre de 1921. Se realizaron diversos actos que, por supuesto, incluían la interpretación de algunas piezas de Beethoven [entre ellas la Novena] a cargo de la Orquesta Sinfónica Nacional, bajo la batuta de Julián Carrillo”, según lo refiere la historiadora Verónica Zárate.
Además, el médico y melómano de origen alemán Gustav Pagenstecher, “a nombre de la colonia alemana, hizo entrega del título de donación al pueblo de México de un monumento ‘al genial compositor Beethoven’”, detalle que agradeció el entonces presidente Álvaro Obregón, como también lo documenta Zárate. Sin embargo, fue hasta 1927 que dicho monumento se materializó –diseñado por el artista Theodor von Gosen– y es el que actualmente se alza en el ala oriente de la Alameda Central en Ciudad de México.
La música de Beethoven llegó a México subrepticiamente a principios del siglo XIX, como música doméstica. Ya en 1826 un anuncio en el periódico El Sol publicita la venta de “una numerosa y excelente colección de oberturas, sinfonías, entreactos y otras varias piezas de los autores más afamados como Rossini, Bethoven [sic], Kérubini”. Dichas partituras eran consumidas por la élite mexicana que gustaba de amenizar las reuniones domésticas con música de piano y voz. Antes, en 1822, el organista y compositor michoacano José Mariano Elízaga –músico de Agustín de Iturbide– reflexionaba en su libro Elementos de música sobre la necesidad de que los compositores mexicanos lograran “ponerse al lado de los Mózares y los Betóvenes”.
Sin embargo, según lo refiere el investigador Fernando Serrano Arias, será hasta el Segundo Imperio en la década de 1860 cuando la música de Beethoven comienza a interpretarse más allá del ámbito doméstico: “el diario La Sociedad anunció ese año [1865] un concierto de ‘música austriaca’, donde se tocó la obertura Fidelio para banda militar”. El concierto fue dirigido por Joseph Rudolph Sawerthal, que había venido a México acompañando a Maximiliano y era jefe de música de la Corte y de la Banda Austriaca-Mexicana.
En diciembre de 1870, la Sociedad Filarmónica Mexicana organizó varios ciclos de conciertos bajo la conducción de Melesio Morales con motivo del primer centenario del sordo de Bonn. A uno de ellos asistió el presidente Juárez y Margarita Maza, su esposa. Pero acaso el gran promotor de la música de Beethoven fue Julián Carrillo, que durante la segunda década del siglo XX sería “el primer director mexicano en hacer que una orquesta nacional interpretara un tour de force”, según expone Serrano Arias, con un repertorio exclusivamente beethoveniano.
En occidente, el genio europeo instauró o materializó la idea del músico como un gran artista, liberándolo –por así decirlo– del yugo o dependencia que hasta entonces mantenía con la corte o la aristocracia. Por él es que hoy escuchamos la música de concierto en silencio, con los oídos abiertos y con cierta devoción.
Su funeral en 1827 fue como el que se le daría actualmente a cualquier figura máxima de la música universal: multitudinario, costoso, espectacular. Se podría decir que en México –y en gran parte del mundo– Beethoven continúa siendo, a 250 años de su nacimiento (16 de diciembre de 1770), una figura pública, mítica, extremosa; un artista de renombre. Calles, plazas, mercados, escuelas, estaciones de transporte público o parques llevan su nombre, y con él, un recuerdo siempre presente de su monumental, libertaria, humana y fascinante música.
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