“Viene como los relámpagos de agosto, pendejeando por el sur”. Este dicho del refranero rural guanajuatense del siglo XX sirvió de hilo conductor al escritor Jorge Ibargüengoitia para crear su primera novela de carácter histórico: Los relámpagos de agosto, publicada en 1964 y con la cual contribuyó a cascar, desde el humor, el discurso oficial que había encumbrado a la Revolución mexicana a la categoría de mito nacional.
Eran los años en que dicho proceso histórico, y su uso y abuso por parte de la clase política priista para legitimar su ejercicio del poder, se cuestionaba cada vez más. Faltaba poco tiempo para que se empezara a hablar de una “revolución interrumpida” o de si ya había pasado a mejor vida, aunque desde 1947 Daniel Cosío Villegas, en su polémico artículo “La crisis de México”, la había declarado in articulo mortis. En ese ensayo, que armó un “escándalo tremendo” y lo posicionó como una voz crítica –aunque solitaria– en la tribuna intelectual, el economista e historiador soltó dardos como este: “las metas de la Revolución se han agotado, al grado de que el término mismo de revolución carece ya de sentido. Y, como de costumbre, todos los grupos políticos continúan obrando guiados por los fines más inmediatos, sin que a ninguno parezca importarle el destino final del país”. O como este: “todos los hombres de la Revolución mexicana, sin exceptuar a ninguno, han resultado inferiores a las exigencias de ella; y si, como puede sostenerse, éstas eran bien modestas, legítimamente ha de concluirse que el país ha sido incapaz de dar en toda una generación nueva un gobernante de gran estatura, de los que merecen pasar a la historia”.
Los sesenta eran los años, también, en que Ibargüengoitia (nacido en Guanajuato en 1928) estaba a punto de cambiar radicalmente el rumbo de su trayectoria literaria, pues dejaría atrás el mundo de la dramaturgia que tanto le apasionaba, pero que también le había provocado duras desilusiones, para adentrarse de lleno en la narrativa y agarrarse de la mano con la novela para nunca más soltarse.
Para entonces, el escritor ya había trabajado en una pieza de temática histórica que logró cierto éxito: El atentado (1963), una obra de teatro que alude al asesinato del general Álvaro Obregón en 1928 –recién reelecto presidente– y que inaugura el universo donde se desarrollará también Los relámpagos de agosto. Pese a que obtuvo el prestigioso Premio Casa de las Américas (de Cuba) en su categoría, El atentado no se pudo estrenar en México sino hasta 1975, pues se consideró “irrespetuosa para la memoria de varias figuras de nuestra historia”. Cuantimás porque el propio autor había echado leña al fuego de la sensibilidad revolucionaria al advertir al inicio: “si alguna semejanza hay entre esta obra y algún hecho de nuestra historia, no se trata de un accidente, sino de una vergüenza nacional”.
Tal tono irreverente lo extendió a Los relámpagos de agosto, que derivó justamente de la investigación hecha para El atentado, durante la cual tuvo que leer “un chorro de basura”, pues, desde su perspectiva, la mayoría de la literatura acerca de la Revolución era “espantosa”. Entre esa literatura estaban las memorias de generales revolucionarios, género que parodia en la novela; por ejemplo, Ocho mil kilómetros en campaña de Álvaro Obregón, La tragedia de Cuernavaca en 1927 y mi escapatoria célebre de Francisco J. Santamaría y Los gobiernos de Obregón, Calles y regímenes “peleles” derivados del callismo de Juan Gualberto Amaya.
Esta última obra fue la principal inspiración, pues el nombre del protagonista de Los relámpagos, general José Guadalupe Arroyo, lleva las mismas iniciales que aquel autor. El general duranguense Amaya había sido maderista, luego constitucionalista en las tropas de Venustiano Carranza, y más tarde suscribió el Plan de Agua Prieta (1920) contra este último. Afiliado al grupo sonorense que se encumbró en la presidencia del país, resultó electo gobernador de su estado natal para el periodo 1928-1932; sin embargo, en 1929 se unió a la rebelión militar de José Gonzalo Escobar contra “el César” Plutarco Elías Calles y en desconocimiento del gobierno “títere” de Emilio Portes Gil. Con la revuelta rápidamente derrotada, Amaya tuvo que salir del país y se refugió en Estados Unidos.
Después de regresar a México, en la década de 1940 Amaya publicó aquel relato autobiográfico en torno a Obregón y al callismo, en el cual aborda la tercera etapa (1920-1935) de una serie que comenzó en el maderismo (1910-1913) y siguió con el constitucionalismo (1913-1920). Esa obra, al parecer impresa por el propio autor, empieza con una tierna dedicatoria: "A mi estimada esposa y leal compañera señora GUILLERMINA IFFERT DE AMAYA que con tanta abnegación ha sabido compartir a mi lado las visicitudes [sic] de mi accidentada vida en toda clase de alternativas./ Para ella, que sin la más leve sombra de reproche, ha tenido en todas las circunstancias la entereza necesaria para afrontar las duras pruebas a que en más de una vez me ha sujetado el infortunio, cuando mis ideas se han erguido y sublevado contra el abuso y el poder de los dictadores y tiranos".
Ibargüengoitia no desaprovechó la oportunidad de parodiar tal dedicatoria e inició su novela, en la voz del ficticio general Arroyo, de la siguiente forma: “A Matilde, mi compañera de tantos años, espejo de mujer mexicana, que supo sobrellevar con la sonrisa en los labios el cáliz amargo que significa ser la esposa de un hombre íntegro”. Aparte, la trama la ubicó entre la muerte del presidente electo Marcos González (símil de Obregón), quien había llamado a Arroyo para que se desempeñara como su secretario particular; la “Revolución del 29” (la rebelión escobarista) contra el general Vidal Sánchez (Calles) y el mandatario interino Eulalio Pérez H. (Portes Gil), y las campañas presidenciales en las que destacaba el candidato oficial, Juan Valdivia (inspirado en Pascual Ortiz Rubio), en vísperas de la creación del Partido Único (Partido Nacional Revolucionario).
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