Los frailes ante quienes Hernán Cortés se arrodilló

A cinco siglos del periplo de los “doce apóstoles” a la Nueva España

Ricardo Lugo Viñas

Por la tarde del 18 de junio de 1524, un escoltado grupo de doce frailes de la Primera Orden de San Francisco, procedentes de Castilla, entraron a pie en la antigua y legendaria ciudad de Tenochtitlan, que ya se comenzaba a conocer como la Nueva España. Lo hicieron por la puerta principal de la metrópoli: la amplia calzada Iztapalapa, esa por la que “podían ir ocho de a caballo a la par” y la misma en la que se conocieron Hernán Cortés y el huey tlatoani Moctezuma en noviembre de 1519.

El aspecto de aquellos religiosos a todos asombró, particularmente a los indígenas, pues, aunque eran españoles, no se parecían en nada a los muchos europeos que para entonces habían desfilado por estas tierras. Estos forasteros tenían un aire de pobreza y contrición incomparable; sus ropas –una especie de largo y arcaico albornoz– eran planas, confeccionadas en tosco y pardo sayal; no iban montados a caballo, sino a pie y aparentemente descalzos; llevaban la cabeza tonsurada y un tosco cordón de lana, atado a la cintura, parecía ser su único bien o pertenencia. Además, su andar pausado acentuaba un halo de misterio en torno a sus figuras.

Los doce hermanos religiosos, observantes, procedentes de la provincia de San Gabriel, en Extremadura –al mando del ermitaño y guadalupano fray Martín de Valencia–, arribaron a las costas de Veracruz el 13 de mayo de 1524, tras un largo y vertiginoso viaje trasatlántico que había iniciado a principios de ese año en el puerto de Cádiz.

Cuando Cortés supo del desembarco de los franciscanos en tierras mexicanas, envió de inmediato una comitiva para que los escoltaran en todo momento en su camino hacia la Nueva España. Los frailes realizaron la travesía a pie, y la mayoría de los cronistas coincide en que iban descalzos. Les llevó poco más de un mes recorrer los más de cuatrocientos kilómetros que separan a la antigua capital mexica del puerto de San Juan de Ulúa, en Veracruz.

Aunque para ese momento el camino Veracruz-México ya comenzaba a ser frecuentado por los españoles, el peregrinaje resultó terrible para los frailes. Días calurosos y noches frías, espesas montañas, caminos arriscados y empolvados… Uno de ellos, fray Toribio de Benavente (Motolinia) –que pronto destacó en aquel grupo y años más tarde escribiría su Historia de los indios de la Nueva España–, contaba que “en sólo nueve kilómetros tuvimos que vadear veinticinco arroyos”, el clima era muy fatigoso, los mosquitos no les otorgaban ni un día de tregua y constantemente se tenían que cuidar de serpientes e insectos belicosos. Pero los frailes no renunciaron, tenían una misión muy clara y continuaron con su periplo.

De acuerdo con Bernal Díaz del Castillo, en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, además de la embajada que Cortés dispuso para acompañar y cuidar la avanzada de los hermanos franciscanos, también ordenó a todos los pueblos, tanto de españoles como de indios, que por donde los padres pasaran “les barriesen los caminos” y “les saliesen a recibir y repicasen las campanas […], les hiciesen mucho acato, y que los naturales llevasen candelas de cera encendidas, y con las cruces que hubiese”.

Habría que conjeturar el número de campanas y cruces que para entonces podrían existir en el intrincado y despoblado camino por donde anduvieron los frailes, que iniciaba en Veracruz, continuaba por Xalapa, luego Tlaxcala, Iztapalapa, y finalmente llegaba a la Ciudad de México. Sin embargo, parece que Cortés se esforzó por que los religiosos contaran con lo necesario para su trayecto. Trayecto que, por cierto, Cortés conocía muy bien, pues –con sus respectivos desvíos– lo había andado en múltiples ocasiones, aunque a caballo y calzado.

A su paso, los frailes no sólo levantaban polvo en los caminos, sino que también despertaban la curiosidad y el desconcierto de los diversos grupos indígenas con los que se encontraban, que se apiñaban para verlos pasar. ¿Quiénes eran esos seres trashumantes, indescifrables, extravagantes, desarrapados, de raídas y extrañas prendas, trasquilados, que iban por los caminos descalzos (quizás llevaban sandalias modestas, que de tan modestas ni siquiera se veían), sin ninguna pertenencia, pero fuertemente custodiados por un piquete de soldados e indios principales al servicio del todopoderoso conquistador Cortés?

Por su parte, los frailes se asombraban de las pobladas ciudades por las que pasaban; imaginaban que con esas miles de almas prístinas y naturales fundarían una nueva Iglesia universal basada en los principios fundamentales del cristianismo; se maravillaban con las ferias y los alborozos en los mercados, y se ofuscaban ante la cantidad de templos paganos que encontraban por el camino. Y a la menor provocación –en concordancia con su misión evangelizadora– predicaban (en español, claro está), ante la incomprensión total de los indios.

¿A qué venían estos insólitos hombres? Todos se lo preguntaban. El fraile Agustín de Vetancourt, en su Teatro mexicano, años más tarde narró cómo ante la imposibilidad de entendimiento a causa de la diferencia de lenguas, los frailes bendecían a su paso a los indígenas y con “señas les mostraban el cielo [el cielo mexica sacralizado desde hacía miles de años por Quetzalcóatl, y más tarde por Huitzilopochtli], dándoles a entender que venían para encaminarlos a la gloria” de un Dios verdadero.

Cortés se arrodilla
Siguiendo al investigador Christian Duverger, Hernán Cortés era un “esteta del poder”, por lo que no desaprovechó la oportunidad de organizar una teatral ceremonia para la recepción de aquellos “doce apóstoles”, que venían a completar su empresa de conquista, mediante la evangelización y conversión de indios al cristianismo –base sin la cual sería imposible implementar la cultura española- occidental entre la población indígena–, pero también a concederle la unción divina que a su cargo (otorgado por el rey Carlos V en 1522) de capitán general, adelantado y justicia mayor de Nueva España le faltaba: la venia del papa. Así lo quiso interpretar Cortés. Esos “doce apóstoles” eran vicarios de su santidad y de Cristo mismo.

De modo que, aquella tarde de junio de 1524, el capitán general reunió a toda la ciudad en la desembocadura de la calzada Iztapalapa y ahí, con el Templo Mayor de Tenochtitlan de fondo (que aún no era derruido por completo), dio la bienvenida oficial a los hermanos de la orden fundada en 1208 por Francisco de Asís. Todos los hombres importantes y dignatarios de la Nueva España se hallaban presentes en el acto, desde luego presididos por Cortés. Los capitanes portaron sus mejores vestimentas y montaron sus más briosos caballos.

La nobleza indígena también fue convocada. En primer plano: el derrotado huey tlatoani Cuauhtémoc –quien para entonces ya se encontraba inválido, a causa del tormento al que fue sometido en octubre de 1521 y del que jamás se recuperó–, seguido de Tetlepanquetzal, adivino y antiguo señor de Tlacopan; también estaban varios indios caciques, así como el otrora senescal del último emperador mexica: el cihuacóatl Tlacotzin, bautizado como Juan Velázquez, que en ese momento era gobernador de la ciudad de indios cuya capital se asentaba en Tlatelolco.

Por otro lado, se encontraban los tres hermanos de orden que habían llegado a Nueva España meses antes, en agosto de 1523 –allanándoles el camino a los “doce apóstoles”–, procedentes de Flandes y enviados directamente por el rey Carlos V: Juan de Tecto, Juan de Aora y Pedro de Gante (hermano lego y tío del emperador), que venían acompañando a los doce franciscanos desde Texcoco, donde vivían. Además, otros dos religiosos estaban presentes: el soldado, fraile mercedario y confesor de Cortés, Bartolomé de Olmedo –primer religioso en celebrar una misa en Tenochtitlan–, y el clérigo Gerónimo de Aguilar, a quien Cortés había rescatado de entre los mayas y que fungió como uno de sus más cercanos intérpretes.

En fin, toda la naciente y reconstruida ciudad se había apersonado para acoger a aquellos religiosos que, famélicos y un poco amarillos a causa del complicado trayecto, arribaban al corazón de la ciudad capital del Anáhuac.

El momento exacto del encuentro resulta fascinante. Así lo narra un testigo ocular, Bernal Díaz del Castillo: “[Al verlos llegar] Cortés se apeó del caballo, y todos nosotros juntamente con él. Y ya que nos encontramos con los reverendos religiosos, el primero que se arrodilló delante de Fray Martín de Valencia y le fue a besar las manos fue Cortés”. Luego de ello, el capitán –que se había retirado de la cabeza, en señal de respeto, la gorra negra que solía usar– hizo lo mismo con los once religiosos restantes. Imitando a Cortés, los ahí presentes hicieron lo propio ante los frailes. “Y así hicimos todos –continúa Díaz del Castillo–, los capitanes y soldados que ahí íbamos, y el Guatémuz [Cuauhtémoc] y los señores de México”.

Luego del recibimiento, Cortés pronunció un sentido discurso en el que dejaba claro –cuando menos para él– el hecho de que a partir de ese momento les otorgaba a aquellos padres mendicantes franciscanos toda la autoridad religiosa de la Nueva España. De acuerdo con fray Agustín de Vetancourt, en dicho discurso el capitán general de la Nueva España les explicó a españoles e indígenas –con la consabida traducción simultánea de Malintzin–: “Aunque yo estoy en nombre del emperador, gobierno los cuerpos; pero estos padres vienen en nombre de la cabeza de la Iglesia, que gobierna las almas con autoridad del mismo Dios”. Y luego de ello, decretó: “Todo lo que los padres mandaren obedeceréis, y yo he de ser el primero que los obedezca”. Sobra decir que, desde luego, muy pocos los obedecieron.

Para conocer más de esta historia, adquiere nuestro número 193 de octubre de 2024, impreso o digital, disponible en la tienda virtual, donde también puedes suscribirte.