En el año 711 los ejércitos islámicos formados por soldados bereberes y una pequeña dirigencia árabe invadieron la península ibérica y acabaron con el reino visigodo; al igual que aconteció en Mesoamérica 800 años después, un puñado de hombres dominó sobre enormes poblaciones y, a la larga, impuso en ellas su lengua y su religión. A raíz de la invasión musulmana, muchos cristianos huyeron a las montañas de Asturias, cuya capital, Oviedo, comenzó a ser llamada la ciudad de los obispos; sin embargo, la gran mayoría de los habitantes de la península y de sus dirigentes religiosos no quiso abandonar sus hogares y se quedó en los territorios ocupados, que desde entonces se conocieron como al-Ándalus.
El islam respetaba a judíos y cristianos, la “gente del Libro” (la Biblia), e incluso no propició las conversiones, pues con ello se perdían los impuestos que debían pagar los no musulmanes. Con todo, la mayoría de los hispano-latinos, que eran campesinos mal cristianizados, se convirtieron al islam, con todas las ventajas que ello traía consigo. Sin embargo, un pequeño sector urbano, los mozárabes, se mantuvo fiel al cristianismo; entre ellos había monjes, monjas, obispos, artesanos, comerciantes y una nobleza latino-visigoda que a menudo fue mantenida como parte de las autoridades civiles y religiosas de esa minoría.
Al igual que la comunidad judía asentada cerca de sus sinagogas, los mozárabes vivían en barrios alrededor de sus templos y monasterios. A pesar de su aparente segregación, judíos y cristianos convivían amistosamente con los musulmanes e incluso algunos de ellos fueron nombrados como administradores y ministros por los dirigentes árabes. En Córdoba, la capital del emirato, los monasterios cristianos que producían vino eran a menudo visitados por musulmanes para consumir dicha bebida, prohibida explícitamente para los creyentes en Alá.
Un mundo islámico multicultural
Aunque judíos y cristianos en al-Ándalus hablaban fluidamente el árabe, entre ambas comunidades había profundas diferencias en cuanto a su integración al mundo islámico. Con una larga tradición autonómica como minoría, los hebreos se mantuvieron más marginados que los cristianos, aunque su situación mejoró enormemente bajo los musulmanes frente a la dureza con que eran tratados en el reino visigodo por la intolerancia de sus obispos. Entre los mozárabes, en cambio, muy pronto comenzaron a diferenciarse aquellos que se asimilaron a las costumbres del mundo árabe frente a quienes optaron por el aislamiento. Entre los primeros comenzaron incluso a darse matrimonios mixtos y, tanto en la vestimenta como en las prácticas de la vida cotidiana, cristianos y musulmanes no se diferenciaban.
El multiculturalismo del mundo islámico, y la fluidez con que se movían ideas y personas a lo largo de las rutas comerciales desde Hispania hasta China, permitían además que los mozárabes de la península ibérica entraran en contacto con las diversas denominaciones cristianas presentes en Egipto, Siria, Irak y Persia. La convivencia entre monofisitas, nestorianos, jacobitas, maniqueos y arrianos, con sus propias versiones sobre la naturaleza de Cristo, y su continua interacción con musulmanes y judíos, habían generado en el norte de África y el Cercano Oriente espacios de tolerancia y respeto a las diferentes creencias.
Tales contactos propiciaron, desde finales del siglo VIII, el surgimiento de posiciones poco ortodoxas en el cristianismo mozárabe, como la del obispo Elipando de Toledo. Este prelado predicó el adopcionismo, una versión teológica que consideraba que Cristo, como hombre, era un hijo “adoptivo” de Dios, con lo cual se hacía una separación tajante entre su naturaleza divina y la humana. Tal herejía, muy cercana al antiguo nestorianismo e incluso al arrianismo, permitía un diálogo más abierto con el monoteísmo islámico, que consideraba a Cristo como un gran profeta, pero no como una persona divina de la Trinidad.
La condena al adopcionismo no se dejó esperar tanto dentro como fuera del emirato. Desde el reino asturiano, el monje Beato de Liébana, autor de un comentario al Apocalipsis, llamó a Elipando “testículo del Diablo” y en el año 839 un concilio reunido en Córdoba, al que asistieron ocho obispos mozárabes, condenó el adopcionismo y otras herejías, además de crear un ambiente propicio para la intolerancia hacia los asimilados. Para los mozárabes más extremistas, tales desviaciones demostraban los peligros que traía consigo la intensa convivencia con los musulmanes y los herejes cristianos orientales.
El martirio como salvación
Entre estos últimos sectores radicales fue que a mediados del siglo IX prendió la predicación de Eulogio, un sacerdote cercano al monasterio de Tábanos y predicador en varias iglesias de Córdoba. En un viaje por los reinos cristianos de Navarra y Aragón, Eulogio había conocido muchos textos de la cultura cristiana latina y el comentario al Apocalipsis de Beato de Liébana, en el cual Córdoba era vista como la Gran Prostituta del Apocalipsis. A su regreso a la capital del emirato, sus sermones comenzaron a tener como tema central el inminente fin del mundo y asociaron a Mahoma con el precursor del Anticristo.
Muy pronto, Eulogio organizó reuniones entre sus seguidores y convenció a algunos de que entregarse al martirio era la mejor manera de lograr la salvación personal, así como de propiciar la inmimente llegada de Cristo y la destrucción de los seguidores de Satán. La ley islámica prohibía a los cristianos hacer proselitismo y predicar en público, y castigaba con la pena de muerte a quien injuriara públicamente a Mahoma o a su religión. Los “exaltados” de Eulogio encontraron en tal prohibición el medio idóneo para su martirio, inmerso en el ambiente apocalíptico que se vivía en al-Ándalus.
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