Los aplausos que vinieron tras diluirse la dramática voz fueron tan estrujantes como la nostalgia que se esparció por el recinto. La audiencia reunida en el Carnegie Hall neoyorquino pudo esa noche de 1938 descubrir o reencontrarse con el que para muchos es el padre del blues: Robert Leroy Johnson.
Sin proponérselo, los espectadores quizá también imaginaron cómo se veían los largos dedos de Robert tocando de forma magistral por arriba y por abajo del mástil de aquella novedosa guitarra de seis cuerdas. Y digo imaginar porque el Rey del Delta Blues solo fluía por las vibraciones de un aparato reproductor de acetatos, pues había muerto unos meses antes después de luchar por varios días contra un presunto güisqui envenenado que ingirió.
Al momento de su muerte tenía veintisiete años, pero una vida errante cuyas experiencias quedaron regadas en los versos de sus deslumbrantes composiciones que lo perfilaban como la leyenda en la que después se convertiría, gracias al impulso de la boyante industria musical de la década de 1950. Con tan corta edad, nuestro afroamericano apenas se dio tiempo de grabar en cuartos de hotel de San Antonio, Texas, dos álbumes en 1936 y 1937, en una época en la que diversos productores y estudios seguían yendo, desbocados, a la caza de los bluesman del Misisipi, cuna de Robert y donde además trabajó desde niño en las plantaciones algodoneras que flanqueaban el delta del río, quizá ya no como esclavo, pero sí abrumado por la pobreza.
En un viaje al interior de estos álbumes, en las letras de sus más de treinta piezas grabadas –más algunas tomas registradas– invariablemente asoman las más lucidas reminiscencias de las raíces del blues cifradas a mediados del siglo XIX, antes de la Guerra de secesión, y fincadas en los campos de trabajo del sur estadounidense donde los esclavos contaban sus vivencias mundanas cantando, en una entrañable dinámica que a la vez evocaba a los griots africanos. Dicen además que la música del blues nació cuando se omitieron los tambores de la música de los esclavos africanos que poblaron Norteamérica y, a cambio, explotaron el banjo que mucho después reemplazó la guitarra. Robert, sin duda, dejó una profunda huella en el vórtice de todo ello.
Pero si apenas tuvo un paso fugaz como un reconocido hombre de blues, que fue solo conocido en los bares y garitas de su ciudad natal y un poco más allá de sus márgenes, o que sumó apenas una corta interpretación en la radio de los años treinta más alguna presentación en Chicago, ¿por qué su música se volvió especial y le otorgó al estatus de leyenda, a considerarlo uno de los creadores del blues moderno? Bob Dylan, B.B. King, Eric Clapton, Robert Plant de Led Zeppelin o Keith Richards de The Rolling Stones coinciden en que sus letras irreverentes, corrosivas, más su manera de tocar alcanzando incluso notas pianísticas y de contrabajo junto a las de guitarra, así como su slide de bajo boogie, influyeron en el estilo de ellos y otros rockeros y bluesistas de los sesenta, década en la que también se dio a conocer su primera recopilación –gracias a John Hammond, el mismo que lo llevó al Carnegie Hall en 1938–, que por supuesto fue un éxito en ventas.
Si definió o no el estilo actual del blues quizá no lo sabremos y los expertostampoco conciliarán sus opiniones al tratarlo como el padre del blues, pero lo que sí haremos es seguir apreciando Love in Vain, Terraplaine Blues, Crossroad Blues, entre varias piezas más, todas consideradas icónicas del género y un parteaguas en su larga historia.
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En busca del padre del blues Robert L. Johnson