Para 1903 el cine como espectáculo tiene un ligero desliz que, sin embargo, es aprovechado por el empresario galo Ernesto Pugibet, quien en mayo de ese año inicia las diligencias para poner, en el costado oriente de la Alameda de Ciudad de México, un cinematógrafo al aire libre al que pudiera asistir todo tipo de público, incluso de forma gratuita… o casi.
Sabido es que Pugibet era dueño de la fábrica de tabacos El Buen Tono, exitosa no solo por los demandados productos que tenía en el mercado, sino por los novedosos métodos publicitarios que empleaba para posicionarlos entre el público. Por esta razón es que conocía las bondades del cinematógrafo como negocio y estaba dispuesto a lucrar con él, aunque con ello alejaría a las audiencias de las salas de paga.
Desde luego que todo alrededor de las funciones gratuitas explotaba la imagen de El Buen Tono, pero también contribuyó notablemente a la difusión del cine. Es así como la función resultaba una convivencia en la que los asistentes participaban en concursos y obtenían regalos, para lo cual tenían que mostrar “cierta cantidad de cajetillas vacías de cigarrillos de las marcas El Buen Tono”, como los Charros o Héroe de la Paz (en alusión a Porfirio Díaz), por mencionar algunos.
La idea sería bien recibida por el público, la prensa e incluso la competencia, que más tarde logró abrir nuevas sedes con estas características, varias de ellas cercanas a la Alameda, aunque también en provincia. Moulinié, por ejemplo, cerró su sala y se asoció con don Ernesto en 1904, con la encomienda de ofrecer funciones gratuitas en distintas ciudades de provincia, en las cuales también hubiera canje de cajetillas. Asimismo, instaló pantallas al aire libre en algunas azoteas del centro capitalino, como en los barrios de Santa Isabel, Loreto, del Carmen, o la popular pantalla que se encontraba en el sitio donde más tarde se levantaría el Palacio de Bellas Artes. El cine encontraba así nuevas vías para su difusión que hasta hoy subsisten.
Marco Villa. Historiador.
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