En el mundo mesoamericano, el cacao era disfrutado principalmente por la nobleza, pues se solía servir en ceremonias muy importantes.
Es posible pensar que, en el siglo XVI, la introducción de géneros alimenticios oriundos de América en las Cortes europeas debió causar un sinfín de reacciones en torno a las nuevas rarezas que degustaban sus paladares. Uno de los productos que causó gran debate y extrañeza fue el cacao, esa especie de almendra gigante, puntiaguda y carnosa ampliamente apreciada por los nativos americanos, a partir de la cual se obtenía un “agua amarga y aromática” a través de la molienda del producto que resultaba ser energizante, medicinal e incluso divino.
Acerca de aquel líquido existen numerosas menciones en las fuentes castellanas de cronistas y religiosos de la época. Una de ellas, la Historia de los indios de la Nueva España escrita por fray Toribio Motolinia, en su capítulo XVIII precisa que el cultivo de la semilla de cacao se llevaba a cabo en los terrenos donde el suelo era más fértil, y que la misma cubría diariamente las necesidades de sustento entre los indígenas, siendo el chocolate –o xocolātl en lengua náhuatl– una “bebida de gran regalo entre los indios, quienes la toman de continuo”.
Fray Bernardino de Sahagún, en su Historia general de las cosas de la Nueva España, explica la elaboración de una bebida fría y espumosa, de sabor amargo, a partir de la molienda de cacao, maíz y agua. Sin embargo, especifica que únicamente los indios nobles podían disfrutar de la misma en todo momento, mientras que los macehuales solo podían beberlo durante ciertas ceremonias religiosas, ya que “si sin licencia lo bebían, costábales la vida”.
Prontamente, el cacao fue degustado por los propios conquistadores y religiosos españoles. Si bien el chocolate llegó al viejo continente recién iniciada la conquista, las posturas y teorías en torno a su consumo se prolongaron hasta bien entrado el siglo XVII. Tal como mencionó el geógrafo Johannes de Laet, aquel brebaje era “queridísimo por los habitantes de esta región [Mesoamérica] y tan estimado por ellos como repulsivo a los que no tienen constumbre de tomarlo”.
Para europeos como Girolamo Benzoni y Francisco Ximénez les resultaba una “bebida más apropiada de cerdos que de hombres” y como un alimento que “engorda notablemente […] y aun acarrea muchos daños”. En la Corte de Roma se le atribuyeron “una multitud de propiedades nocivas”, entre las que se contaba la de amarillar y picar los dientes de quienes la bebían. Incluso reconocidos médicos como el doctor Agustín Farfán, escritor de un importante tratado de medicina, lo consideró especialmente difícil de digerir entre quienes, como él, no estaban acostumbrados a tenerlo en su dieta.
Esta última opinión fue compartida por una serie de médicos ingleses pero rechazada en el ámbito médico de París, donde fue incluso recomendado el líquido del cacao para tratar “enfermedades tan graves como las venéreas y la tisis”. El chocolate tuvo una curiosa aceptación en el ámbito eclesiástico. Añade que varios religiosos, quienes a través de las expediciones se habían “adaptado” al Nuevo Mundo, como Pedro Mártir de Anglería y el padre José de Acosta, consideraban el chocolate como una “bebida digna de un rey”, “de ricos y nobles”, mientras que el dominico fray Bartolomé de las Casas lo consideró una bebida “muy sustanciosa, refrescante, agradable de sabor y no embriagante”.
Justamente, testimonio de las opiniones discrepantes en torno a su uso y consumo resulta ser un curioso tratado escrito por el cronista mayor de Indias Antonio de León Pinelo, a partir del cual es posible describir la postura religiosa respecto al consumo del chocolate en el horizonte del siglo XVII. Pero más allá de ello, su obra permite concretar la concepción y uso del chocolate en los conventos del virreinato de la Nueva España, donde tuvo un particular consumo entre la comunidad a partir de grandes redes comerciales que involucraban desde los grandes cultivos del fruto en Caracas, Guayaquil y el Soconusco, los cuales llegaban a la capital de la Nueva España a través del Consulado de Comerciantes de México, hasta los pequeños plantíos en algunas fincas propiedad del clero.
Cuestión moral y religiosa
Sobre Antonio de León Pinelo resulta escasísima la información disponible, por lo que es desconocida la fecha y lugar exacto de su nacimiento, pese a las distintas versiones que expresa la historiografía. A pesar del “desconocimiento” de su persona, son numerosas las obras de su autoría, siendo la Cvestión moral. Si el chocolate quebranta el ayuno eclesiástico una importante respuesta a los escritos del doctor Juan de Cárdenas, quien señaló que “bebiendo el chocolate se quebranta totalmente el ayuno” de los religiosos –lo cual era una falta grave en la vida espiritual de los conventos–, abordando las profusas implicaciones del fruto a partir de la popularización de su consumo en las sociedades europeas de principios del siglo XVII.
Es menester aclarar que dicha obra se publicó en 1636 en la imprenta de la viuda de Juan Gonzlez. Para entonces, el autor gozaba de cierta categoría en los reales aparatos de administración indiana, especialmente en el Consejo de Indias, donde fungió en 1624 como redactor de la recopilación de las Leyes de Indias. Como personaje favorecido por la Corte y el rey español, sus escritos y opiniones no pasaban desapercibidos, en tanto daban respuesta “desde su buen juicio” a una serie de situaciones concretas enmarcadas en su momento histórico.
Así, prontamente obtuvo por la Svma del privilegio del rey y del Santo Oficio la licencia y libertad para “imprimir y vender en estos Reynos” su libro intitulado Qvestion moral si el chocolate quebranta el ayuno eclesiástico, con lo cual esclarecía a su juicio muchos de los asuntos que se trataban en un contexto de interrogantes sobre el consumo del chocolate entre los europeos, pero específicamente en lo que concernía a la degustación de dicho producto entre la comunidad religiosa, la cual se preguntaba si su ingestión rompía con el ayuno obligado que mandaban las reglas y los votos.
A lo largo de su lectura es posible toparse con diversos autores a los que León Pinelo hace referencia y que consideraban el chocolate como algo que “forzosamente debía ser pecado, que se encuentra en las antípodas del rigor y el ascetismo que debía perseguir todo buen cristiano”. A ello, el autor concluyó con la garantía de que la ingesta de chocolate no resulta en pecado y no rompe con el ayuno, siempre y cuando se consumiera de manera líquida, y no sólida, lo cual constituye la concepción actual de un ayuno.
Los ayunos en los conventos debían de hacerse los días establecidos como fiestas de guardar por la Iglesia, así como por los días especiales dictados según la regla de la Orden. Eran vistos como un medio de comulgar con la presencia divina y alcanzar los estados elevados de pureza y perfección. Cabe decir que, en palabras de Alicia Bazarte Martínez escritas en su libro Desde el claustro de la higuera: objetos sacros y vida cotidiana en el Ex Convento Jerónimo de San Lorenzo, “el ayuno era también uno de los castigos que les eran impuestos a las religiosas por los superiores cuando incurrían en desobediencia o intrigaban algún precepto de la orden”. Una o dos veces por semana, la madre priora tenía derecho a dispensar del ayuno a las enfermas y a las monjas más ancianas. Si empleaba mal su autoridad podía ser castigada y absuelta del oficio. Por otra parte, quebrantar los ayunos teniendo salud y fuerzas sin pedir licencia se consideraba una falta gravísima.
Ahora bien, mientras que a nivel general se debatía en torno a su consumo, el chocolate sufrió una serie de transformaciones interesantes para el paladar dentro de las cocinas conventuales, sirviéndose como bebida caliente mezclada con elementos de origen europeo como la leche, el azúcar, la vainilla y el anís. Esto porque si bien hacia 1620 no se había llegado a una postura consensuada en torno a su utilización, las reglas conventuales originales no prohibían su consumo, ya que cuando habían sido dictadas varios siglos antes, dicho producto aún no se conocía. Así, las órdenes religiosas mantuvieron una constante preocupación por el abastecimiento de cacao e incluso llegaron a instalar sus propias plantaciones.
Por su parte, un hecho a tomar en cuenta es que la discrepancia acerca del consumo del chocolate en los conventos tampoco fue hegemónica, ya que mientras que las monjas carmelitas del convento de Santa Teresa de Ciudad de México hacían prometer a las novicias hacer voto de “no beber chocolate ni ser causa de que otra la beba”, las monjas jerónimas del convento de Santa Paula fueron empeñadas consumidoras del producto. Este hecho dependía de las reglas religiosas que seguía cada convento.
Las carmelitas descalzas mantenían una vida conventual austera, privándose de todo aquello que pudiera representar un relajamiento de la disciplina espiritual. Justamente, fueron ellas quienes encontraron en el consumo del chocolate un elemento de inducción a la gula y el desenfreno, y renunciar a él resultaba “la prueba más fehaciente del logro espiritual en la que el cuerpo resistía con amor y humildad la aflicción del hambre y la privación”. A diferencia de ello, las monjas jerónimas encontraron y construyeron un discurso diferente, en el cual el chocolate ayudaría a evitar situaciones en que durante los ayunos “podían sobrevenir repetidos y falsos arrobos más por la debilidad del cuerpo que por iluminación espiritual verdadera”, según escribe Asunción Lavrin en su libro Las esposas de Cristo. La vida conventual en la Nueva España.
El tratado de Pinelo parece establecer una especial relación con el convento de las jerónimas. Para la priora sor Dorotea Núñez de Santa Cruz, en 1640 era “buen visto que lo dicho del relator señor Antonio de León Pinelo y […] que todo lo dicho acompaña los principios de nuestra santa regla [...] En Cuaresma, el chocolate da el sustento necesario para mantenerse durante el ayuno”, como lo escribe Juan de Jesús María. Pero más allá de ello, el tratado de Pinelo favoreció con su postura la producción chocolatera del convento jerónimo en Ciudad de México. Justamente la importancia de ello radica en el uso y consumo del chocolate para el sostenimiento del propio convento.
Primeramente, podemos encontrar entre sus instalaciones un pequeño chocolatero, habitación dedicada a la molienda y preparación de bebidas y dulces con base de chocolate por parte de monjas y criadas versadas en la confitería. Este se encontraba en la planta alta y cerca del salón de enfermería y reposo, respondiendo así al manejo del chocolate como bebida medicinal y revitalizante. En dicho tenor, la arquitectura de estos recintos se acondicionaba para el cumplimiento de la regla, como es el caso del voto de clausura, pero también para las necesidades de la vida conventual y la manutención económica de las monjas.
Por su parte, tal como menciona Bazarte, “el sostenimiento de un convento requería de sumas fuertes de dinero, ya que se tenía que pagar la alimentación, el vestido y el calzado de las monjas; cubrir los salarios de las criadas, del padre capellán, del mayordomo, del médico, del boticario, del cirujano, del barbero y del administrador, entre otros; mantener los edites, solventar los gastos de celebración de misas y del culto, así como costear los pleitos y los litigios en los que constantemente estaban involucrados”.
Aunque es sabido que un convento se enriquecía con las dotes que cada novicia aportaba, la fabricación de chocolate en “pastillas redondas o cuadradas, o en cilindros enrollados”, y su posterior venta a las puertas del convento ayudaba también a la manutención de su población. Estos conventos establecían una relación de compra de grano o semillas para plantación, elaboración y consumo. La compra se realizaba en un principio a los comerciantes de la albóndiga de cacao, y a partir de su fabricación se dispensaba en bollerías y dulces de diversos géneros puestos a la venta en los portones del convento.
Por su parte, los frailes, capellanes y virreyes, es decir, sus benefactores y amistades, los recibían en calidad de regalo para agasajar sus paladares. En este tenor, incluso cualquier género de confitería se convertía en inspiración divina y eran, al tiempo, dedicadas a los santos o santas que veneraba la propia orden. Asimismo, en las fiestas públicas religiosas del centro de México se encargaban tinajas de chocolate, especialmente a las jerónimas y a las capuchinas, quienes lo dispensaban en el rumbo de Tlalpan y Coyoacán.
Tal fue la importancia del pequeño comercio chocolatero de los conventos que, durante las épocas de escasez, el ayuntamiento prohibía la venta callejera de cacao y chocolate para evitar su malgasto, quedando exentas de ello las órdenes que se mantenían de dicho producto. Cabe señalar que el comercio que surgía en las cocinas de los monasterios femeninos o de diversos talleres dedicados a tal fin no se encontraba regulado o legislado por la ley del virreinato, por lo que surge como una entidad sin oficialidad, pero tolerada en todos los ámbitos.
Dicho esto, el chocolate permite echar un vistazo desde la perspectiva de un producto de consumo a una parte de la vida monacal femenina, a la estructura de sus conventos y un elemento de la gastronomía de la Nueva España durante el segundo siglo de su fundación, y que además prevalece como un rico alimento en el presente.