A inicios de 1814 comenzó el declive militar de la gran fuerza insurgente que José María Morelos construyó en Nueva España. Ese año perdió a sus lugartenientes Mariano Matamoros y Hermenegildo Galeana, así como las plazas de Oaxaca y Acapulco que había conquistado con tanto esfuerzo. También, los diputados del Congreso de Anáhuac –al que Morelos reconocía como máxima autoridad– le quitaron el mando unificado del ejército rebelde.
Para 1815, el bando insurgente parecía un navío que se iba a pique. Los principales jefes operaban aislados: Manuel de Mier y Terán se hizo fuerte en la zona de Tehuacán (Puebla), Guadalupe Victoria operaba en Veracruz y Vicente Guerrero se mantenía firme en Tierra Caliente. Morelos permaneció junto al Congreso mientras velaba por su seguridad, ligando su suerte a la del cuerpo de gobierno.
En agosto se decidió trasladar el Congreso de Michoacán a Tehuacán, escoltado por Morelos. Esta localidad era bien defendida por Mier y Terán, y estaba más cerca de la costa del golfo de México, considerada clave en el plan estratégico planteado por los poderes insurgentes. Los preparativos del traslado iniciaron en agosto y a finales de septiembre salieron de Uruapan intentando, sin éxito, ocultar sus movimientos al virrey y general Félix Calleja.
En cuanto Calleja supo de la marcha de Morelos, dedujo que su destino era Tehuacán o algún punto cercano, por lo que tendió sus redes para interceptarlo en el camino. La persecución fue implacable; el virrey no pensaba dejar escapar al hombre que había osado enfrentarlo e incluso derrotarlo. Sus subalternos José Gabriel de Armijo, Eugenio Villasana y Manuel de la Concha le cortaron el camino.
El 5 de noviembre, Morelos fue alcanzado mientras dejaba Temacala, a pesar de que decidió proteger la huida al mando de quinientos hombres. Poco duró la resistencia: el desastre no se hizo esperar y en la desbandada el Generalísimo fue capturado. Sus días estaban contados. El 22 de diciembre de ese fatídico 1815 fue fusilado en San Cristóbal Ecatepec (hoy en Estado de México).
Mientras que en nuestro territorio se apagaba para siempre la vida del Generalísimo Morelos, en la vieja Europa se eclipsaba otra gran estrella del mundo militar: Napoleón Bonaparte, considerado por muchos si no el más grande, sí uno de los más grandes estrategas de la historia. Así, 1815 fue el año del ocaso de este personaje.
La última campaña del Gran Corso es conocida como la de los Cien Días; va del 20 de marzo de 1815, cuando Napoleón llega a París después de su exilio en la isla de Elba, hasta el 28 de junio siguiente, día en que se restaura por segunda vez a Luis XVIII como rey de Francia, tras la gran derrota de Napoleón en la batalla de Waterloo, el 18 de junio.
Al enterarse de la huida de Napoleón de su exilio y su ascenso al poder en Francia, las potencias europeas Reino Unido, Rusia, Austria y Prusia lo declararon fuera de la ley. La superioridad en hombres y recursos de sus enemigos obligó a Napoleón a pasar a la ofensiva, así que decidió atacar a las tropas aliadas en Bélgica antes de que pudieran concentrarse en una sola fuerza abrumadora.
En Waterloo, Bélgica, el ejército francés de Napoleón, con fuerzas cercanas a los 80 000 hombres, enfrentó a las tropas aliadas –principalmente británicas y prusianas– que contaban con efectivos cercanos a los 120 000 soldados, comandados por el británico Arthur Wellesley, duque de Wellington, y el mariscal prusiano Gebhard Leberecht von Blücher. A pesar de la inferioridad numérica, Napoleón contaba con la veteranía de sus hombres, su mortífera artillería, la fama invencible de su Guardia Imperial y su propio genio... pero no fueron suficientes.
Después de varias horas de un reñido combate, la Guardia Imperial retrocedía por primera vez en su historia y la batalla estaba perdida. Tras su victoria, los aliados se adentraron en Francia en busca de Napoleón. El 10 de julio de 1815 fue capturado y poco después exiliado a la isla de Santa Elena, ubicada en medio del Atlántico, donde moriría seis años después.
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