¿Cuál es la historia de la Torre Latinoamericana?

Ricardo Cruz García

 

1956: cuando la modernidad mexicana alcanzó el cielo

 

 

Seguros La Latino Americana

 

Para inicios del siglo XX, en lo que fuera el convento franciscano se habían erigido el templo Expiatorio Nacional de San Felipe de Jesús, el Hotel Guardiola y, en la esquina que nos ocupa, un edificio comercial con varios negocios, entre ellos una tienda de modas, así como oficinas.

 

Cuando aún no se vislumbraba el huracán revolucionario, el 30 de abril de 1906 nació la Compañía de Seguros La Latino Americana, con el respaldo de reconocidos miembros de élite financiera porfiriana, entre ellos el gobernador del Distrito Federal, Guillermo de Landa y Escandón; el distinguido abogado Pablo Macedo; Julio Limantour, hermano del secretario de Hacienda, de nombre José Yves; el empresario minero y también antiguo ministro hacendario José de Landero y Cos; así como los hermanos Tomás y Óscar Braniff. Este último fungiría como el primer director de la nueva institución que ofrecía seguros de vida.

 

Aunque la compañía surgió con un fondo inicial de 5 000 pesos, cuatro años después aumentó su capital a 500 000, en buena parte gracias a la expansión de su clientela y de sus actividades. Sin embargo, en esos días la revolución maderista se asomaría en el escenario histórico y al poco tiempo la aseguradora vería afectadas sus operaciones y sus ganancias.

 

Pasados los vientos de guerra, en 1930 La Latino Americana volvió a pensar en grande. Para entonces la esquina de la ahora denominada Madero con San Juan de Letrán lucía un edificio art déco, el cual en septiembre de ese año fue adquirido por la compañía. Más tarde, con la expansión de los negocios de la aseguradora, se proyectó levantar allí un “paquidermo” de concreto y acero de 27 pisos, pero pronto el plan cambió con miras a rasgar el cielo.

 

El sueño comenzó en 1948. El año anterior se había demolido el viejo edificio y ahora se pensaba en construir el más alto rascacielos de México y Latinoamérica. Para entonces, el consejo consultivo de la empresa estaba integrado por algunos descendientes de sus fundadores, como Miguel S. Macedo y José A. Escandón, además de Ricardo de Irezábal y Teodoro Amerlinck. Ellos coincidieron en modificar el proyecto original y convocaron al ingeniero Adolfo Zeevaert como director de obra y al arquitecto Augusto H. Álvarez como encargado del diseño, aparte de integrar a Eduardo Espinoza y Alfonso González, y como consultores a Leonardo Zeevaert (estructura) y Nathan M. Newmark (proyecto antisísmico).

 

Eran tiempos en que la modernidad urbana se veía como el motor del mundo y representaba la máxima aspiración para muchos países. México era gobernado por Miguel Alemán (1946-1952), mientras que en la capital mandaba su primo Fernando Casas Alemán. En esos años la “región más transparente” empezó a transformarse radicalmente con grandes vías para automóviles como Anillo Periférico y Viaducto, y con espacios arquitectónicos como el conjunto habitacional Nonoalco-Tlatelolco o Ciudad Universitaria.

 

“Pasos en el cielo”

 

El sol cruza las viguetas y rebota en los cientos de remaches. Luces, destellos y sombras se fusionan con el crucigrama de acero a más de cien metros de altura. Arriesgando el físico, agarrándose con uñas, dientes y sus pies en temblorina, los fotógrafos Faustino Mayo y Nacho López habían subido por una escalera marina hasta el piso 32, el último de la Latino en ese momento, donde “solo con alargar el brazo podía acariciarse a aquella nube”. La vista desde las alturas valía el vértigo, pues había que retratar al rascacielos que no solo ponía a México un paso más cerca de la modernidad, sino que era un símbolo de ella.

 

Ese fotorreportaje apareció en la revista Mañana del 27 de octubre de 1951 bajo el título “Pasos en el cielo”, junto con un texto del periodista Carlos Argüelles. A pesar de que apenas se estaba armando, la torre ya impresionaba por su magnificencia. En la cima, el viento cruzaba ferozmente la estructura de hierro y Ciudad de México se veía como “de juguetería”.

 

Mayo y López estuvieron más de dos horas entre aquel “esqueleto del progreso”, hasta que se les terminó la película fotográfica. Mientras tanto, entre el asfalto y la banqueta de San Juan de Letrán, varios transeúntes miraban, unos con curiosidad, otros con morbo y algunos más con ansiedad, hacia el cielo a pesar del sol radiante, con tal de ver a aquellos intrépidos artistas de la luz o a los trabajadores que caminaban tranquilamente por viguetas entre las cuales apenas cabía un pie.

 

Considerados más osados que los famosos hombres mosca, para muchos “mirones” la arriesgada labor de esos “peatones celestiales” era “algo que espantaba”. Al descender, los fotógrafos confesaron que había sido una experiencia que no deseaban repetir nunca. Sin embargo, los constructores todavía estarían allí hasta 1956.

 

En 1954 en ese sitio también se filmó Dos mundos y un amor, de Alfredo B. Crevenna. Protagonizada por el galán Pedro Armendáriz como el arquitecto Ricardo Anaya, en uno de sus pocos papeles de hombre urbano, y la actriz de origen polaco Irasema Dilián como su mujer Silvia, la película retrata la capital de medio siglo con la Latino como uno de sus orgullos, al grado que la dama hornea un pastel con una inconfundible torre de cartón como remate para celebrar el nuevo trabajo de su pareja en una moderna y espectacular construcción en el centro de la ciudad. El filme incluye interesantes escenas de las obras y se ha dicho que a Armendáriz le daba pavor y hasta le agarró la temblorina en las rodillas cuando rodó en las alturas en medio de andamios, columnas y viguetas.

 

Lo que sí es que este tipo de situaciones eran parte del clima de la época, en el que la modernidad urbana, anclada al progreso y al desarrollo industrial, representaba un ideal a seguir tanto para el gobierno mexicano como para una parte significativa de la sociedad. Al estar influida de manera determinante por la tendencia arquitectónica estadounidense de construcción de rascacielos y en especial por el Empire State neoyorquino, la Latino pronto se volvió emblema de aquellas aspiraciones.

 

La capital “deja atrás el provincianismo” o “donde antes vivían los aztecas se levanta hoy una metrópoli moderna”, eran el tipo de frases a las que acudían numerosos diarios y revistas de la mitad del siglo XX. Para muchos, sin duda se trataba de una extraordinaria transformación, un periodo de transición entre el “México viejo” y el que tiene “alma de acero”.

 

La Torre Latino era emblema de valores considerados propios de una sociedad moderna, como lo higiénico y lo racional, al igual que una expresión de liderazgo económico regional. Pero también fue blanco de críticas por evidenciar la influencia del modelo de progreso estadounidense en México, además de abonar al caos citadino que ya era preocupante en aquellos años.

 

Pese a todo, para marzo de 1956 los trabajos ya estaban terminados y la torre fue inaugurada el 30 de abril siguiente, en el cincuenta aniversario de la aseguradora. Una inversión aproximada de 55 millones de pesos, poco más de 181 metros de altura (139 de construcción y 42 de la antena), 44 pisos, 3 sótanos, 916 escalones, 55 toneladas de tubería de cobre y más de 24 000 como peso total del edificio, además de miles de metros cuadrados de vidrio y aluminio, daban forma al enorme rascacielos que alcanzó récords a nivel mundial: fue el primero con una fachada totalmente de cristal, el sexto más alto del planeta y el que tenía los elevadores más rápidos.

 

 

Si quieres saber más sobre los antecedentes, la crisis y el renacimiento de este emblemático edificio de Ciudad de México, busca el artículo completo “Torre Latinoamericana”, del autor Ricardo Cruz García que se publicó en Relatos e Historias en México número 118. Cómprala aquí.