¿Qué sabemos de la Noche Triste?

Daniel Díaz

No hay algún cronista que afirme que Hernán Cortés se sentó a llorar al pie de un ahuehuete tras la derrota ante los mexicas el 30 de junio de 1520. Lo que sí afirman es que lloró de pie, y aun que se sentó en señal de luto por los difuntos, al ver el vencimiento de una parte de su ejército, el cual después se recompuso. Luego prosiguieron la marcha hasta llegar a un cerro donde había un edificio prehispánico y allí descansaron. A ese lugar se le nombró Santa María de la Victoria. Al hecho tampoco se le menciona como “Noche Triste”.

 

Acerca del suceso, el cronista Bernal Díaz del Castillo dice:

 

Ya que íbamos por nuestra calzada adelante, cabe el pueblo de Tacuba, adonde ya estaba Cortés con todos los capitanes, Gonzalo de Sandoval y Cristóbal de Olid y otros de a caballo de los que pasaron delante, decían a voces: ‘Señor capitán, aguardemos, que dicen que vamos huyendo y los dejamos morir en los puentes. Tornémosles a amparar, si algunos han quedado, que no salen ni vienen ningunos’. La respuesta de Cortés fue que los que habíamos salido era milagro. Todavía volvió con los de a caballo y soldados que no estaban heridos, y no anduvieron mucho trecho, porque luego vino Pedro de Alvarado bien herido, a pie, con una lanza en la mano, porque la yegua alazana ya se la habían muerto, y traía consigo cuatro soldados tan heridos como él.

 

Como Cortés y los demás capitanes les encontraron de aquella manera y vieron que no venían más soldados, se le saltaron las lágrimas de los ojos. Dijo Pedro de Alvarado que Juan Velázquez de León quedó muerto con otros muchos caballeros, así de los nuestros como de los de [Pánfilo de] Narváez, que fueron más de ochenta, en el puente, que él y los cuatro soldados que consigo traía, después que le mataron los caballos, pasaron el puente con mucho peligro sobre muertos y caballos y petacas, que estaba aquel paso del puente cuajado de ellos; y dijo que todos los puentes y calzadas estaban llenos de guerreros. En el triste puente, que dijeron después que fue el salto de Alvarado, digo que en aquel tiempo ningún soldado se paraba a verlo si saltaba poco o mucho, porque harto teníamos que salvar nuestras vidas, porque estábamos en peligro de muerte, según la multitud de mejicanos que sobre nosotros cargaban.

 

Por su parte, el cronista Francisco López de Gómara dice:

 

Puso delante a Gonzalo de Sandoval y Antonio de Quiñones; dio la rezaga a Pedro de Alvarado, y él acudía a todas partes hasta con cien españoles; y así, con esta orden salieron de casa a media noche en punto, y con gran niebla, y muy callandito, por no ser sentidos, y encomendándose a Dios que los sacase con vida de aquel peligro y de la ciudad. Echó Cortés por la calzada de Tlacopan [Tacuba], que habían entrado, y todos le siguieron; pasaron el primer ojo con la puente que llevaban echiza. Las centinelas de los enemigos y las guardas del templo y ciudad sonaron luego sus caracoles, y dieron voces que se iban los cristianos; y en un salto, como no tienen armas ni vestidos que echar encima y los impidan, salió toda la gente tras ellos a los mayores gritos del mundo, diciendo: “¡Mueran los malos, muera quien tanto mal nos ha hecho!”. Y así, cuando Cortés llegó a echar el pontón sobre el ojo segundo de la calzada, llegaron muchos indios que se lo defendían peleando; pero, en fin, hizo tanto, que los echó y pasó con cinco de caballo y cien peones españoles, y con ellos aguijó hasta la tierra, pasando a nado los canales y quebradas de la calzada, que su puente de madera ya era perdida. Dejó los peones en tierra con Juan Jaramillo, y tornó con los cinco de caballo a llevar a los demás, y a darles prisa que caminasen; pero cuando llegó a ellos, aunque algunos peleaban reciamente, halló muchos muertos. Perdió el oro, el fardaje, los tiros, los prisioneros; y en fin, no halló hombre con hombre ni cosa con cosa de como lo dejó y sacó del real.

 

Recogió los que pudo, echólos delante, y siguió tras ellos, y dejó a Pedro de Alvarado a esforzar y recoger los que quedaban; mas Alvarado no pudiendo resistir ni sufrir la carga que los enemigos daban, y mirando la mortandad de sus compañeros, vio que no podía él escapar si atendía, y siguió tras Cortés con la lanza en la mano, pasando sobre españoles muertos y caídos, y oyendo muchas lástimas. Llegó a la puente cabera, y saltó de la otra parte sobre la lanza; de este salto quedaron los indios espantados y aun españoles, que era grandísimo y que otros no pudieron hacer, aunque lo probaron, y se ahogaron.

 

Cortés a esto se paró, y aun se sentó, y no a descansar, sino a hacer duelo sobre los muertos y que vivos quedaban, y pensar y decir el baque que la fortuna le daba con perder tantos amigos, tanto tesoro, tanto mando, tan grande ciudad y reino; y no solamente lloraba la desventura presente, mas temía la venidera, por estar todos heridos, por no saber a dónde ir, y por no tener cierta la guarida y amistad de Tlaxcallan [Tlaxcala].

 

En marzo de 1981, arqueólogos encontraron un lingote de oro “en un predio ubicado justo al norte de la Alameda central de la Ciudad de México. […] Todo parece indicar que formaba parte del cargamento que las huestes de Cortés dejaron caer en el lago de Texcoco durante su huida por la calzada de Tlacopan en la Noche Triste”. 

 

 

La nota breve "¿Qué sabemos de la Noche Triste?" del autor Daniel Díaz, que se publicó en Relatos e Historias en México número 108, se reprodujo íntegramente en la página web para nuestros lectores.