La pasión de don Ernesto de la Torre Villar por la historia de México

Ana Carolina Ibarra

 

“El pasado, fuerza en movimiento, no es posible abolirlo. Actúa callada y avasalladoramente sobre el presente. La humanidad al comprenderlo, al penetrar a fondo en él lo aprovecha, lo dirige, modela en él presente y futuro”

 

 

En una carta dirigida a su amigo checo Bohumil Badura, en 1987, Ernesto de la Torre expresa con exactitud la devoción con la que el historiador y humanista se consagró a su obra. Le comentaba entonces a Badura: “He tenido mucho trabajo en estos primeros meses del año”. Era porque tenía que entregar varios manuscritos que no podían esperar para su impresión: “Eso me cansó demasiado –le decía–, se me olvida siempre que ya no tengo veinte años sino cincuenta más, pero voy reponiéndome y tengo la satisfacción de ver que este año aparecieron cuatro o cinco libros más. Ya los verás”.

 

Ese mes de abril, el día 24, el maestro había cumplido setenta años. “Gracias a Dios, tengo salud y ánimo para seguir trabajando… Ojalá que pueda seguir siendo útil a todos y dejar una obra que muestre el entusiasmo que puse en mi trabajo (aun cuando no la inteligencia y la preparación)”.

 

Don Ernesto vivió veinte años más trabajando con el mismo ritmo febril y con el mismo ánimo. Cuando las fuerzas le faltaron, pero no la vista, siguió siendo un lector incansable y disfrutó de los avances y hallazgos de sus alumnos. Así que cuando partió dejó una obra de dimensiones considerables y un ejemplo de compromiso con la docencia.

 

Nacido en Tlatlauqui, en el estado de Puebla, disfrutó siempre del arte y en especial de la música, que fue su primera vocación. Luego estudió derecho y, habiendo concluido la carrera en 1941, se adentró en la historia por el interés y curiosidad inquisitiva que le inspiraba. Como lo expresó en su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua, el estudio de la actividad del hombre, la historia, “consiguió prenderlo por su profunda fuerza”. Comprometido con ese destino, se concibió a sí mismo como “un peón que rotura la tierra buscando cumplir su tarea con dedicación diaria y plena honestidad”.

 

La obra de don Ernesto es enorme. Decenas de libros como autor único, cientos de artículos, capítulos de libros, notas introductorias, prólogos que prodigó a quienes fuimos sus amigos y sus alumnos, así como trabajos de compilación preparados para que los estudiantes de licenciatura y preparatoria tuvieran a su alcance las fuentes para conocer los principales testimonios de la historia nacional.

 

Ernesto de la Torre era un erudito, de los que ya hay muy pocos. Humanista, bibliófilo, amante de la cultura y el arte, conocedor de las letras mexicanas. Dirigió por varias décadas la Biblioteca Nacional y fue creador de instituciones como el Instituto Panamericano de Geografía e Historia y el Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM. Como historiador no se contentó con cultivar una sola parcela: su obra muestra el vasto horizonte que dominó, el trabajo concienzudo de las fuentes y el provecho que sacó de ellas gracias a su inteligencia y sensibilidad.

 

Por su diversidad y riqueza, es difícil definir cuáles fueron sus principales temas, aquellos a los que dedicó la mayor parte de su trabajo. Ernesto de la Torre fue uno de los grandes historiadores de la Independencia, siendo muy representativos sus libros La Constitución de Apatzingán y los creadores del Estado mexicano (1964, 1978, 2010), y Los Guadalupes y la Independencia (1967, 1985). Desde muy joven, escribió sobre el liberalismo y la intervención francesa. Pero también escribió mucho sobre la cultura católica de la Nueva España: la Biblioteca mexicana. Monumenta eguiarense (1986-1990), con estudio preliminar, notas, apéndices, índices y coordinación general suya, es quizá su obra de mayor aliento en este terreno.

 

Escribió también sobre leyes, sobre descubridores, letrados y misioneros, sobre destacados miembros de la élite virreinal, figuras recias que colocaron los cimientos de la cultura mexicana. Puede decirse que no hubo terreno en el que su aguda mirada no penetrase. Por eso es que el historiador Edmundo O’Gorman, al recibir a don Ernesto en la Academia Mexicana de la Historia, comentó lo siguiente: “No resulta fácil, a primera vista, decidir cuál periodo de nuestra historia es más del gusto de Ernesto de la Torre, si el colonial o el de la independencia, que entre esos dos, me parece, debe hacerse la elección. Sin embargo, proceder de ese modo, además de poner en duda mi bien probada agudeza hermenéutica, equivaldría a caer en la trampa de la hoy tan decantada historia oral cuyo falaz fundamento […] consiste en la ingenuidad de suponer que lo dicho por nosotros acerca de nuestros propios actos, intenciones y pensamientos tiene más quilates de veracidad que lo afirmado por otros acerca de lo mismo. Así pues, sin recurrir a la engañosa e impertinente intervención del autor, declaro y afirmo que es más de su gusto la historia colonial, por la sencilla y contundente razón de que eso es la historia de la independencia, o dicho de otro modo, que no hay dilema que dirimir”.4 Yo agregaría, sin embargo, que no es posible ignorar sus trabajos sobre el periodo republicano del siglo XIX, objeto de investigación desde que realizó estudios en Francia y se empeñó en comprender cuáles eran las fuentes europeas para el estudio de la etapa intervencionista. En todos ellos supo explicar las tensiones globales que definieron una época; la realidad mexicana no se explica sino contando con las diversas fuerzas en juego. Estos, entre otros, son los méritos de un historiador que en muchas cosas se adelantó a los tiempos por venir.

 

Ernesto de la Torre Villar fue investigador emérito de la Universidad Nacional Autónoma de México, desde 1994 hasta su muerte en 2009, y desde 1973 ocupó el sillón 1 de la Academia Mexicana de la Historia. A lo largo de su fructífera trayectoria obtuvo innumerables premios y reconocimientos. Lo reconoció el gobierno de Francia con las Palmas Académicas en 1965, año en el que fue nombrado comendador de la Orden de Isabel la Católica, en Madrid. En 1968 se le concedió el Premio Nacional Elías Sourasky. Ingresó a la Academia Mexicana de la Lengua en 1970 y, posteriormente, fue nombrado doctor honoris causa por varias universidades. Obtuvo también el Premio Nacional de Filosofía e Historia en 1987.

 

No obstante esos merecimientos notables, fue un hombre extraordinariamente modesto, incansable en su trabajo, con una especial capacidad para disfrutar de las cosas buenas de la vida. Devoto de su familia y de sus amigos, fue un gran maestro de generosidad proverbial. Pero, por encima de todo, don Ernesto amó profundamente a México, cuya geografía recorrió incansablemente, cuyas raíces y razón de ser quiso comprender a través de una afanosa labor de terrazguero. Su labor cristalizó en una gran obra en la que sus lectores, con diverso talante e intereses, encontrarán siempre una lección que combina el conocimiento y el rigor de la interpretación histórica.

 

 

Ernesto de la Torre Villar en la Academia Mexicana de la Historia Cuarto ocupante del sitial número 1 del claustro de académicos de 1971 a 2009, le antecedieron don Francisco Sosa (1919-1925), don Lorenzo Cossío (1931‑1941) y don Alfonso Caso (1945‑1971). Su discurso de ingreso, leído en sesión solemne el 8 de mayo de 1973, llevó por título “Directrices en la política española de colonización y población en América”, y fue don Edmundo O’Gorman el responsable de conceder la respuesta.