La ciudad del pecado

Moralidad y vida nocturna en la capital de México en la primera mitad del siglo XX
Gabriela Pulido Llano

A decir del escritor Carlos Monsiváis, si algo distinguió a los años cuarenta en la vida urbana fue el “culto a la modernidad” y el despliegue de nuevas costumbres que fueron “exploraciones en el terreno de lo permisible”. En la metrópoli, esta nueva inercia social reñía con lo que sus apologistas llamaban el “provincialismo”. Así, mientras la fisonomía urbana respondía a las expectativas de una gran capital moderna, los mecanismos de control de la sociedad, identificados con la censura e influidos en gran medida por la Iglesia católica, aumentaron de manera categórica.

Por otra parte, el teatro frívolo y los espectáculos crearon conceptos del cuerpo femenino que a los guardianes de las buenas costumbres les provocaron molestos escozores. Esto no se tradujo sólo en quejas y pesadumbre, sino en campañas de “profilaxis moral” que pueden rastrearse en los medios de la época.

 

La irrupción de Tongolele

 

Personajes como las rumberas y Tongolele, en los cuarenta, o Isela Vega en los sesenta, permiten analizar el discurso y trascendencia de las propuestas “atrevidas” o “subversivas” del espectáculo, así como las acendradas discusiones sobre la moralidad de la sociedad de aquel tiempo.

Desde sus primeras representaciones, la famosa Yolanda Montez (o Montes), Tongolele, significó una inflexión en los paradigmas del comportamiento social; ella representó una suerte de revolución escénica y sexual, así como un símbolo en la cultura popular. Además provocó, al salir a bailar “muy ligera de ropas”, descalza y con movimientos de cadera asociados al coito, una polémica entre el “tongolelismo” y la decencia, con argumentos moralistas de todo tipo, aun entre quienes defendían las representaciones de la bailarina como ejemplo del ingreso de México a las capitales del espectáculo en el mundo.

En 1948 Tongolele, con apenas dieciséis años de edad, ya daba de qué hablar en los diarios Excélsior y El Universal, así como en las revistas Cinema Reporter y Magazine de Policía, entre otros medios. En los años siguientes no pocos periodistas intentaron entender dónde y cómo se construyó la sicalipsis (viejo término usado en la época para aludir a lo malicioso y erótico) que de forma tan escandalosa sintetizaba esa bailarina. Muchos artículos fueron el pretexto para hablar de su cuerpo y desnudez, o de su construcción en objeto público. Los impresos propusieron incluso una clasificación en torno al desnudo femenino, dependiendo si era a medias o total.

Monsiváis analizó también aquel paradigmático año de la “tongolelitis”: “El debate (era) moral y también, cabe decirlo, teológico. Un acto donde tiene lugar la acción abominable de ‘las encueratrices’, la cópula es un solo cuerpo, es una síntesis del mal, no el mal que es la negación de Dios sino el mal que es la afirmación gozosa del pecado”.

La discusión en torno al cuerpo era si el gozo-placer representaba una forma del pecado-lujuria. Entonces, el espectáculo nocturno proponía un cambio de mentalidad, aunque para hacerlo se contraponía casi automáticamente a los valores familiares, a los comportamientos vigilados de mujeres y hombres, a la supremacía de la madre como forjadora de conductas impermeables ante la inmoralidad.

Tongolele fue, de acuerdo con estos medios, el preludio de expresiones cada vez más subversivas.

En el muy popular Magazine de Policía, por ejemplo, se propuso una rivalidad entre ella y la ahora no muy conocida Kalantán, quien hacía ruidos de animales salvajes mientras ejecutaba, casi desnuda, sus bailables. El desnudo en el acto, asociado al salvajismo y a lo extravagante, impuso una categoría femenina: la exótica, bajo la cual se encerró lo que parte de la sociedad consideraba desprovisto de valores morales.

 

La geografía urbana

 

Los espacios del espectáculo nocturno delinearon su propia geografía en la Ciudad de México. Hacia 1940 los salones de baile y recintos nocturnos se concentraron en el centro de la capital, específicamente en las colonias Doctores, Obrera, Nonoalco, Buenavista, Morelos y Guerrero. Así, estas modas musicales y dancísticas crearon sus propias atmósferas. Había lugares de todo tipo, aunque en los sitios de “rompe y rasga” el éxito era de las rumberas, las mamboletas y las exóticas.

Al llegar los años cincuenta, la popularidad de estos negocios atrajo una significativa inversión de capitales, principalmente de empresarios de la comunicación, lo que derivó en la apertura de muchos cabarets, salones de baile y entretenimiento nocturno para público de clases media y alta. Entre los más conocidos se hallaban La Fuente (en Insurgentes y Eugenia), inaugurado en 1950, o El Patio (en la calle Atenas), abierto cinco años antes.

El imaginario de tragedia y pasiones de estos sitios sirvió de punto de partida para la nota roja o argumentos fílmicos. Daba la idea de que estas historias acontecían por tener como telón de fondo las tensiones de la ciudad moderna.

 

Esta publicación es un fragmento del artículo “La ciudad del pecado” de la autora Gabriela Pulido Llano y se publicó íntegramente en la edición de Relatos e Historias en México, núm. 91