Una de las imágenes más populares y recurrentes de Antonio López de Santa Anna es la que dejó de su último gobierno (20 de abril de 1853 al 12 de agosto de 1855): la de un dictador que aumentaba los impuestos de manera indiscriminada y absurda, de autoritario, “vendepatrias” y traidor. Hay que agregar otras facetas del personaje que merecen atención: la del gobernante que hizo negocios desde el poder y que otorgó concesiones, permisos y licencias a discreción. Que ligó las finanzas públicas al tráfico de influencias para favorecer a militares, políticos y empresarios-agiotistas que le allegaban recursos a través de préstamos. El espacio de negociación que abrió el Ejecutivo con los dueños del dinero permitió la corrupción.
Negocios y concesiones a empresarios
Santa Anna encontró un terreno fértil para los negocios en un país en el que todo estaba por hacerse y necesitado de obras públicas para que iniciara “su marcha hacia la modernidad”. Pero ante los problemas financieros del gobierno ¿de dónde se iban a obtener los recursos? El presidente otorgó concesiones, permisos, licencias y “privilegios exclusivos”, sin licitación pública, para enajenación de tierras, importaciones, líneas telegráficas, ferrocarriles, fábricas, construcción de caminos, minas y aduanas.
Uno de los bienes más cuantiosos del Estado era el monopolio del tabaco –llamado estanco desde el Virreinato–, que durante muchos años se había arrendado a un consorcio de agiotistas para que lo administrara a cambio de otorgarle al gobierno una renta. Se trataba –diríamos hoy– de una privatización.
En Veracruz declaró baldías algunas tierras bajo una ley de expropiación por causa de utilidad pública, pero lo hizo de acuerdo con lo que “estimara conveniente” y se las adjudicó a varios militares y políticos allegados a él, como Ignacio Esteva, Vicente Filisola y Pedro Fernández del Castillo. A Jecker, el agiotista suizo, le otorgó la concesión de grandes extensiones de tierra en Sonora y Baja California, donde patrocinó la expedición del conde Gastón de Raousset-Boulbon, quien pretendió formar un país independiente en esa región en enero de 1854, aunque ya no se le confirmó por el estallido de la revolución liberal de Ayutla.
Aduanas al gusto
La compañía Barrón y Forbes era una de las más ricas del país y tenía excelentes relaciones con Santa Anna; entre otras cosas, se dedicaba al “escandaloso” contrabando. El gobierno le había dado el permiso para abrir varias fábricas textiles e importaban la materia prima, aunque metían telas de contrabando de Inglaterra sin pagar impuestos y las hacían pasar como producción nacional. Se supo del pago de fuertes cantidades a funcionarios mexicanos para que destituyeran al jefe de la aduana de San Blas, quien obstaculizó durante dieciocho meses su contrabando.
Huelga decir que el de San Blas no era el único donde se cometían tropelías, pues el Estado era incapaz de mantener el control sobre sus autoridades portuarias, que no atendían sus propias reglas, además de que en algunos puertos la administración ni siquiera estaba en sus manos, sino en las de comerciantes extranjeros.
El general presidente para todos tenía y a todos concedía y consentía. Algunos de sus aduladores estaban a favor del prohibicionismo y de imponer aranceles, como los textileros José Palomar, Garay y Cía., los hermanos Martínez del Río, Cayetano Rubio, Esteban de Antuñano, Luis Haro y Tamariz (ministro de Hacienda que finalmente decretó el arancel para proteger sus intereses y los de sus amigos), así como su hermano Joaquín Haro y Tamariz y Manuel Escandón, quienes además tenían fábricas de algodón, lana y lino.
Otros empresarios, entre quienes se hallaba Gregorio Mier y Terán (quien fue diputado y era del grupo de comerciantes de Veracruz), en cambio, querían un arancel moderado y prácticas antiproteccionistas que les permitieran la importación de 2 500 quintales de algodón, lo cual estaba prohibido. A la Compañía Restauradora del Mineral de Tlalpujahua (propiedad de especuladores como Manning y MacKintosh, Martínez del Río, Nicanor Béistegui, Agüero, González y Cía., y Francisco Iturbe) le permitió la importación de 100 000 quintales a cambio de 300 000 pesos.
Concesiones de buques, tabaco, carbón, ferrocarriles, taxis…
A su colaborador cercano el ministro Manuel Díez de Bonilla (involucrado en la venta de La Mesilla a Estados Unidos) le otorgó la concesión de quince buques de vapor que navegaban las lagunas y acequias del Valle de México. En agradecimiento, uno de sus vapores llevaba el nombre de General Santa Anna. A Lelong, Camacho y Cía. le dio la concesión para una línea de vapores entre El Havre (Francia), Veracruz y Tampico, y a la compañía mixta de A. G. Sloo, representada por Ramón Olarte, Manuel Payno y José Joaquín Pesado, la apertura del istmo de Tehuantepec, que el gobierno consideraba no solo una exigencia comercial, sino una necesidad política para conservar la integridad del territorio.
A Manuel Lizardi y al militar Francisco Mora se les concedió el privilegio exclusivo de la explotación de guano. Lizardi, además, recibió dinero del gobierno para la compra de unos vapores que servirían de transporte en el lago de Chalco. Los iban a traer de Inglaterra, pero los buques nunca llegaron y lo único que se botó fue el gran fraude perpetrado por funcionarios y amigos del presidente. Estos también participaban en la renta del tabaco junto con Cayetano Rubio y Nicanor Béistegui, que se encargaban de administrar y manejar el monopolio del Estado a cambio de una cuota mensual. Rubio estaba bien posicionado con el general y obtenía grandes negocios, como la compra de 16 000 toneladas de carbón piedra a un precio más alto, que costaron “la friolera de cerca de millón y medio de pesos”, sin darle utilidad alguna al gobierno.
Santa Anna favoreció a su yerno Carlos Maillard, a Enrique de Zavala y Eduardo L. Plumb con la concesión del derecho exclusivo en la explotación de todas las minas de carbón mineral y de fierro por cincuenta años, con la obligación de pagar un peso por cada tonelada de carbón. A Félix Galindo le otorgó el privilegio para explotar las azufreras de Baja California y a Sebastián Camacho (exministro de Hacienda) el derecho para explotar los terrenos metalíferos en Guerrero.
La construcción de los “caminos de fierro” animaba la voracidad de los agiotistas-empresarios mexicanos y extranjeros, por lo que el presidente otorgó varias concesiones. Cuando Santa Anna preparaba el nombramiento de su gabinete, ya le había otorgado la construcción del ferrocarril México-Veracruz a Juan Laurie Rickards, comerciante inglés que, a cambio de una generosa contribución a la tesorería, recibió la promesa de obtener terrenos nacionales, exenciones de impuestos a las importaciones de insumos y protección especial; aunque la concesión se derogó siete días antes de que Santa Anna y su gobierno salieran de la capital. Como era su costumbre, obviamente no regresó el dinero.
En abril de 1855 había otorgado la concesión del ferrocarril México-Tampico (que en aquel entonces se llamaba, casualmente, “Santa Anna de Tamaulipas”) a Mosso Hermanos. En junio se anunció la inauguración oficial de los trabajos de la línea y el acto lo apadrinó Su Alteza Serenísima, quien colocó la primera piedra y un riel. En el solemne evento estaba James Gadsden, que había sido el negociante por Estados Unidos en la compraventa de La Mesilla a finales de 1853 y ahora fungía como ministro plenipotenciario de ese país. El periódico El Siglo XIX publicó: “¡Por fin se colocaba la primera piedra para que México entrara a la modernidad!”. Los hermanos Mosso otorgaron créditos al gobierno, adelantaron dinero por la venta de La Mesilla y se llevaron cuantiosas ganancias en intereses.
En Ciudad de México había coches de alquiler y cocheros de sitio que abusaban y cobraban lo que querían. En tiempo de lluvias cobraban el doble y exigían hasta cuatro pesos por pasar una calle anegada. Coches, ómnibus, guayines y carretelas estaban concesionados y no podían circular en días festivos, salvo los de Cayetano Rubio, lo cual aumentaba el tráfico, pero de influencias.
La lista de permisionarios y concesiones es larga y solo hemos mencionado algunos casos. En la prensa de la época, a pesar de la mordaza implacable, se mostraba el impacto negativo que había reducido a la nación “al papel de una pordiosera que tuviera que estar buscando el pan de cada día”.
Esta publicación es sólo un extracto del artículo "La corrupción entronizada" del autor Javier Torres Medina, que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México número 108.