En la película italiana Una giornata particolare (Un día especial; 1977), del director Ettore Scola, se desarrolla una escena en la azotea de un edificio del barrio de San Giovanni, en Roma, hacia 1938; ahí, el controvertido personaje de nombre Gabriele (Marcello Mastroianni) ayuda a tender la ropa a una reprimida ama de casa llamada Antonietta (Sophia Loren). Lo atractivo del espacio son las vistosas baldosas que la cubren, recuerdo de mejores tiempos, cuando la azotea se significaba como un sitio de disfrute y no de trabajo.
Nada ajeno a lo que ocurría en el México independiente del siglo XIX, cuyas azoteas se empleaban de forma similar. Al observar el lienzo Vista de la ciudad de México, pintado por el italiano Pedro Gualdi en 1842 desde la torre sur de la antigua iglesia de San Agustín, lo primero que se divisa son las apacibles y solitarias azoteas que dominan la urbe, contrario a la imagen que se perfila en primer plano sobre la antigua calle de San Agustín (hoy República de Uruguay), populosamente transitada en esos días.
Sin embargo, una observación más detallada del lienzo nos descubre la vida que se manifestaba en las azoteas: ¡dos mujeres aparecen en una de ellas tendiendo ropa! ¿Y eso qué tiene de singular? Que estos lugares no desempeñaban, de acuerdo con los diccionarios del siglo XVIII, otra función que la de cubrir un edificio; así, el Diccionario de la lengua castellana de 1726 señala que la azotea era el “sitio alto en lo último de las casas, descubierto y sin tejado, cuyo suelo está enladrillado o hecho con argamasa fuerte, para que las aguas corran”. No se menciona otra función durante poco más de cien años hasta que en una edición de 1884 se agrega que es un lugar “por el cual se puede andar”.
Y si bien era y es común utilizar la azotea como espacio donde se lava y cuelga la ropa para aprovechar los rayos del sol, era igualmente común que esa área al aire libre fuera ocupada para el ocio.
¡Clamor al cielo!... desde la azotea
Las azoteas de México fueron antaño espacios de convivencia. Lugares donde la gente observaba eventos sociales, militares y religiosos realizados a nivel de calle. Esas cubiertas planas de los edificios, al estar dispuestas para andar sobre ellas, fueron aprovechadas por la gente para colocar pisos y alfombras con primorosos diseños con el fin de gozar de feliz esparcimiento; aunque no siempre era grata la estancia en esos lugares.
Durante el siglo XVII, la población de Ciudad de México tuvo una de las más singulares vivencias en las azoteas al sufrir la peor inundación de esa centuria. La tromba que cayó en septiembre de 1629, día de San Mateo, duró más de 36 horas continuas. Las calzadas principales quedaron como únicas vías de comunicación sin inundar, pues el resto de las calles fueron invadidas por el agua durante cinco años, obligando a los vecinos españoles e indígenas a circular en canoas.
La capital novohispana estaba “hecha un mar de agua en todas sus calles, plazas, casas, templos, y todos sus vecinos aislados en sus casas sirviéndoles de vivienda lo superior de ellas, que todos sus bajos los tenía ocupados el agua”. El arzobispo de México, Francisco Manso y Zúñiga, dio licencia para que se pudieran colocar altares en las azoteas para celebrar el santo sacrificio de la misa, que era oída por “el pueblo desde los terrados y ventanas vecinas, no con aquél respetuoso silencio que en los templos, sino antes con lágrimas, sollozos y clamores que a los ojos sacaba un tan nuevo y tan lastimoso espectáculo”.
Los religiosos de Santo Domingo dijeron durante varios días “misas en los terrados y azoteas del convento, para que las personas que no podían o no tenían con qué salir de sus casas y venir a las iglesias, desde sus terrados o ventanas ya que no la oyesen, v[e]ían y adoraban aquel santísimo misterio desde lejos”.
En Los conventos suprimidos en México (1861), Manuel Ramírez Aparicio apuntó que los altares portátiles eran colocados en las azoteas para consuelo espiritual de los fieles; allí “celebraban los días festivos para que oyesen misa los que no podían salir con conveniencia de las casas”. Durante los años que duró la inundación, los habitantes que decidieron resistir en ella, mantuvieron una vida que se tornó costumbre: el uso de la azotea como una extensión natural de sus actividades en casa.
Apenas pasada la anegación, la vida volvió a su ritmo anterior, pero el uso de la azotea como lugar de descanso y esparcimiento llegó para quedarse.
Una herencia árabe
Las azoteas virreinales no eran placas de cemento liviano como hoy las conocemos, sino pesados techos llamados “de terrado” por contener en sus adentros una gruesa capa de tierra vertida y apisonada sobre tabletas de madera llamadas tejamaniles, soportadas por un sistema de viguería apoyado en anchos muros bien cimentados; en tanto que en la parte superior, el acabado del techo podía ser de argamasa o ladrillo.
Fray Alonso Franco apuntó en su Historia de la provincia de Santiago de México (1596) que las casas del siglo XVI estaban “cubiertas de azotea o terrado, enladrillado o encalado, con tal modo, que despiden fácilmente el agua que llueve”, y agregó que ninguna tenía tejado. Esto es de sumo interés porque en la arquitectura doméstica de la península ibérica de aquel tiempo predominaba el empleo de la techumbre de tejado. Aunque cabe apuntar que en Andalucía y otras provincias españolas, las “azuteas” –como se les llamó hasta el siglo XVII, cuando cambió su grafía– eran comunes en casi todas las casas. Tal fenómeno se explica por la fuerte influencia árabe en el sur de España; mientras en las regiones del centro y norte, un reducido número de residencias llegaron a tener azoteas porque poseían un elemento arquitectónico que procedía tanto de los castillos medievales como de los miradores mudéjares: la torre.
Es importante señalar que mientras las torres de los castillos medievales ibéricos tenían una función militar, los árabes ocupaban este singular espacio para descanso y esparcimiento. En el siglo XVI, el granadino Hasan ben Muhammad al-Wazzan al-Fazi al-Garnati, mejor conocido como León el Africano, describió en su obra Descripción general del África el uso de las torres en Fez, Marruecos, ciudad donde se formó: “Suelen construir sobre la casa una especie de torre, con cómodos y bien adornados gabinetes para diversión de las mujeres cuando el trabajo las agobia, ya que desde aquel lugar pueden ver casi toda la ciudad”.
No es extraño que la etimología de la palabra azotea provenga del mundo árabe, donde sath significa “azotea, terraza, terrado o tejado plano”, y tampoco es inusual que después de siete siglos de ocupación musulmana en la península ibérica permearan nombres y espacios de origen árabe. Así, encontramos el uso del término en el acto 20 de la obra La Celestina (1499), donde Melibea invita a su padre a subir a una torre:
(Melibea): Subamos, señor, a la azotea alta, porque desde allí goce de la deleitosa vista de los navíos, por ventura aflojará algo mi congoja.
(Pleberio): Subamos, y Lucrecia con nosotros.
Antes de subir, Melibea pidió a su padre que buscara unos instrumentos musicales mientras ella y Lucrecia se adelantaban. A mitad del ascenso, Melibea pide a Lucrecia que regrese por su progenitor y la espere al pie de la torre, lugar en el que Pleberio escucha a Melibea relatar con pena su aventura amorosa con Calisto y luego la mira caer. Haciendo a un lado la trágica escena, el texto literario de La Celestina escrito por Fernando de Rojas, así como la descripción de las torres de Fez ofrecida por León el Africano, muestran no solo la íntima vinculación morfológica de la torre con la azotea, sino la incorporación de una función muy particular en el orden de lo sensitivo: el acto de mirar.
“Desde torre o azotea, bien se otea”
Escudriñar, registrar o mirar con cuidado desde un lugar elevado es lo que significa otear, término tan viejo como el proverbio español que titula este apartado, aunque ambos caídos en la desgracia del desuso. Peor suerte corrió la palabra axarafe, que perdió vigencia en España desde el siglo XVII, pero que en su mejor momento era empleada como sinónimo de azotea, mirador o terrado, “y más propiamente aquel andén o corredor que suelen tener las torres”, apuntaría el Diccionario de la lengua castellana de 1726.
Retrocedamos más de un siglo, cuando el término azotea todavía estaba íntimamente ligado al sentido de las palabras axarafe y otear; es decir, con el acto de mirar. Fray José de Sigüenza escribió en su Historia de la orden de San Jerónimo (publicada en Madrid hacia 1600) que la azotea también recibía el nombre de mirador y era el lugar idóneo para descubrir una amplia y apacible vista, “con extrañas diferencias, de cerca y de lejos”.
A pesar del uso del término vista desde tiempos medievales, el concepto llegó al Diccionario de la lengua española hasta 1853, cuando se define como aquello que se alcanza a ver desde un sitio determinado y “se dice de un edificio que tiene hermosas vistas, cuando lo que desde él se ve, sea mar, tierra, montes, llanuras, etc., da gusto y alegría”.
El bienestar sensorial buscado a través de las vistas panorámicas en Ciudad de México se encuentra en óleos que desde el siglo XVIII comenzaron a mostrar lo que podía admirarse desde una azotea. El primero del que tenemos registro tuvo por intención inicial referirnos una amalgama que terminaba en confusión: De Alvina y Español produce Negro torna atrás; este óleo anónimo muestra al español mirando la Alameda con un “anteojo de larga vista” o catalejos, aparato que igualmente acompañó a otro personaje pintado de espaldas pero cuyo tubo es todavía visible en la vista La villa de Tacubaya, litografía de Casimiro Castro y Julián Campillo publicada en 1864. Ambos pretenden acercar lo lejano u observar lo cercano con detalle, restringiendo su visión, acotando su entorno.
Las vistas panorámicas maravillan por la posibilidad de abarcar el espacio que nuestra visión periférica nos permite observar; más aún, girar la cabeza o el cuerpo rompe con esa limitación, tal como debieron hacerlo los tres hombres que miran al oriente desde la cúpula del templo de San Cosme y San Damián en la litografía coloreada de Adolfo Rovagne El convento de San Cosme, elaborada hacia 1850 como una copia de la litografía realizada por Nathaniel Currier en 1847, que solo muestra a dos personas en igual actitud.
Esta publicación es sólo un fragmento del artícullo "Otear la vida" del autor Enrique Tovar Esquivel, que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México, número 107.