Vicisitudes para casarse en el Siglo XIX

Pilar Gonzalbo Aizpuru

Las matrimonios secretos carecían de la solemnidad propia del sacramento y eludían el requisito de las amonestaciones, que anunciaban el enlace con anticipación.

 

Apenas estrenaba Ciudad de México su condición de capital imperial y la vida cotidiana parecía normalizarse en todos los terrenos. Aquel domingo 13 de octubre de 1822 muchos feligreses de la parroquia habían acudido a la misa de las ocho de la mañana y ya el párroco, don Bernardo, planeaba su descanso de algunas horas. En cuanto pasó a la sacristía procedió a desprenderse de las vestiduras sagradas. El sacristán le ayudó con la casulla, le aflojó los cordones del manípulo y le retiró la estola. Todavía no concluían con el alba y el amito cuando varias personas entraron en la sacristía.

En el grupo llegaban don Víctor Garduño con su hermana, la joven Guadalupe; el maestro de primeras letras don Antonio Flores, con su amigo o compadre José María Heredia, y el militar don Pablo Vargas. Todos eran feligreses conocidos y el sacerdote no dudó en atenderlos con su habitual buen talante, aunque algo sorprendido por lo intempestivo de la visita. Se disponía a pedir que lo dejasen descansar unos minutos cuando el teniente Vargas lo sorprendió con sus palabras:

—A su paternidad le consta que soy persona honorable y que he realizado todos los trámites pertinentes para contraer matrimonio sin que exista impedimento alguno canónico ni civil.

El sacerdote asentía, todavía desconcertado, pero confiado en la honorabilidad de su visitante. Pese a su juventud (24 años), don Pablo Vargas era teniente veterano de las tropas imperiales y su cercanía al emperador Agustín de Iturbide permitía esperar que ascendiese con honores en la carrera de las armas. Pero apenas el sacerdote había recordado lo que conocía de su interlocutor cuando este prosiguió, sin darle tregua:

—Vengo a decirle que yo, Pablo Vargas, tomo por esposa a doña Guadalupe Garduño.

De inmediato, la joven concluyó: “Y yo, Guadalupe Garduño, tomo por esposo a don Pablo Vargas”.

Enseguida, mirando a los presentes, el militar prosiguió: “Para que así conste podrán atestiguarlo los señores aquí presentes”. En efecto, dos testigos eran suficientes para dar validez al matrimonio. Titubeando, pero consciente de que era lo que debía hacer, el párroco concluyó: “Los declaro marido y mujer”. A continuación, saludaron los testigos, que dieron sus nombres, y los recién casados continuaron la plática en la sacristía, a sabiendas de que habían cometido un acto contrario a las normas y que le causarían problemas a quien, a ojos de sus superiores, era el párroco-cómplice del enlace.

Horas más tarde, don Bernardo tomaba la pluma para informar al obispo de la irregularidad cometida. No era fácil atenuar la gravedad de la culpa, que afectaba a la dignidad del sacramento, pero, al menos, dejó claro que había sido sorprendida su buena fe y que había procurado reunir la información pertinente para dar cierta legitimidad al matrimonio.

 

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Pilar Gonzalbo Aizpuru. Doctora en Historia por la UNAM. Profesora-investigadora del Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México y directora del Seminario de Historia de la Vida Cotidiana de dicha institución. Es profesora emérita del Sistema Nacional de Investigadores y en 2007 recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes. Autora de numerosos libros, entre ellos Introducción a la historia de la vida cotidiana (2006), Vivir en Nueva España (2009), Educación, familia y vida cotidiana en el México virreinal (2013), Los muros invisibles. Las mujeres novohispanas y la imposible igualdad (2016), Del barrio a la capital. Tlatelolco y la Ciudad de México en el siglo XVIII (2017) y Seglares en el claustro. Dichas y desdichas de mujeres novohispanas (2018). También ha sido responsable de importantes publicaciones colectivas, entre las que destaca la obra Historia de la vida cotidiana en México (5 t., 2004-2006).

 

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Matrimonios clandestinos y secretos