Cada año, en el pequeño poblado de Acuitzio, Michoacán, se festeja el 5 de diciembre de 1865, un día en el que, en medio de la guerra contra los franceses, el clamor de los tambores militares fue acallado por bandas de música, repiques de campanas y cohetones festivos para celebrar la libertad de cientos de soldados de ambos ejércitos que se hallaban cautivos. Entonces, en la plaza olvidaron por un momento sus diferencias para abrazarse, comer y brindar en la misma mesa.
El 21 de octubre de 1865, justo 45 días antes del canje de prisioneros en la localidad michoacana de Acuitzio, una funesta noticia se propagó a lo largo y ancho del territorio nacional: en las primeras horas del día habían sido fusilados en Uruapan cinco jefes republicanos: los generales José María Arteaga y Carlos Salazar, los coroneles José Trinidad Villagómez y Jesús Díaz Ruiz, y el fraile Juan González. Fueron ejecutados por órdenes del coronel conservador Ramón Méndez, en aplicación de la draconiana ley expedida por el emperador Maximiliano de Habsburgo el 3 de octubre, la cual ordenaba la pena de muerte inmediata a quienes fuesen declarados culpables, por una corte marcial, de pertenecer a una banda armada.
Tras esos fusilamientos, los cautivos que se encontraban en los campamentos republicanos temieron un acto de venganza contra ellos. Fue entonces que un grupo de prisioneros belgas envió una carta a Maximiliano para protestar por esos actos en Uruapan:
Señor: acabamos de saber con horror y consternación el acto cometido por el señor Méndez, que con violación al derecho de gentes ha hecho fusilar a varios oficiales del ejército liberal. Los prisioneros en todos los países civilizados se respetan. El ejército liberal se ha mostrado mucho más celoso que los condottiere de vuestras huestes, nosotros también somos prisioneros de guerra y hemos sido respetados desde el general hasta el soldado, si no estuviéramos en el poder del ejército republicano, el acto del coronel Méndez podría provocar una sangrienta represalia y nosotros belgas que hemos venido a México únicamente para servir de escolta a nuestra princesa, hubiéramos expiado con nuestra sangre el delito de un hombre, esperamos señor que este acto de barbarie no quedará impune y que en lo sucesivo haréis respetar la ley consagrada por el derecho de gentes. Nosotros protestamos con el más intenso fervor en contra de este acto indigno y confiamos que el nombre belga no se mezclará por mucho tiempo en esta guerra inicua. –Breur, Guyot, Flachat, Van Hollenbek.[1]
El general Arteaga sería sustituido en la jefatura del Ejército Republicano del Centro por Vicente Riva Palacio, nieto del insurgente Vicente Guerrero. Ante este escenario es que Riva Palacio pensó en la posibilidad de un canje para lograr la liberación de los cautivos republicanos que estaban en manos de los imperialistas, en las cárceles de Pátzcuaro y Morelia, con el objetivo de que le ayudasen a continuar su lucha contra los franceses.
En este contexto, la emperatriz Carlota de Bélgica, conmovida por el peligro que corrían sus compatriotas, también influyó para que el general Méndez iniciara una negociación con Riva Palacio para liberar a los prisioneros.
Esta publicación es un fragmento del artículo “Un día de fiesta en plena guerra” del autor Edgardo Calvillo López y se publicó íntegramente en la edición de Relatos e Historias en México, núm. 93.
[1] Jorge L. Tamayo (selección y notas), Benito Juárez. Documentos, discursos y correspondencia, México, FCE, 1973, v. 10, p. 141.