Con este relato inauguramos una sección, mezcla de imaginación e historia, sobre grandes acontecimientos nacionales que han tenido como escenario el Zócalo.
El 27 de septiembre de 1821, la Plaza de la Constitución de la Ciudad de México vivió algo inusitado bajo el cielo azul que la cobijaba. Una multitud expectante, compuesta por personas de todas las clases sociales, trepidantes de alegría, esperaban la llegada del Ejército Trigarante, comandado por el coronel Agustín de Iturbide.
Hombres y mujeres de todas las edades lucían en el pecho distintivos con los colores de la nueva bandera como emblema de la independencia: el blanco, simbolizando la pureza de la religión; el rojo, la unión entre mexicanos y españoles, y el verde la independencia. Entre la multitud trataban de abrirse paso para ver más de cerca lo que iba a ocurrir un letrado de mediana edad y su joven sobrino, recién llegado de la provincia. El entusiasmo delirante del gentío era tal que incitó al joven a preguntar a su tío qué sucedía en la plaza.
—Esa muchedumbre expectante y jubilosa que ves, espera la llegada de Agustín de Iturbide, quien a la cabeza del Ejército Trigarante ha conquistado, casi sin derramamiento de sangre, la libertad de la Patria. Imagínate —prosiguió el letrado—, después de once años de lucha para conseguir la separación de España, Iturbide, en unos cuantos meses, ha logrado nuestra independencia. Claro, varias circunstancias favorecieron su triunfo. ¡Mira, ya viene entrando el ejército!
—¡Parecen hartos, tío! ¿Sabe usted cuántos soldados son?
—La verdad no lo sé. Pero oí decir a un grupo de personas que calculaban que son al menos dieciséis mil hombres, y que más de la mitad son de caballería. También escuché que Iturbide invitó a los habitantes de la capital a contribuir para vestir dignamente a los soldados que con tanto patriotismo contribuyeron a la causa de la independencia. ¿No escuchas a lo lejos aclamaciones, aplausos y marchas militares? Pongamos atención y dejemos de cuchichear. Este es un día memorable.
El Ejército Trigarante entró a la ciudad, marchó por Bucareli, dio la vuelta a la derecha por la calle del Calvario y en la calle de Corpus Christi (hoy avenida Juárez) prosiguió su marcha por un costado de la Alameda. Cruzó la calle de Santa Isabel (hoy Eje Central Lázaro Cárdenas), pasó junto al convento de San Francisco y frente a la casa de los Azulejos, y por Plateros (hoy Madero) finalmente entró a la Plaza Mayor (hoy conocida como Zócalo).
Durante el trayecto, Iturbide y su ejército estuvieron acompañados por aclamaciones de júbilo de la multitud. A lo largo del recorrido las calles lucían imponentes y engalanadas. Los balcones de las casas ricas estaban adornados con colgaduras, destacando los colores de la bandera tricolor. En su camino el jefe del Trigarante se apeó de su caballo bajo un arco triunfal, en la esquina del convento de San Francisco. Allí lo recibieron los regidores del Ayuntamiento para entregarle las llaves de la ciudad entre aplausos, marchas militares, salvas de artillería y el repique de campanas de las iglesias de la capital, que al unísono celebraban el triunfo de la independencia. Iturbide, de frac, botas, sombrero con tres plumas y una banda tricolor, irradiaba gallardía. Ya nadie recordaba su cruel persecución contra la insurgencia.
Iturbide devolvió al decano del Ayuntamiento las llaves de la ciudad y pronunció con voz enérgica: “Las llaves que lo son de las puertas que únicamente deben estar cerradas para la irreligión, la desunión y el despotismo, como abiertas a todo lo que puede hacer la felicidad común, las devuelvo a Vuestra Excelencia”. Volvió a montar su caballo y, acompañado de los miembros del Ayuntamiento y los indios de las parcialidades de Santiago, continuó su marcha al Palacio Virreinal, entre las aclamaciones del público. Allí fue recibido por Juan O’Donojú, último capitán general de Nueva España, que prácticamente ya no pudo ocupar el cargo, pues cuando arribó a Nueva España, la independencia era un hecho. Iturbide y O’Donojú salieron al balcón principal para ver el desfile de las tropas entre vítores y aplausos de la multitud.
El joven quedó pensativo e interrogó a su tío, pues no entendía por qué, si la revolución de independencia había durado diez años sin obtener la victoria, Iturbide la había obtenido en unos cuantos meses.
—Vamos a hacer un poco de historia —dijo el tío—. En 1820, las circunstancias políticas de Nueva España cambiaron. Después del regreso de Fernando VII a la península y la supresión de la Constitución de Cádiz, se había vivido un periodo de absolutismo, es decir de ausencia de libertad, poderes concentrados en el rey y restauración de los fueros y privilegios. Ante esta situación, el capitán Rafael de Riego encabezó en España una revolución que trajo consigo la restauración constitucional, que había sido jurada por el mismo rey y por todas las autoridades españolas, incluso las de Nueva España.
“Esto provocó que muchos insurgentes que permanecían en las cárceles, como Nicolás Bravo, Ignacio Rayón y varios más, fueran indultados. Desde 1817, la revolución insurgente se mantenía en algunos territorios, especialmente en el sur. Sin embargo, no existía un frente unificado que pudiera acabar con el dominio español y lograr la independencia. Ello no demerita la bravura y constancia del ejército que peleaba bajo el mando de Guadalupe Victoria y de Vicente Guerrero, pero en general el gobierno realista presumía que la insurgencia había languidecido e incluso, prácticamente desaparecido, en 1816. En estas circunstancias, el virrey Juan Ruiz de Apodaca deseaba poder informar a España que la insurgencia había sido vencida por completo en Nueva España.
“En este escenario, Iturbide, el militar retirado que persiguió a los insurgentes desde la revolución de Miguel Hidalgo en 1810, fue de nuevo requerido en 1820 por la autoridad para comandar al Ejército del Sur. El virrey Apodaca le recomendó conseguir que Vicente Guerrero, jefe de las fuerzas de esta zona, se acogiera al indulto.
“Iturbide, lejos de cumplir las órdenes del virrey, utilizó los recursos que este le mandaba para, con gran audacia, llevar a cabo la independencia, corriendo el riesgo de comunicar a personas de su confianza que había llegado la hora de consumarla. Confió el borrador de lo que sería el Plan de Iguala al capitán Quintanilla y a otros hombres leales de sus tropas. Mientras las fuerzas del virrey Apodaca eran derrotadas, las deserciones aumentaban el grueso del ejército que comandaba Iturbide. Una vez lograda la adhesión de varios jefes realistas a sus intenciones, y convencido de que era muy difícil acabar militarmente con Guerrero, Iturbide decidió entrar en negociaciones con el jefe del sur para sumarlo a su causa. Se dice que la entrevista se llevó a cabo en Acatempan, un pueblo en la provincia de México. Aunque Iturbide había sido uno de sus más encarnizados enemigos, Guerrero, persuadido de las sinceras y firmes intenciones que lo animaban, lo reconoció como jefe supremo del movimiento de independencia.
“El también llamado Dragón de Hierro redactó el Plan de Iguala bajo los principios de religión única, unión entre mexicanos y españoles, e independencia. El imperio mexicano debía ser gobernado por una monarquía moderada, y llamaba a Fernando VII o a otros miembros de su familia para que lo gobernaran. A las bases de su Plan las llamó de las Tres Garantías. En Iguala, los oficiales allí reunidos lo nombraron Primer Jefe del Ejército de las Tres Garantías, y juraron su adhesión al Plan, que resguardaba los intereses de la sociedad novohispana en su conjunto. El Mexicano Independiente sería el periódico de difusión de la causa de Iturbide. Y allí se adoptó la bandera de tres colores como insignia del Plan de Iguala. Este plan tuvo gran aceptación y, poco a poco, las ciudades se fueron adhiriendo a Iturbide; también los célebres militares Antonio López de Santa Anna, Nicolás Bravo y Anastasio Bustamante. Iturbide había enviado al Ayuntamiento de México, a personas importantes de la capital, al arzobispo Fonte, al virrey Apodaca, y se dice que al mismo rey y a las Cortes de España, cartas que hacían de su conocimiento el Plan de Iguala, proclamado en esa ciudad el 24 de febrero de 1821.
“El virrey Apodaca, a pesar de publicar proclamas en contra del ‘indigno’ comportamiento de Iturbide, nada pudo hacer, y fue acusado de tibieza ante los avances trigarantes; de manera que fue destituido de su cargo cuatro meses después de proclamado el Plan de Iguala. Su lugar lo ocupó el mariscal Pedro Francisco Novella, quien ya no pudo hacer más que esperar la llegada de la última autoridad española enviada a nuestras tierras.
“En estas condiciones llegó don Juan O’Donojú en agosto de 1821, quien, considerando la fuerza de la sublevación de Iturbide, firmó en Córdoba los tratados que ratificaban los postulados del Plan de Iguala. La autoridad respetada durante tres siglos había recibido el golpe de gracia. Iturbide y su ejército marcharon hacia la capital, y después de siete meses y medio de batallas y arduas negociaciones con los jefes insurgentes y realistas, entraron a la Plaza de la Constitución de la Ciudad de México”.
El tío, exhausto de tanto hablar, dijo a su sobrino: —Continuemos disfrutando de este grandioso día.
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