Recuerdos de un viejo librero revolucionario

Lucio Ernesto Maldonado Ojeda

 

Le llamaban el Zapatista, aunque él había combatido a los surianos y los despreciaba. Perteneció a la Casa del Obrero Mundial y luchó bajo la bandera constitucionalista. Tenía una deslucida librería de viejo, había escrito dos libros y era colaborador de diversos diarios. Al final de sus días, su memoria aún guardaba estas remembranzas sobre Ciudad de México en la época de la Revolución.

 

Érase Ciudad de México en el año de 1944, entonces una ciudad de uno y medio millón de habitantes poco más o menos. Apetecible aún, optimista y satisfecha de sí, había adquirido un marcado aire cosmopolita debido a las oleadas de refugiados, principalmente europeos, que huían de la devastación del mundo en guerra; a pesar de que al común de sus habitantes les pareciera una urbe populosa, absorbente, agobiada bajo el trajín incansable de sus calles y sitios públicos.

Contenida aún dentro del territorio originalmente asignado al Distrito Federal, empezaba, sin embargo, a dejar atrás velozmente su hálito de ciudad colonial –pese a los afeites de la Belle Époque porfirista para mudar su fisonomía tradicional y trocarla a imagen y semejanza de alguna capital europea–, para adquirir otro tono, otra fachada, merced a la multiplicación de las industrias instaladas y a una anárquica y desbocada urbanización que empezaba a devorar los antiguos paisajes bucólicos de la periferia.

Este proceso expansivo, irrevocable, era interpretado con una amplia aquiescencia entre sus promotores y beneficiarios –fundamentalmente empresarios y políticos–, bajo el signo promisorio y a nombre del progreso, y con la confianza característica de la época.

 

Un viejo librero

 

En esos días conocí y frecuentaba a un viejo librero, de origen provinciano, procedente de su natal Michoacán haría treinta años atrás. Dedicado a la venta de libros y revistas de segunda mano en el antiguo mercado del Volador, era conocido por los demás puesteros con el apodo de “el Zapatista”, debido a “sus ideas extravagantes y espíritu de agitación”, y por su papel como protagonista y testigo de los acontecimientos vividos por los habitantes de la capital durante la Revolución mexicana.

De aquel hombre no se supo más después de la desaparición de dicho mercado, a principios de los años cuarenta del siglo pasado, para construir en su lugar el edificio de la Suprema Corte de Justicia. Reaparecería, persistiendo en su oficio, en una pequeña librería de la calle de República de El Salvador casi esquina con Aldaco. Se trataba de don Francisco Ramírez Plancarte.

En la confusión casi interminable de establecimientos de todo tipo y de cantinas, se hallaba de manera casi recóndita su nuevo local. Consistía en una doble accesoria apenas iluminada por una luz amarillenta. En el primero de los cuartos, ocupando una gran parte del estrecho espacio se encontraba, en el centro, una mesa de patas bajas tapizada de los libros y revistas que es de suponerse serían los de mayor circulación y venta. En sus costados, conteniendo polvorientos volúmenes de pastas gruesas, estaban colocados estantes de madera. Obstruían la entrada dos grandes mamparas que exhibían las novedades del negocio.

Finalmente, al fondo, estaba situado el mostradorcito detrás del cual Ramírez Plancarte despachaba. La segunda pieza, más amplia, era utilizada como bodega. Trasminando humedad y más sombría que la anterior, estaba dispuesta en forma laberíntica, atestada de libros en ordenada anarquía, y para cuya localización el propietario utilizaba croquis especiales, que tenían por mojoneras los platitos de colores llenos de veneno para las ratas, que, seguramente tan luego como don Francisco abandonaba el local por las noches, hacían de las suyas, en festín y orgías interminables, en aquella selva de papel apergaminado.

 

El Zapatista antizapatista

 

La modestia del negocio y del traje desgastado desmentía el hecho de que Ramírez Plancarte era autor ya de al menos dos libros publicados (uno de ellos, La Ciudad de México durante la revolución constitucionalista) y colaborador ocasional de los periódicos de la capital. Había nacido el 29 de enero de 1886, en la criolla, proconservadora y beata ciudad de Morelia. De piel apiñonada y mediana estatura, la vehemencia de su carácter contradecía la sobriedad inicial de su persona, pues tan pronto como tomaba la palabra, gustaba explayarse en sus opiniones –llevado de su ser extrovertido y apasionado–, principalmente cuando se trataba de hablar de la Revolución, y en general de materias políticas, transformando la plática en un intenso monólogo que no dejaba decir ni “mu” a su interlocutor en turno. Por su carácter fuerte y expansivo –en contrataste con el usual trato afable e indulgente de sus coterráneos– y el color de la piel, pensaba siempre al verle que se trataba de un moreliano atípico.

Según algunos de sus biógrafos, cuando joven don Francisco participó en la fundación de la Casa del Obrero Mundial, y durante la revolución constitucionalista militó en las “falanges obreras” que esa organización dispuso en apoyo de la facción y gobierno carrancista. Una tarde del otoño de 1944 fue la oportunidad de aclarar de viva voz esta y otras cuestiones importantes de su vida. Invitándome a sentar en una silla tan desvencijada como el resto del escaso mobiliario, comenzamos a charlar. Le pregunté inicialmente sobre la marcha del negocio:

—Mal, como siempre. Ya sabe, con la excepción de unos cuantos, vivir de la cultura en este país es condenarse a la perpetua penuria. Casi ni me dedico a vender libros, más bien me la paso departiendo con la clientela y amigos que, como usted, me visitan de tanto en tanto. Mejor me hubiera dedicado a cantinero, psicólogo, peluquero, ¡qué sé yo! Ganan más, tienen más clientela y no descuidan la brega al mismo tiempo que hablan con la gente. Pero qué le vamos a hacer, este es el oficio que la suerte dispuso para mí. Bueno, ya tenía una temporada más o menos larga de no verlo, como a tantos otros desde que me cambié para acá. ¡Cómo se pasa el tiempo de veras, cuatro o cinco años de eso! Pero dígame, ¿qué le interesa saber en esta ocasión acerca de la capital en aquellos días de la Revolución, si está en mí contarle algo, verdad?

—Hum... Primero quisiera que me contara algo de su persona y familia, pues se dicen muchas cosas de usted que quizás convendría aclarar.

—Pues de mí no tengo gran cosa que decir —me dijo sin mucha convicción—, pero si usted quiere... Ya sabe que soy michoacano, de Morelia. Muy joven me trasladé con mi mujer para acá, [a] la capital. Mi primer vástago nació allá por 1915 en plena revolución constitucionalista. Desde mi llegada a [Ciudad de] México siempre me he dedicado a lo mismo, a la venta de libros viejos. Primero en [un] local de la avenida Hidalgo y después me instalé en el Volador hasta que lo quitaron. Durante la Revolución, por mis ideas políticas participé activamente en la fundación de la Casa del Obrero Mundial, y siempre –hasta la suspensión de sus actividades en 1916, debido a la fuerte represión del gobierno de Carranza en contra de los trabajadores, no importando el valioso apoyo que nuestra organización le ofreció en momentos cruciales para su causa–, defendí y propalé a mi modo las ideas libertarias de la Casa, ya en alguna comisión o como simple militante, entre mis amigos, conocidos o aquí mismo en mi trabajo, como ve usted algo modesto, pero sin claudicaciones ni oportunismos.