Venustiano Carranza deja Aljibes el 14 de mayo de 1920 –de acuerdo con Luis Cabrera– y se interna en la Sierra Norte de Puebla. Aunque sabe que su situación es crítica, pues viene perseguido por sus enemigos políticos, no demuestra contrariedad, ni desesperanza, ni enojo; viejo lobo de mar en las lides políticas, sabe que los que ayer fueron sus aliados hoy son sus enemigos, pero cree firmemente que puede recuperar el control del país y terminar su mandato constitucional. Sin embargo, caerá muerto.
Aconsejado por su secretario de Hacienda, el político y periodista Luis Cabrera Lobato, y obligado por el levantamiento de las vías del tren en el tramo de Rinconada-Aljibes, lo que le impide su paso a Veracruz, Carranza y una comitiva buscan refugio en la sierra poblana. Inician su peregrinar en Santa María Coatepec, luego cruzan por las haciendas de Pozo de Guerra, Zacatepec, Santa Lugarda, atravesando el valle de Libres, y llegan a Temextla en la madrugada del 16 de mayo; ahí descansan un poco, toman provisiones y, esperando encontrar el apoyo del general Gabriel Barrios, enfilan con rumbo a Ixtacamaxtitlán.
Con las señoritas Lobato
Su paso por las haciendas es breve, pues lo vienen persiguiendo las fuerzas del general de división Jacinto B. Treviño, quien informa constantemente por telegramas al general Álvaro Obregón todo lo que sucede y las defecciones que sufren los carrancistas. Sin embargo, cuentan los actuales propietarios que en la hacienda de Santa Lugarda, el señor Mucio Barrientos recibe a Carranza con un almuerzo en una mesa para veinticuatro personas y que, al concluir la comida, don Venustiano estampa su firma en el respaldo de una silla de madera, que fue guardada muchos años por la familia y que al final “se extravió quién sabe dónde”.
Ese mismo 16 de mayo, que era domingo porque hubo misa, según refiere una de las ancianas del lugar, llegaron a Ixtacamaxtitlán y fueron recibidos en casa de las tías de Luis Cabrera, que se llamaban Angelita y Nabor, mejor conocidas como “las señoritas Lobato”, pues ambas eran solteras. Mientras comían, Carranza y Cabrera trataban de conseguir ayuda con el presidente municipal, que no quería recibirlos, y conferenciar con el general Gabriel Barrios para solicitar su apoyo militar, pero solo recibían órdenes con un teléfono que repetía monótono: “Trasládense a Tetela… Trasládense a Tetela”.
Visité cuando menos cuatro veces el poblado, conocí la casa de “las señoritas Lobato”, vi sus muros amplios, su techo de tejas, unos aros de piedra empotrados en las paredes que servían para amarrar a los caballos, y los descendientes me contaron esta increíble anécdota: el presidente Carranza quería recortarse las puntas de la barba; entonces mandaron traer al peluquero del pueblo. Darío Hernández sacó a la calle una mesa, una silla y un espejo y los colocó a la sombra de un zapote blanco en un costado de la plaza. Le habían pedido que recortara la barba del presidente de la República: por la emoción y el nerviosismo de estar ante un jefe que era escoltado por cuatro guardias armados que permanecían de pie, inalterables, la hoja blanca de la navaja temblaba en sus manos como un arma asesina. Carranza parecía confiado, pero no lo estaba. Un movimiento brusco de la navaja le hubiera quitado la vida, sin embargo permaneció tranquilo hasta que retiraron la manta. Al mismo tiempo que le dejaban al peluquero unas cuantas monedas en la mesa, los guardias le ordenaron que quemara los restos de la barba.
Salieron del poblado y entonces se enteraron de que los perseguían las tropas de Guajardo. ¡El mismo Jesús María Guajardo que un año antes había urdido la trampa mediante la que asesinaron a Emiliano Zapata! ¡El mismo al que Carranza había ordenado que le dieran un ascenso y monedas tras ese hecho traicionero!
Estaba anocheciendo cuando llegaron a Zitlalcuautla, una ranchería perteneciente a Tetela. Carranza se hospedó en casa de Luis Tapia Nava. El grueso de la gente se acomodó a ambos lados del camino. Se colocaron las guardias y se encendieron las fogatas.
“Un hombre muy solo”
El 17 de mayo llegaron a Tetela y por ningún lado hizo su aparición Gabriel Barrios. Carranza caminó hacia la plaza principal acompañado de los generales Juan Barragán y Francisco L. Urquizo, de su Estado Mayor. Luego les pidió que fueran a buscar alimento para la caballada. El presidente quedó solo un momento. Era raro que lo dejaran solo, pero él así lo pidió para meditar la situación de los últimos días en la sierra. Lucía Posadas, que en esa época era una niña, le dijo a su progenitora, según cuentan sus nietos: “Es un hombre muy solo para ser el presidente”.
Cuando regresaron sus acompañantes, caminaron por el centro y entraron a una tienda mientras la gente del pueblo se arremolinaba para mirar a la comitiva. Luis Cabrera, en su obra La herencia de Carranza describe: “En las afueras de la oficina de Recaudación de Rentas en Tetela alguien le presta una silla al señor Carranza”. Algunos hombres fueron a hospedarse en la posada de Barrientos; otros tomaron un baño en un temazcal; mientras tanto don Venustiano indultó a algunos presos que se lo solicitaron. De pronto, por teléfono se reciben las noticias de que Guajardo llega por la retaguardia y todos salen precipitadamente con rumbo a Cuautempan.
Víctima del desaliento
Es ahí, en Cuautempan, donde Carranza muestra por primera vez algún síntoma de su desaliento, pues Urquizo y Cabrera manifestaron que durante los días anteriores nunca se le oyó quejarse; puede ser que esto se debiera a que no encontró el apoyo prometido por el general Gabriel Barrios. Sin embargo, recibe la ayuda de Tranquilino Quintero y sus hermanos, quienes le ofrecen comida, armas y aposento. De este hecho, existe un acta levantada por el presidente municipal de Cuautempan, Luis Bonilla López, y por el secretario del ayuntamiento, Miguel F. Bonilla, con fecha del 18 de mayo.
Y quizá por ese desaliento es que decide que el escuadrón del Colegio Militar se separe en el siguiente pueblo. Así que en Totomoxtla le ordenan a Rodolfo Casillas, director del Colegio, que retorne a Ciudad de México para dar de baja a los cadetes y, si ellos lo desearan, podían regresar e incorporarse a la comitiva.
Siguen avanzando por la abrupta serranía y comienzan a subir una pendiente. Es la jornada más agotadora que han tenido. Varios jinetes desmontan los caballos y caminan. También el presidente ha desmontado y avanza silencioso jalando de las bridas a su cabalgadura. Así llegan a Tlamanca, poblado con unas cuantas casas rodeadas de maizales.
Cae la tarde. Sembrado en la colina, entre milpas, calabazas y chayotes, se distingue el armazón de un pueblo: han llegado a Tepango. Don Venustiano se hospeda en la casa del señor Aurelio Serafín, situada al costado derecho del palacio municipal; dos de sus generales descansan en la misma morada. Luis Cabrera y los miembros del Estado Mayor presidencial pernoctan en la casa de Ignacio Galindo, viejo conocido del poblano. Se encienden las fogatas, alguien pulsa una guitarra, por las calles se esparce el olor de carne asada y del café hirviendo en las ollas.
Un año después de la tragedia de Tlaxcalantongo, Cabrera escribirá una carta de agradecimiento a su amigo Ignacio Galindo por todas sus atenciones. Este documento se encuentra en el archivo del profesor Felipe Guzmán en Zacatlán.
Un presidente de carne y hueso
Ya amanece. Es hora de partir de Tepango, en la quinta jornada a caballo. Ignacio Galindo hijo me dijo que su padre intentó persuadir al presidente de tomar hacia Huehuetla, luego a Zozocolco y Coxquihui con la finalidad de encontrar una ruta segura a Veracruz, pero que Carranza se negó argumentando que ya había enviado a la avanzada con rumbo a Tlapacoya y que, agradeciendo su preocupación, don Venustiano le regaló un fuete a su padre. Sobre la piel del fuete brillaban, luminosas, las iniciales “VC”.
Enseguida llegan a Amixtlán. Su estancia es breve, pero las anécdotas que se cuentan en el poblado nos permiten dibujar a un Carranza de carne y hueso. Primera: mi amigo Ubaldo Jarillo, director del programa de radio “Fiesta Política Mexicana en Zacatlán”, argumenta que Amixtlán es el último lugar donde se recibe a Carranza con los honores correspondientes a su investidura y que él agradeció el gesto dándole al presidente municipal Mariano Vázquez una cantidad de dinero para continuar la construcción de su mercado. Segunda: don Venustiano le promete a la profesora Concepción Salazar Medina que llegando a Ciudad de México le mandaría un apoyo económico para la reconstrucción de la escuela primaria, cuyo muro había sido derrumbado por una tormenta. Tercera: en la casa de don Eliseo Salazar, Carranza pide permiso para ir al sanitario y el dueño le señala una letrina que se encontraba en el patio; el mandatario cruza entre puercos, pollos, gallinas y guajolotes para llegar al excusado. Debajo de él, unos puercos se acercan disputándose la mierda. Dicen que más tarde, cuando todos se habían retirado, una peoncita encontró unos billetes de a dos pesos en el excusado y se los mostró a su patrón, quien asombrado soltó una exclamación: “¡Qué carajo! ¡Miren con qué se limpió el trasero!”.
Al mediodía llegan a Tlapacoya, donde descansan, colocan herraduras a los caballos y comen en la casa de Teódulo Herrero. La familia Herrero me facilitó una fotografía de don Teódulo, ¡y es notable el parecido físico que éste tiene con Rodolfo Herrero, puesto que eran primos hermanos! Nadie hubiera imaginado en ese momento que, dos días después, Rodolfo habría de traicionar y asesinar al presidente de la República.
Esta publicación es sólo un fragmento del artículo "Testimonios de la ruta a Tlaxcalantongo" del autor Miguel Ángel Andrade Rivera, que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México número 109.