¿Qué hacía un novohispano en la Guerra de Flandes?

La crónica de Diego de Villalobos en el siglo XVI

José Javier Ruiz Ibáñez

En Flandes (actualmente parte de Bélgica y Países Bajos), los españoles fueron considerados monstruos debido a la fiera campaña comandada por el duque de Alba para someter dicho territorio.

 

Cuando el viajero entra en la Iglesia del monasterio de Guadalupe (Extremadura, España) y asciende hacia la nave principal no suele reparar en el texto de las lápidas que adornan el muro. Una de ellas anuncia el eterno descanso de un tal Diego de Villalobos y Benavides, capitán de caballos de Flandes. Si el visitante sí se detiene a leer el breve epitafio, lo más probable es que evoque las imágenes de los tercios españoles luchando en las villas, canales y arenales del norte de Europa por su Dios, por su rey y por sus propios intereses. Pero esta historia es mucho más compleja.

Si la tumba de don Diego fue el punto y seguido de su vida, el principio de la frase fue escrito en la Ciudad de México, en cuyo convento de Santo Domingo había sido bautizado muchos años hacía. Al igual que la de otros muchos, la biografía de don Diego de Villalobos y Benavides muestra cómo la Monarquía de los Austrias españoles se construyó sobre la vida de múltiples personas que la protagonizaron circulando entre los diversos territorios donde el rey católico ejercía su soberanía o proyectaba su influencia. Villalobos no solo fue uno de los –por cierto no pocos mexicanos– que desarrolló su carrera fuera de su patria natural, sino que, sin duda, fue el primero que nos ha dejado una crónica de las guerras europeas de su señor y del que conservamos su retrato, un grabado que ilustra la edición de su relato de las acciones militares.

Hijo del oidor don Pedro de Villalobos, el mismo que reprimió la conspiración de Martín Cortés, y nieto de conquistador, los orígenes de don Diego eran diversos. Nadie, pese a que no pocos testigos lo intentaron, podía garantizar la limpieza veterocristiana de su padre o el origen europeo de su abuela materna. Los hijos del oidor adornaban a sus ancestros con la sombra de tener origen indio o converso, pero la capacidad de don Pedro por lograr el favor de Felipe II y de acumular como esposo y como capitán general de Guatemala una enorme fortuna, funcionaron como un eficaz mecanismo de progreso social. Los Villalobos y Benavides hicieron muy buenas bodas con una nobleza de servicio hispanoalemana, lo que permitió a alguna de las ramas femeninas de la familia tener para la siguiente generación condes del Imperio entre sus vástagos. En ese contexto don Diego fue a hacer la guerra a Flandes, siguiendo el camino del mérito y del servicio que había abierto su padre.

En las últimas décadas del siglo XVI, Europa occidental ardía en guerra tanto en la tierra como en el mar. Los ejércitos del rey de España eran llamados por doquier para ayudar a todo tipo de rebeldes que resistían contra unos reyes a los que acusaban de buscar imponer a sangre y fuego la Reforma protestante, fuera en Irlanda, Inglaterra o Francia. Para un ya viejo Felipe II era la oportunidad de expandir su dominio y servir a su Dios. A esos enemigos se sumaban los viejos rivales, los turcos en el Mediterráneo y los flamencos en los Países Bajos, quienes resistían desde 1568 de forma empecinada contra los deseos de injerencia regia. Demasiada ambición, demasiados enemigos, demasiados frentes. Las tropas de Felipe II se veían desbordadas por tantas obligaciones; era imposible al mismo tiempo ayudar a liberarse a los ingleses e irlandeses católicos, someter a los holandeses protestantes o decidir la guerra civil francesa y poner en el trono de San Luis a una mujer católica y española.

Para 1594 la gran política de Felipe parecía vencida: las armadas contra Inglaterra habían fracasado, los flamencos se habían consolidado en sus posiciones y en Francia Enrique de Borbón había vencido a poderosos rivales en la guerra civil y, de paso, se había convertido al catolicismo. Tocaba ahora el contraataque concéntrico sobre los territorios que aún controlaba el rey católico en el Septentrión, las provincias leales de Flandes, por las fuerzas combinadas de Enrique, de Isabel de Inglaterra y de los holandeses. Frente a tan temible máquina solo se alzaban las milicias de civiles católicos de las villas flamencas y el ejército de Flandes, en el que no más de diez mil veteranos españoles de los tercios viejos eran la élite de la élite. Uno de ellos fue don Diego de Villalobos y Benavides, mexicano en el sentido de que nació en la Ciudad de México.

Un mexicano en el ejército de Flandes

Don Diego, como hijo menor, había dejado el mayorazgo a su hermano Simón y había partido a servir al rey allá donde este estaba dilapidando los recursos arrancados a la tierra en América y a los bolsillos de los campesinos en Castilla. Era en Flandes donde mejor carrera se podía hacer y donde mayores mercedes se podían obtener. La rápida promoción militar del hijo del oidor se apoyaba en tres elementos: la carta de recomendación que le había dado el rey por los servicios de su padre, la protección de su cuñado el poderoso pagador general del ejército, don Gerónimo Walter Zapata, esposo de Francisca Velázquez (de Villalobos), y, por supuesto, su propio valor. En los cuatro años de servicio en Flandes, don Diego fue ascendiendo de soldado hasta capitán de caballos, y fue protagonista de cómo los ejércitos y las milicias de Felipe II, que parecían al borde del colapso en 1593-1594, se pusieron en pie, rechazaron los ataques de ingleses, franceses y holandeses y contratacaron con tal energía que cuando llegó la paz (1598, 1604 y 1609) ninguno de los bandos podía reclamar una victoria total.

Quizás en su momento el niño Diego oyó en su casa los relatos sobre la conquista y destrucción de Tenochtitlan de un tal Bernal Díaz, cuando este visitaba a su padre el oidor, quizá entonces comprendió la importancia de recordar las propias acciones. Fuera por esto, por ser el gusto de la lectura y la escritura algo común en su familia, por la necesidad de redactar memorial tras memorial para pedir la merced del rey y/o por la obsesión de generar memoria, que para la década de 1600 el veterano mexicano tomó la pluma y publicó en 1610-1611 un libro en el que narraba las campañas de 1594 a 1598, aquellas en las que había combatido.

 

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Un novohispano en la Guerra de Flandes