Hace casi quinientos años comenzó en la ciudad de México una lucha a muerte contra sus ríos; poco a poco fueron eliminados del paisaje hasta que logramos sepultarlos bajo el asfalto. Al leer esta historia, no sin nostalgia, nos interrogamos si dejaremos de verlos como adversarios y si podremos regresarlos a sus cauces originales.
Al consumarse la conquista de México, Hernán Cortés decidió levantar la nueva ciudad en el islote que ocupaba la gran Tenochtitlan. Nadie imaginó que, cinco siglos más tarde, aquellos lagos prodigiosos y los abundantes ríos que los alimentaban estarían cubiertos por una costra gris de asfalto perpetuo, suplantando al paisaje que en 1519 maravilló a los españoles por su extrema belleza.
De aquellos ríos que por mucho tiempo surcaron los alrededores de la capital de la Nueva España hoy solo queda el nombre asignado a las grandes avenidas que cubren sus trayectos; el agua corre entubada por debajo del asfalto, transportando materiales de desecho y no el líquido cristalino que por su naturaleza debía llevar. Ya no hay grandes lagos que reciban los afluentes, sino el Gran Canal del Desagüe que recoge todos los líquidos excretados por un monstruo citadino. Donde antes hubo cascadas, hoy encontramos semáforos y congestionamiento vial.
Históricamente, la capital de México y sus habitantes demostraron que –a diferencia de otras ciudades del mundo– sus numerosos ríos y canales no podían convivir con el desbordado crecimiento urbano, e incluso se les culpó de las catastróficas inundaciones que ocurrieron cuando el piso firme le ganó terreno a los lagos de México-Tenochtitlan. Entonces, primero se tomó la medida de cambiar sus cauces y, después, se decidió ocultarlos.
La vida entre inundaciones
En 1555 una grave inundación alertó a los recién llegados habitantes de la meseta del Anáhuac acerca de lo indispensable que era analizar el comportamiento natural de un islote que cada vez más le ganaba terreno al lago. En un informe enviado al rey de España, el virrey don Luis de Velasco (padre) describió la catástrofe ocurrida el 17 de septiembre de ese año: “Nos hemos visto en gran trabajo, y si no se pusiera gran diligencia en desaguar un río que salió de madre [cauce], por la parte de Tlatelulco, y que se llama Santiago, gran parte de la ciudad se perdiera. Fue gran yerro a mi ver, fundarla en este sitio, porque había otros mejores a dos o tres leguas de aquí”. El informe también mencionaba a los ríos de Coyoacán y Tacubaya, cuyos cauces podrían ser causa de otra grave inundación.
Además de las medidas que se tomaron para regular la capacidad del lago de Texcoco al utilizar la infraestructura de los diques prehispánicos para evitar el desbordamiento de los ríos, el gobierno virreinal tomó la decisión de desviar el curso de algunos cauces, como el río de los Morales, obra que se concluyó en 1626. A pesar de esto, en 1629 tuvo lugar una catastrófica inundación por obras mal realizadas en el río Cuautitlán, lo que provocó la muerte de miles de personas y el éxodo de los habitantes de la capital. Menciona el cronista José María Marroquí, en su obra La ciudad de México (tres volúmenes, 1900-1903): “De las veinte mil familias españolas que había, apenas se quedaron en la ciudad cuatrocientas”.
Pasado el tiempo y ocurridas más inundaciones, según afirma el historiador Francisco de Garay (homónimo del conquistador español) en su obra El valle de México, apuntes históricos sobre su hidrografía (1888), a principios del siglo XIX las aguas provenientes del suroeste eran las que causaban mayores problemas a los habitantes de la capital. Hace mención de la corriente del río Tacubaya que bajaba de las lomas para desparramarse en la ciénaga de Chapultepec, mientras que las aguas del río Xola llegaban a la ciénaga de la hacienda de la Condesa, limitada por la calzada-dique de la Piedad. Ante la amenaza de las inundaciones, en 1825 se hizo la derivación del río Tacubaya unido al de Xola, para desembocar en el Canal Nacional. A este nuevo corte se le llamó río de la Piedad.
Para 1929 los ríos que alimentaban la cuenca de México eran: De los Remedios, Consulado, Tlalnepantla, De la Piedad y Churubusco, cuyos cauces se controlaron con las presas de Dolores y Tecamachalco. Los lagos de Xochimilco y Texcoco se desecaban cada vez más y la capacidad de este último estaba regulada gracias a la funcionalidad del Tajo de Nochistongo, que fue un remedio eficaz para evitar las constantes inundaciones que sufría la capital del país; se trata de un sistema de ríos, canales y arroyos cuya función es transportar el desagüe proveniente de la urbe hacia el golfo de México.
Focos insalubres
En aquel tiempo los ríos habían perdido su natural misión de transportar agua cristalina; poco a poco perdían la intensidad de su corriente y se estaban convirtiendo en focos insalubres e inseguros. Las crónicas hablan de lo peligroso que eran los alrededores del río Churubusco, que poco antes de ser entubado era refugio de maleantes y vertedero de basura.
En 1942 el estado insalubre del río Consulado era notorio; fue entonces que el Departamento del Distrito Federal decidió entubarlo. Además se desarrollaron obras para controlar los ríos Mixcoac, Becerra y Tacubaya, cuyas aguas se encausaron al río Hondo. Estas construcciones disminuyeron el peligro de las inundaciones en la capital.
Cabe mencionar que el río Consulado cruzaba la hacienda de la Teja y algunos ranchos, lo cual comprendía un inmenso terreno que hoy ocupa la colonia Cuauhtémoc, así como el bosque de Anzures, la colonia Santa Julia y varias fincas de campo, como la hacienda de los Morales. El afluente bordeaba la calzada de la Verónica, que era una de las más importantes en los tiempos en que se entubó ese río.
El dominio de las aguas
Para controlar las aguas provenientes de las montañas se construyeron enormes presas con el fin de regular la corriente de los ríos que, pese al urbanismo, el declive los hacía regresar a unos lagos que ya no existían. Se planearon grandes obras hídricas; entre ellas, las presas de Anzaldo, San Jerónimo, Coyotes, Texcalatlaco, Mixcoac, Tacubaya, Tecamachalco y San Joaquín, cuyos paisajes tristes e insalubres –como el de la presa Tecamachalco– nos muestran lo que puede ocurrir cuando la mano del hombre controla a la naturaleza.
En 1950 se inauguró el Viaducto Miguel Alemán, después de entubar el río de la Piedad en toda su extensión, lo mismo que parte de los ríos Tacubaya y Becerra. Esta fue la primera vía rápida de la Ciudad de México, que inicialmente se diseñó con dos carriles de ida y dos de vuelta, muy amplios; al recorrerlo, preguntábamos los niños: “Si en medio del Viaducto está un río, ¿por qué no escuchamos correr el agua?”. Este trabajo provocó muchos comentarios de los vecinos, quienes añoraban los días de campo junto al río; sin embargo, en ese tiempo el de la Piedad era un cauce de aguas insalubres.
Una de las obras importantes del lapso 1952-1960, fue el interceptor de dieciséis kilómetros construido en la zona poniente de la capital, que partía del río de la Magdalena y terminaba en el de los Remedios, con el afán de evitar más inundaciones en la ciudad de México.
Por otra parte, a partir de 1952 se desvió el curso del río Churubusco, con la finalidad de que ya no alimentara los lagos de Xochimilco, Mixquic y Tláhuac. Para 1960 se construyeron presas en las barrancas de Tacubaya y Becerra; al río Mixcoac le tocó el turno de ser entubado en una longitud de kilómetro y medio; además se construyeron cuatro vasos reguladores para controlar las aguas del río de los Remedios.
Aun así, el desbordamiento de las aguas continuó y en esta problemática estaba incluido un río artificial muy antiguo, el Gran Canal, que recibía los drenajes de toda la ciudad y particularmente las aguas ya entubadas de los ríos Consulado, de la Piedad y Churubusco.
El río Magdalena también quedó encerrado en un tubo durante la gestión del presidente Adolfo López Mateos (1958-1964). Asimismo, en el lapso de 1961 a 1970 se entubó casi un kilómetro del río de San Juan de Dios, en la zona de Tlalpan. Igualmente fue entubado el canal de Miramontes, en una longitud de 1.7 kilómetros, a la altura de Coapa. Lo mismo sucedió con otro tramo del río Tacubaya y con uno de los cauces de agua que fue retratado por los paisajistas del siglo XIX: el San Ángel, que también recibía los nombres de río Chico o Tizapán.
Como una obra clave para alejar el fantasma de las inundaciones en la capital, el 9 de junio de 1975 se inauguró el Drenaje Profundo, que recoge las aguas negras, pluviales, parte del Gran Canal y de los ríos Tlalnepantla, de los Remedios y San Javier, para acarrearlas hasta el estado de Hidalgo. Con esto se concluía una serie de construcciones y excavaciones que se dieron desde los tiempos coloniales para resolver la problemática de las inundaciones, ya fueran diques, presas o el socavón de Huehuetoca, construido para regular las aguas de la cuenca de México.
El caso más reciente es el de los Remedios (antes llamado de Nuestra Señora de los Remedios y, en unos tramos, río de Tacuba), convertido desde hace varias décadas en un cauce de aguas negras y cuyo insalubre recorrido fue entubado hace poco más de seis años para permitir la construcción del Anillo Periférico en su tramo noroeste.
El agua para molinos y fábricas
Consumada la conquista, uno de los objetivos de Cortés fue crear una nueva infraestructura para proveer de bienes y servicios a los nuevos pobladores de la meseta central. Comenta el historiador Adolfo Deséntis y Ortega que “fue el propio Hernán Cortés quien se adjudicó por primera vez las lomas de Tacubaya, instalando las más antiguas moliendas de trigo al aprovechar las ‘heridas de molino’ (caídas de agua) que había en las barrancas de ese lugar y que formaban el río que se llamó después de Santo Domingo”.
Bajo el gobierno de la primera Audiencia, Nuño de Guzmán ordenó la construcción de más molinos aprovechando la corriente del río Tacubaya, lo que provocó grave afectación a Atacubaya (en ese tiempo, pueblo de indios), situación que fue descrita en una carta por fray Juan de Zumárraga en agosto de 1529: “Les toman el agua para los molinos, que es con que regaban sus labranzas y sementeras de pobres indios vecinos de aquel pueblo y sin ella de ninguna manera se puede vivir”.
Y este fue el inicio de la construcción de otros molinos para aprovechar el cauce de los ríos. Poco a poco en la región poniente se construyeron otros como el de San José, el del Portal, el de Valdés, el de Belém de las Flores (que posteriormente fue fábrica de papel) y el de Santa Fe, que también utilizaban las aguas del río Tacubaya. Destacaba el Molino del Rey; tenía dos áreas, una dedicada a la molienda de trigo (del Salvador), y la otra como Real Fábrica de Pólvora (del Rey).
Un poco más hacia el sur, hacia 1564 Martín Cortés Zúñiga, hijo del conquistador, aprovechando las aguas del río Magdalena construyó el Molino de Miraflores, el cual funcionó como tal hasta 1852, momento en que se utilizó la construcción para montar una fábrica de papel denominada Nuestra Señora de Loreto, misma que después se dedicó a fabricar tejidos de algodón y en 1906 retornó a la industria del papel, hasta convertirse años más tarde en la fábrica Loreto y Peña Pobre. A causa de la contaminación que provocaba su funcionamiento, esta fue convertida en un centro cultural y comercial que hasta la fecha existe.
Otros molinos que se levantaron durante el Virreinato para aprovechar el curso del Magdalena fueron el de Calderón y el batán de Anzaldo.
La riqueza del canal de la Viga
Originalmente, los ríos desembocaban en los lagos de la meseta central; al crecer la superficie del islote, el paso del agua por la nueva tierra se realizó a través de canales y acequias que la surcaban de lado a lado en forma cuadricular. La acequia o canal de la Viga (también llamado canal Real), construido desde tiempos prehispánicos, corría de sur a norte, desde el lago de Xochimilco hasta lo que hoy es la calle de Roldán, en el centro de la Ciudad de México.
Hasta finales de la tercera década del siglo XX fue la vía más importante y barata para abastecer a la capital de las cosechas de hortalizas que se obtenían en las tierras lacustres y pródigas de Tláhuac, Mixquic y Xochimilco. Quienes tengan actualmente entre 85 y 90 años de edad, seguramente recordarán los canales de agua que ocupaban las calles del oriente del Zócalo, donde acudían las personas a comprar su mandado cotidiano.
El canal de la Viga fue muy importante no sólo por su carácter comercial, sino también como un elemento cultural que inspiró canciones, crónicas y remembranzas. Además de que era la sede del popularísimo paseo de Santa Anita, celebrado los Viernes de Dolores, poco antes del inicio de la Semana Santa, al que concurrían miles de personas en busca de comida, música, diversión y parranda. Aunque se podía caminar a la orilla del canal, lo divertido era pasear en trajinera.
A mediados del siglo XX, el cronista Alfonso de Icaza, en la obra Así era aquello... Sesenta años de vida metropolitana (1957), describió aquella festividad que fue una de las más importantes de su tiempo:
“Recorrer el canal en trajineras hasta la altura de la bifurcación del camino a Iztapalapa [actual avenida Ermita] era entonces un placer. Se embarcaba uno [...] al comienzo de la calzada y tras de pasar la fábrica de licores La Gran Unión, abundaban las fincas campestres, todas ellas muy pintorescas. [...] Jamaica, Santa Anita, Iztacalco, Mexicaltzingo, iban desfilando poco a poco ante la vista del paseante, que si desembarcaba, en cualquier sitio que fuese, hallaba donde divertirse. [...] El puente de Jamaica fue siempre muy bajo, y las canoas quitaban sus toldos, teniendo los pasajeros que agacharse. Las que venían cargadas generalmente dejaban allí su mercancía, naciendo de tal costumbre el mercado de verduras que aún existe [el mercado de la Merced]”.
Pero no sólo concurría la gente a dicho recorrido los Viernes de Dolores. También los domingos centenares de paseantes buscaban diversión en las fincas de recreo; según De Icaza, eran más de cien fincas donde la gente comía, bebía pulque y bailaba al compás del jarabe, el danzón, el fox-trot y todos los bailes que estaban de moda.
Ese mundo de música y comida murió al transformarse el canal en un camino de tierra por disposición gubernamental, ya que en sus últimas décadas de vida era un cauce de aguas turbias. En la década de 1920, el historiador Luis González Obregón evocó en Las calles de México: “Aquellos barrios, calles y callejones, conservaban todavía los canales de aguas pestilentes, inmundas, pero que aquella mañana [del Viernes de Dolores] desaparecían bajo infinidad de canoas pequeñas y grandes, cubiertas de flores y frutos, con nervudos remeros y vendedoras parlanchinas”.
El canal de la Viga –y por ende, el paseo de Santa Anita– fue captado por el lente de muchas cámaras; además inspiró algunas canciones populares, como la copla que decía: “Vámonos a Santa Anita,/vámonos y ya verás,/y oirás a las pateras [vendedoras de pato]/ay, cómo gritan”; o bien una danza evocativa, escrita en 1931 por el compositor oaxaqueño José López Alavés, que describía poéticamente una tradición que estaba a punto de perderse y que hoy forma parte de la memoria de nuestras vías pluviales:
Viejo canal de la Viga
cuántos te recordarán,
has sido muy buen amigo
de esta bella capital.
[...]
Han recorrido tus aguas
desde tiempo inmemorial
lanchas cargadas de flores,
de legumbres, maíz y trigo
pa’ sustentar a este pueblo
de la Gran Tenochtitlán.
Ríos y canales principales de la ciudad de México en la década de 1860
1. Río de los Morales
2. Río de Tacubaya
3. Río de la Piedad
4. Río de los Remedios
5. Río Consulado
6. Río de Tlalnepantla
7. Río Churubusco
8. Río Mixcoac
9. Río Becerra
10. Canal de la Viga/Canal de Chalco/Canal Nacional
11. Canal de San Lázaro
12. Río Magdalena
13. Río San Juan de Dios
14. Río San Ángel/Río Chico/Río Tizapán
15. Río San Joaquín
16. Río San Buenaventura
17. Río de Guadalupe
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