Por voluntad y por la fuerza

La compleja formación de la nueva nación mexicana

La Redacción

El Estado mexicano, como muchos otros en el mundo, se construyó con guerras, con imposiciones, con despojos. Lo más frecuente es recordar la historia de cómo se perdieron territorios, de los agravios que se padecieron por parte de Estados vecinos o de potencias imperiales. Son muy pocos los que se atreven a reconocer que en la construcción del Estado propio también se cometieron esos actos.

 

Hay proyectos de Estado que nunca se consolidaron. En 1823 circuló una propuesta para crear una república federal que incluyera Oaxaca, Tabasco, Chiapas y la península de Yucatán. No fructificó. Tampoco los intentos de varios políticos de Jalisco para considerar que su Estado fuera independiente de México. Lo mismo pasó en Yucatán. El Estado mexicano que hoy conocemos pudo haber sido de una forma diferente o, tal vez, no existir.

Antes de la independencia del territorio que hoy se conoce como México, no estaba claro su nombre ni cuáles eran sus alcances. Por eso no resulta extraño que no hubiera una identidad virreinal. En el periodo colonial una persona de, pongamos por caso, Oaxaca, no se llamaba a sí misma “mexicana”, a menos que fuera de origen náhuatl. Los habitantes de la península de Yucatán y los de California tampoco tenían muchos motivos para compartir una identidad exclusiva con los oriundos del Bajío.

Servando Teresa de Mier recordaba cómo se solía llamar México a toda la Nueva España, aunque esta no fuera sino la ciudad capital del virreinato, la cual no incluía a Guatemala ni a las provincias internas, ni a Campeche ni a la Nueva Galicia. En 1820, al hablar de la independencia de la nueva nación, Mier señalaba que debía integrarse un Congreso que representara “las intendencias de México, la capitanía de Yucatán y las ocho provincias internas de oriente y poniente”. Es decir, pensaba que Yucatán y las provincias del extremo norte eran cosa distinta a “las intendencias de México”.

Algo semejante pensó en 1821 el arcediano de Michoacán Manuel de la Bárcena, quien consideraba que ciertas provincias, como Nuevo México, California y hasta Sonora, no formaban parte del país que se estaba independizando, pero se le unirían por conveniencia, aunque quizá en un futuro buscaran su propia independencia, pues su naturaleza era distinta de la mexicana.

En cambio, el Plan de Iguala proyectaba la independencia de una entidad más grande, la “América Septentrional”. Hay que recordar que en 1820 se volvió a poner en vigencia la Constitución de Cádiz. En el artículo 11 de esta constitución se refería a una de las regiones que formaban la “nación española”, llamada “América Septentrional”, integrada por “Nueva-España con la Nueva-Galicia y península de Yucatán, Goatemala, provincias internas de Oriente, provincias internas de Occidente, isla de Cuba con las dos Floridas, la parte española de la isla de Santo Domingo, y la isla de Puerto Rico”. Por ello, a finales de 1821, la Comisión de Relaciones Exteriores establecida por Agustín de Iturbide señalaba la conveniencia de extender los límites del imperio a Centroamérica e incluso a Florida.

La monarquía propuesta por el mencionado Plan sería un imperio apellidado “mexicano”. El origen de esta denominación se hallaba en la imaginada resurrección de la grandeza del “imperio mexicano” conquistado por los españoles tres siglos antes. Este vínculo del nombre de México con el pasado imperial y el centralismo de la ciudad capital ocasionó que los republicanos opositores a la monarquía de Iturbide prefirieran el nombre Anáhuac para referirse al país. Entre mayo y julio de 1823, tres proyectos constitucionales que buscaban el establecimiento de una república que garantizara los derechos de estados y provincias emplearon ese nombre: “República federada de Anáhuac”, decía Stephen Austin; “Pacto Federal de Anáhuac”, según Prisciliano Sánchez; “República de los Estados Unidos del Anáhuac”, propuso Francisco Severo Maldonado.

Todavía cuando se instaló el Constituyente Federal en noviembre de 1823, el poder Ejecutivo insistía en que representaba a “los países de Anáhuac”, aunque el proyecto de Acta Constitutiva llamara “mexicana” a la nación, mención que no ocasionó ninguna discusión en la asamblea, pese a que los diputados de Jalisco y Yucatán se negaban a prestar obediencia a las autoridades asentadas en la Ciudad de México, lo que provocó que el gobierno central enviara fuerzas armadas para obligarlos a integrarse al nuevo país.

Al final, triunfó la visión que pretendió imaginar al nuevo país como el heredero de aquel imperio prehispánico. Nueva Galicia desapareció para dar paso a Jalisco, mientras que el Nuevo Santander recuperó el apelativo de los viejos tamaulipas. En otros casos, la x se impuso a la académica j. Lo paradójico del caso es que la recuperación del pasado prehispánico y de sus topónimos corrió a cargo de los españoles americanos, mientras que a los auténticos herederos de aquellos pueblos se les asignaba un papel secundario en la creación de la nueva nación mexicana.

 

 

Si desea leer el artículo completo, adquiera nuestra edición #176 impresa o digital:

“Asesinato de Trotsky. El largo brazo de Stalin”. Versión impresa.

“Asesinato de Trotsky. El largo brazo de Stalin”. Versión digital.

 

Recomendaciones del editor:

Si desea saber más sobre la historia de México, dé clic en nuestra sección “Virreinato”.

 

Title Printed: 

Por voluntad y por la fuerza