El torero Alberto Balderas y su trágico final en 1940
Alberto Balderas Reyes nació a la par que la revolución maderista de 1910. Más tarde, en medio del cambio de régimen que significó ese periodo, sus padres mostraron una reacción poco favorable cuando les informó que la tauromaquia le apasionaba y que no pensaba descansar hasta ser un profesional vestido con traje de luces.
Y así fue: antes de la mayoría de edad ya era un novillero respetado y vislumbraba su futuro en las grandes plazas españolas. Siguiendo su sueño, viajó en 1929 a Sevilla, donde tomaría la alternativa al año siguiente en una temporada fantástica en su desarrollo como lidiador. Regresaría a México para dominar los ruedos durante una década más. Hasta que llegó el fatídico 29 de diciembre de 1940.
Por extrañas circunstancias, esa tarde de domingo era completamente amarilla. El sol se reflejaba en la arena, los tendidos, capotes y trajes de los toreros y banderilleros. Todo irradiaba un bello ámbar. De hecho, dadas las coincidencias, hasta la fecha afamados matadores prefieren rehuir de ese color en el tono principal de sus trajes.
Como sea, la corrida continuaba sin contratiempos. Junto a José González Carnicerito, nuestro personaje brindaba la tarde a Andrés Blando, el joven novillero que solicitaba su confirmación. Se trataba del pasar inevitable de la estafeta a otra generación, tal como le había sucedido a Balderas hacía poco más de una década.
Alberto ya no se movía como antaño, pero sí con elegancia. Cortaba una oreja y daba vuelta al ruedo. Se anunciaba a Cobijero como el siguiente toro. Los picadores se desmidieron en su trabajo. Cobijero se desorientó ante el castigo quedando burriciego, como se dice coloquialmente. Cuando distinguió a Balderas, se arrojó sobre él con toda su fuerza. El matador marcó la salida, pero el toro no siguió el juego visual. La violenta cornada reventó la vena hepática, si no es que el hígado completo de Balderas. El torero quedó clavado y fue sacudido en el aire en lo que parecieron horas, hasta caer al suelo. Entre el animal eufórico, el desangrar y el tiempo en ser rescatado, todo terminó.
La tragedia se hizo presente en la enfermería de la plaza. De pronto, el sol se esfumó, al igual que la vida del torero y la tarde amarilla de aquel domingo.
El artículo breve "Cuando la muerte se vistió de amarillo" del autor Gerardo Díaz se publicó en Relatos e Historias en México número 128.