“Por la Divina Providencia y por el Congreso de la Nación, acepto la corona de México”

¿Quién dijo eso?
Joaquín E. Espinosa Aguirre

 

El evento que en buena medida inspiró la investidura de Iturbide fue la majestuosa coronación del emperador francés Napoleón Bonaparte en 1804.

 

Una vez que surgió el Estado mexicano, con forma de Imperio, se comenzó a fundar también la nación, la cual buscaba una identidad propia. Sin embargo, no fue tan sencillo hacer borrón y cuenta nueva con respecto a los tres siglos de dominio que antecedieron a su nacimiento. Muchos de los elementos culturales y de legitimidad política hispanos se manifestaron a través de las celebraciones que siguieron a la emancipación política.

Una serie de festividades de mucha importancia fue la efectuada alrededor de Agustín de Iturbide y la proeza de la consumación, así como el ascenso del llamado Héroe de Iguala al trono del naciente imperio. Pareciera que nada nuevo se realizó en los agasajos festivos del país recién independizado, aunque sí hubo ciertas variantes dignas de mención.

 

El día más fausto: 27 de septiembre

Tras la entrada del Ejército Trigarante a Ciudad de México el 27 de septiembre de 1821, suceso que marca el fin de la guerra de independencia, la recién formada Junta Provisional Gubernativa procedió a la firma del Acta de Independencia del Imperio Mexicano, donde aparecen las rúbricas de Agustín de Iturbide, el obispo de Puebla Antonio Pérez, el último capitán general y jefe superior político Juan de O’Donojú –por enfermedad no asistió–, José Miguel Guridi y Alcocer, Anastasio Bustamante y otros personajes de la lucha emancipatoria.

Un mes después, el 27 de octubre, se hizo la jura solemne de sostener la independencia, en la que se buscó negar todo lo español a través de cubrir la estatua ecuestre de Carlos IV, obra de Manuel Tolsá, con un templete levantado exprofeso en la elipse de la Plaza de la Constitución. La montura sirvió además para recrear alegorías y representaciones a propósito de la independencia. No obstante, sí hubo una representación hispánica: el paseo del pendón imperial, que era una costumbre en el contexto español, cuando se festejaba la elevación de un nuevo monarca al trono.

Toda esa alegría se vio eclipsada cuando se tuvieron noticias de España: había llegado a conocimiento del rey Fernando VII y de las Cortes de Madrid lo sucedido con los Tratados de Córdoba y el Plan de Iguala, en el que O’Donojú reconoció la independencia de México, por lo que hicieron saber que se negaban completamente a aceptar la legitimidad de dichos acuerdos y, por lo tanto, desconocían en lo absoluto la separación política.

Al llegar esta noticia a México a principios de 1822, todo fue confusión, pero el pacto de Córdoba ofrecía una salida: las Cortes mexicanas podrían elegir al monarca que consideraran más adecuado, ante la negativa de los miembros de la dinastía Borbón. De ese modo, por ambiciosos planes personales proyectados con muchísima anticipación, o porque no había nadie con suficiente fama ni revestimiento como Iturbide para señalarlo al cargo de monarca, y de la mano de la soldadesca y un considerable –pero solo capitalino– gentío, el Congreso decidió ceñirle la corona al llamado Libertador.

 

Ritos que sirvieron de modelo

Ahora bien, ¿cómo enfrentar la tarea de una coronación? Por un lado, no era costumbre de la monarquía española llevarla a cabo, y por otro, era algo que nunca se había hecho en las antiguas posesiones americanas. Para resolverlo, se nombró a una comisión que se encargara de elaborar un proyecto, del que resultó un rompecabezas de 63 artículos, donde se mezclaban tradiciones románicas (el Pontifical Romano) e hispánicas, así como los ceremoniales de entronización de Napoleón Bonaparte –a quien sin duda Iturbide buscaba emular– y de los monarcas franceses del Antiguo Régimen.

La más arraigada de las tradiciones venía necesariamente de España. Ello tenía un ejemplo patente en la entrada de los virreyes en procesión solemne a Ciudad de México, sede de los poderes. El paseo del pendón era la entrada triunfal ficticia del rey en las provincias de la monarquía fuera de Madrid, en el que se marchaba con el lábaro regio en manos del alférez real o el gobernador militar por toda la plaza principal, para atravesar arcos triunfales, colgaduras y escenografías (todas efímeras), muestra de que la ciudad juraba fidelidad al nuevo rey. Se echaban campanas al vuelo y soltaban cañonazos y salvas de fusil, eran regaladas monedas a la “canalla” y medallas conmemorativas a los notables de la ciudad. Luego se realizaba el besamanos, que se hacía simbólicamente con el pendón real, aunque a veces se hacía con el virrey, como sucedió en Nueva España. Las corridas de toros y bailes y saraos no podían faltar, en tanto que lo religioso se limitaba a la celebración del tedeum.

En cuanto a la segunda fuente de que se nutrió el proyecto de coronación de Iturbide, la de Napoleón como emperador francés, hay varias cosas dignas de mencionar. Primero hay que recordar que el 2 de diciembre de 1804 Bonaparte buscaba, tras la reciente tradición tolerante de la Francia revolucionaria, una secularización del acto, lo que se manifestó al impedir que el papa Pío VII lo coronara. En efecto, “cuando el papa se dirigió hacia el altar para coger la corona de Carlomagno –señala la crónica de un testigo–, Napoleón se adelantó a tomarla con sus propias manos y él mismo se la puso”, con lo que dejó de manifiesto que Su Santidad estaba ante un igual; incluso no comulgó y, junto a su esposa, oyó la misa de rodillas y en silencio.

Luego, el monarca entestó la corona en la emperatriz Josefina. Se dispusieron también dos tronos para cada emperador, unos para usar antes de la investidura y otros, más grandes, para después de ella, desde donde ambas majestades observaron el resto de la ceremonia. La que se presenció en la catedral de Notre Dame fue una fastuosa y larga ceremonia. Napoleón estuvo cerca de la gente, en quien descansaba su legitimidad en el trono; no estaba solamente acompañado por las autoridades, sino por el propio pueblo. Al final, todavía en la catedral, pero ya sin la autoridad eclesiástica, el emperador hizo el juramento de proteger y servir a Francia.

Respecto a las otras dos tradiciones, del Pontifical Romano se tomó la práctica del ayuno de los emperadores, la presentación de una ofrenda al monarca y el besamanos. Por su parte, la tradición francesa del Antiguo Régimen definía una ofrenda específica: “un pan de oro, un pan de plata, un cáliz y trece piezas de oro y trece de plata”.

 

Inventar un nuevo ceremonial

El 21 de julio de 1822, la población capitalina tuvo la oportunidad de presenciar un suceso que nunca antes había vivido: observar los decorados de la catedral unas horas antes de la ceremonia, para luego ser tapadas las partes centrales del interior de dicho recinto. Mientras tanto, afuera, estaban dispuestas gradas para ver pasar al emperador y a su séquito, que, como en el rito napoleónico, se trasladaba en medio de 48 diputados, pues en ambos casos se trataba de un monarca constitucional.

El desfile, salido del Palacio de Moncada (hoy conocido como Palacio de Iturbide, ubicado en la calle de Madero, entonces San Francisco), donde él residía, era mayoritariamente encabezado por elementos del ejército. La caballería iba al frente y ondeaba la bandera trigarante, con el águila detenida sobre su garra izquierda, las alas desplegadas y coronada. Seguían el desfile las parcialidades de indios, las órdenes religiosas, miembros de la universidad y las autoridades de Ciudad de México. Todos a pie.

Los regidores de la capital condujeron el palio del monarca hacia el interior de la catedral. Iturbide vestía el traje de coronel del Regimiento de Celaya, muy importante para él en su carrera militar. Una vez en el recinto, se les sentó a él y a su esposa en un trono pequeño, mientras se cantaba Veni Creator. Luego el consagrante gritó una sola vez “¡Vivat Rex in aeternum!” (¡El Rey viva para siempre!), lo que en la vieja Francia se hacía tres veces toda vez que se besaba la mejilla del coronado. Luego se le ungió del codo derecho al brazo en una sola ocasión, en contraste con el rito pontifical, que preveía hasta nueve unciones.

Después se dio lo que probablemente fue lo más impresionante del acto: la coronación. Al acabar de ungirlo, el cardenal se retiró, dando paso al presidente del Congreso, Rafael Mangino, quien tomó la corona y la entestó en Iturbide, que así se convirtió en Agustín I. Sobre ello mucho puede decirse, sobre todo respecto a la similitud a medias que guarda con la solemnidad con que se coronó a Napoleón. Pero hay una diferencia sustancial, por no decir abismal: en 1804, Francia se encontraba en pleno proceso de secularización. Por otro lado, México, en 1822, con el Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba, tenía como pilar de su fundación a la religión católica. Entonces no se podía prescindir de ella ni se promovía un proceso de tolerancia religiosa.

Otro factor que tampoco podía pasarse por alto, e igual quedó enunciado en los documentos de Iguala y Córdoba, era que la monarquía recién conformada era constitucional, por lo cual el Congreso tendría una fuerte carga de poder en sus manos. Así se explica por qué el símil con Napoleón fue inacabado, pues no era Iturbide por propia mano quien se coronaba, sino que fue la autoridad que representaba la soberanía de la nación quien le entregaba el honor de soberano. Así se corroboró en el discurso con el que Mangino arengó a los presentes, en el cual señaló las limitantes y obligaciones del emperador, que era elevado a tal dignidad “por la Divina Providencia y por el Congreso de la Nación”. Tras ello, Iturbide coronó a la emperatriz, estando ella de rodillas como lo estuvo Josefina ante Napoleón.

Luego de esto, los ya coronados monarcas ocuparon sus tronos más grandes. Faltaba solo corroborar el juramento de Iturbide, para lo que se dispuso que se acercaran al trono el presidente, vicepresidente y secretarios del Congreso, a fin de solicitar a Su Majestad Ilustrísima el juramento que prestó en voz alta y en lengua castellana, para posteriormente realizar la entrega de las ofrendas, que en Notre Dame fue realizado por cinco damas de la emperatriz, pero en el caso de México se hizo con cinco diputados. Ellos entregaron las cinco (para Napoleón fueron siete) insignias de emperador: “corona, cetro, anillo, espada y manto”, de los que ya antes de la ceremonia llevaba Iturbide la espada, pero no portaba el resto, como sí lo había hecho el francés. Después, todas las ofrendas fueron bendecidas ante el altar y exhibidas por el presidente del Congreso.

Al final de la ceremonia, la comitiva de los emperadores abandonó el recinto y se dirigió a la Plaza Mayor, donde recibió la ovación del pueblo; se lanzaron las campanas a vuelo, hubo salvas, vivas y demás albricias ante la entronización del ahora monarca. Ellos, el pueblo, eran “la representación nacional” y ponían “en sus sienes la corona al emperador”. Luego se decretaron tres días de fiesta nacional, para ensalce del monarca.