Existe una cantina en el centro de la Ciudad de México cuyos orígenes se remontan al último cuarto del siglo XIX. Se llama La Ópera, y originalmente nació como una pastelería francesa. Sus dueñas, dos hermanas de apellido Boulangeot, ofrecían a sus exclusivos clientes, además de repostería y bizcochos, copas de champagne y vino tinto. Así, se comenzó a volver costumbre que antes o después de asistir a escuchar ópera al Teatro Nacional –en la calle Vergara, hoy Bolívar–, las parejas hicieran escala en “la otra Ópera” para deleitarse con un bocadillo o un par de copetines. Poco a poco, las redomas de espumoso o afrutado licor se impusieron, y las tartas y pasteles cedieron su lugar a los nuevos y variados chincholes y vinos.
Se dice que La Ópera se fundó en 1876 en un local de la calle San Francisco, casi esquina con San Juan de Letrán, en donde ahora se alza la Torre Latinoamericana. Sin embargo, en 1901 emergió una nueva vía símbolo de la modernidad; un vertiginoso boulevard con lujosas casas de comercio en sus aceras: la calle 5 de Mayo. Para 1905 La Ópera ya estaba instalada en dicha vía, en la esquina con Filomeno Mata (antes Betlemitas), lugar en el que permanece hasta nuestros días. Muy pronto destacó como uno de los bares-cantinas más exclusivos de la ciudad. Una pléyade de políticos porfiristas despachaba a diario en sus reservados. Ministros, diputados, empresarios… el mismo presidente Porfirio Díaz solía solazarse con sus platillos y bebidas.
Pero he aquí que llegó la Revolución y todo lo modificó, incluido el aroma y el cariz de La Ópera. Un día crucial para la historia de la Ciudad de México y sus habitantes fue el 6 de diciembre de 1914: a las diez de la mañana las tropas de Pancho Villa y Emiliano Zapata entraron a la ciudad para “tomar” el Palacio Nacional. En medio de un desfile militar, ambos ejércitos mostraron músculo, con el ánimo de subrayar el poder de la reciente alianza que habían pactado para derrotar a Venustiano Carranza.
Los habitantes estaban estupefactos ante aquel despliegue militar. Trompetas, el rodar de la artillería, las chispas de lumbre de los cascos de los caballos en el asfalto… más de 50,000 hombres, la mayoría campesinos, armados hasta los dientes. Tras el desfile, que concluyó apoteósicamente al entrar al Zócalo por la calle de San Francisco-Plateros (bautizada posteriormente por Villa como avenida Madero), los caudillos ingresaron a Palacio Nacional, en donde los esperaba el presidente convencionista Eulalio Gutiérrez. Se tomaron la famosísima foto en la “silla presidencial” y el banquete comenzó.
La presencia de Villa en 1914 en la Ciudad de México desató varios mitos y anécdotas. Se dice, por ejemplo, que al salir de Palacio Nacional ingresó a la cantina La Ópera, sacó la pistola y pegó un balazo en el techo. No sabemos el origen de esa anécdota, pero sí quién la popularizó: el escritor Armando Jiménez, que en 1989 lo mencionó en una crónica que publicó en el periódico El Nacional. Dicha historia resulta muy atractiva –el balazo en el plafón aún existe–, aunque muy poco realista. Primero, porque Villa no sólo era abstemio, sino que odiaba las cantinas y los borrachos. Segundo, porque, tras la Revolución, los balazos en el mobiliario de las cantinas eran cosa de todos los días.
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