A lo largo de su historia, la Ciudad de México ha sido transformada una y mil veces en aras de la modernidad. Para sus habitantes, desde la llegada del neoclásico en el siglo XVIII, las tendencias extranjeras han sido modelo de civilización y progreso. Y así fue que ante los ojos de los capitalinos se echaron por tierra espléndidas muestras del barroco colonial, bajo la mirada del genial arquitecto, ingeniero y escultor ibérico Manuel Tolsá.
Después vino la destrucción que trajeron consigo las leyes de Reforma de mediados del siglo XIX, con las cuales se buscaba la desacralización de los espacios públicos y, por ende, la esperanza de una ciudad liberal en donde los usos y costumbres heredados de la Colonia tendrían que modificarse; por ello sus habitantes, a más de ser republicanos, serían modernos y estarían a la par de los nuevos países industrializados, como Estados Unidos, paradigma por excelencia de ese grupo gobernante en el joven México.
Entre los siglos XIX y XX, el porfirismo dirigió la mirada a Francia como modelo de virtudes y poco a poco la capital de la República se pareció a un pequeño París, con algunas reminiscencias de las antiguas edificaciones novohispanas que se habían negado a morir. Sin embargo, desde la renuncia de don Porfirio Díaz aquel 25 de mayo de 1911, algo se rompió en la cotidianidad de la orgullosa ciudad que seis meses atrás se había presentado al mundo engalanada para celebrar las gloriosas fiestas del Centenario de la Independencia.
Esta publicación es un fragmento del artículo “Nace una metrópoli” del autor Guadalupe Lozada León y se publicó íntegramente en la edición de Relatos e Historias en México, núm. 95.