Archibaldo de la Cruz es un hombre trastornado. Cree poseer el poder de matar con tan sólo el pensamiento. Siendo apenas un niño, su madre le obsequió una cajita de música que, según una leyenda que entonces le contaba su institutriz, había pertenecido a un antiguo rey. Un genio había confeccionado y otorgado a la cajita de música un malsano poder para que el rey se deshiciera de los múltiples enemigos que le rodeaban. Así pues –continuaba la institutriz–, cada que el rey echaba a andar la cajita de música uno de sus enemigos caía muerto al piso.
Un día, el primer ministro del rey le sugirió que su esposa, la reina, estaba conspirando en su contra. El rey la mandó llamar y ella bajó los ojos ante su mirada. Eso fue suficiente para que el rey creyera que las acusaciones eran ciertas. Entonces, abrió la cajita de música y la reina cayó fulminada. Al pequeño niño Archi la leyenda lo conmocionó en demasía. ¿Acaso también podría él –como poseedor de la cajita– disponer de la vida de las personas?, se preguntaba.
Aquellos eran los años de “la bola”: tiroteos entre guerrillas revolucionarias y fuerzas federales asolaban el sur de la Ciudad de México. La institutriz interrumpió el cuento para asomarse por la ventana y mirar el borlote que afuera sucedía. Disparos, jinetes que sacaban chispas con los cascos, hombres de cananas y carabinas 30-30, una balacera…
Entonces ocurre algo espantoso: una bala perdida va a dar a la cabeza de la institutriz, quien muere al instante. Un hilito de sangre recorre la alcoba y va a dar a los pies del niño Archi que, en ese instante, se convence a sí mismo de que él es el causante de la muerte de su institutriz, pues en varias ocasiones le había deseado tal mal, pero ahora, con la cajita bajo su poder…
De tal modo arranca la trama de la celebrada película Ensayo de un crimen (1955), dirigida por Luis Buñuel y basada en la novela homónima de Rodolfo Usigli. En el papel de Archibaldo está Ernesto Alonso. En la película, ya hacia el final, hay una secuencia que, a la luz de los posteriores acontecimientos, resulta estrujante porque de cierta forma se convirtió en una especie de trágica premonición.
En dicha parte de la trama, Archibaldo llevaba a cuestas una serie de muertes deseadas que “el destino” –mediante su cajita de música– había consumado por él. Luego, conoce a una mujer en el bar Las Veladoras de Santa, “rodeada de llamas… como una pequeña bruja condenada a la hoguera”. Su nombre es Lavinia, una extranjera destellante, de oscuro cabello y alba piel, de ojos tiernos y azules; una verdadera figura vestal.
Archi, que ha crecido como un acucioso y enriquecido gentleman, seduce y persigue a Lavinia. Ella es modelo de maniquís y guía de turistas; él dice ser un artesano, aunque sólo es un aficionado en ciernes.
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