Presidente Sustituto del 2 de febrero de 1859 al 13 de agosto de 1860.
Portador de su propio programa político, en el que algunas de sus aristas coincidían con el de los liberales, Miguel Miramón se lanzó con todo en nombre de lo que llamó la “hermosa reacción”, enarbolando la bandera de las grandes transformaciones sin que estas apuntaran a limitar el poder de la Iglesia. Al final, cuando todo estaba perdido, ató su destino a la causa de Maximiliano y selló su suerte al perder la última batalla en Querétaro al lado de los imperialistas.
"Todas las puertas se han cerrado, menos la del cielo”, anotó el general en el pequeño diario la noche anterior a su ejecución, cuando la posibilidad del perdón se había extinguido como la vela que iluminaba la celda del convento de Capuchinas.
“Nos han violentado el tiempo –escribió– en lugar de las once son las seis horas, las señaladas para el sacrificio.” Su vida, ciertamente había sido violentada por el tiempo. La muerte lo alcanzaba apenas a los treinta y cinco años de edad, pero en su historia se presentaba una paradoja: viviendo siempre al límite, el tiempo carecía de sentido.
El destino parecía solazarse viéndolo en situaciones extremas. Ingresó al Colegio Militar en 1846, sólo para encontrarse meses después combatiendo a las tropas norteamericanas en Molino del Rey –8 de septiembre de 1847–, y en la defensa del Castillo de Chapultepec, donde fue tomado prisionero con una herida en el rostro. “Niño héroe” sobreviviente –y desconocido–, no tardó en distinguirse por su valor, energía e inteligencia militar. Egresado de un colegio de elite, su camino ideológico estaba escrito: engrosaría las filas del partido conservador.
Tenía fama de enamoradizo. Más de una mujer suspiró por el hombre de porte distinguido y buen talante que, para desgracia de la sociedad femenina, desde 1853 había quedado prendado de una joven de recio carácter: Concepción Lombardo. Siguiendo los dictados de la guerra y el corazón, Miramón puso “sitio” a la hermosa “plaza”. “¿Se quiere usted casar conmigo para llevarme a la guerra a caballo, cargando en brazos al niño y en el hombro al perico? –le preguntó la joven de apenas 18 años de edad–. Ahora es usted capitán, cuando sea general entonces nos casaremos.” El militar sonrió. Sabía que la plaza no tardaría en caer, sólo era cuestión de tiempo.
Con las armas en la mano pero sin mucha fortuna, desde 1856 Miramón se opuso a las medidas liberales tomadas por los presidentes Juan Álvarez e Ignacio Comonfort. Dos años después, la guerra de Reforma se presentó como el escenario propicio para mostrar sus dotes bélicas. Hasta la muerte fue su cómplice. El fallecimiento de Luis Osollo, el mejor general conservador, lo convirtió en el amo y señor de los ejércitos de la reacción.
Pronto su nombre se hizo célebre. Le llamaban el Joven Macabeo porque recordaba al legendario héroe bíblico, Judas, que en las campañas militares por la defensa de su religión combatía con la ferocidad y destreza de un león. Sólo le bastaron algunos meses de 1858 para demostrar que no tenía par. Era sin duda la mejor espada del partido conservador. Con los triunfos en la mano, el ejército liberal en aparente derrota, y ya todo un general, don Miguel regresó a la Ciudad de México a dar una batalla personal: casarse con la mujer que le quitaba el sueño desde 1853.
El destino volvió a llevarlo al límite. En diciembre de 1858, en plena guerra de Reforma, una revolución al interior del propio partido conservador le otorgó la Presidencia de la República. A sus 27 años de edad, sería el presidente más joven en toda la historia de México. Y sin embargo, militar por pasión y vocación, al tener conocimiento de su elección demostró su descontento, volvió a México el 21 de enero de 1859 y rehusó toda escolta, toda demostración oficial. Militar antes que político, restableció en la presidencia a Félix Zuloaga. El gusto fue efímero. Su carisma, las notables victorias y su propia convicción lo elevaron a la primera magistratura del país, el día de la Candelaria.
Durante el tiempo de su gestión no despachó en Palacio Nacional, lo hacía en los campos de batalla. Prefirió seguir al frente de la campaña contra el ejército liberal y el gobierno de Benito Juárez, que sentarse junto a un escritorio a escuchar necedades. No era un hombre de política, era un hombre que respiraba pólvora. Sus acciones militares en la guerra de Reforma fueron, sin duda, épicas. Se hacía acompañar por sus “doce apóstoles” y con ellos batió a cuanto general liberal enfrentó. Los “apóstoles” no predicaban la palabra de Dios, escupían el fuego de la muerte: eran doce poderosos cañones en los que el Macabeo confiaba para alcanzar el triunfo de su causa.
Si quieres saber más sobre la vida del Joven Macabeo, busca el artículo completo "Miramón, el desconocido" del autor Alejandro Rosas Robles, que se publicó en Relatos e Historias en México número 20. Cómprala aquí.