Más vale vivir en pecado que sola

Transgresiones al matrimonio: bigamia e Inquisición en la Nueva España del siglo XVI

Nora Olanni Ricalde Alarcón

 

Las mujeres que llegaron a Nueva España en el siglo XVI eran valientes y buscaban una vida más libre, mejor dotada y salpicada de aventuras. Aunque ajustadas a valores, usos y costumbres de la época, algunas que se habían casado en Europa no dudaron en hacerse pasar por solteras para contraer un nuevo matrimonio a fin de sobrevivir o mejorar sus condiciones de vida en América.

 

 

España despertó al Renacimiento bajo las riendas de una mujer: Isabel la Católica. Fue ella quien introdujo el humanismo a la península y además promovió un nuevo modelo de mujer que se proyectó al ámbito público, influyendo en la mentalidad y la conducta de aquellas que fundaron la Nueva España.

 

Imbuidas por estos nuevos comportamientos, las mujeres del siglo XVI se atrevieron más que nunca a iniciar empresas más allá de sus usuales fronteras materiales, mentales y culturales. Muchas de ellas también emprendieron la aventura del viaje al Nuevo Mundo. Sin embargo, para vivir de una manera adecuada, la mujer seguía dependiendo del hombre, siempre como un sostén moral y muy frecuentemente como su apoyo social y económico.

 

Por estas razones, las características de las fundadoras de la Nueva España fueron contradictorias, ya que si bien sus modelos de vida eran diferentes y habían expandido sus límites, no dejaban de estar inmersas en normas y usos socialmente regulados de los que no podían ni querían salirse. Asimismo, tenían una visión comprometida y clara de su rol, ya sea en su papel de esposa, madre, célibe o religiosa, y como mujer que da la vida y la hace crecer, educa y cuida, pero podían también transgredir leyes y costumbres por la necesidad de sobrevivir y fundar una nueva realidad.

 

Sin importar lo aventureras que pudieran parecer, las mujeres de inicios del siglo XVI, para tener un lugar en su mundo, en la realidad tenían dos opciones de vida: el convento o el matrimonio. Además, se encontraban enmarcadas por una legislación que las juzgaba débiles mental y físicamente y que suponía al hombre superior en todos los ámbitos.

 

A pesar de ser consideradas como menores de edad, el derecho canónico las colocaba en equidad de derechos y obligaciones con el hombre, pues el pecado y sus consecuencias no eran privativos de género alguno y tenían que responder de la misma manera ante el Tribunal de la Inquisición.

 

La Santa Inquisición

 

El puente entre la intimidad de la conciencia y el escándalo público era frágil y frecuentemente transitado, ya que en la sociedad de la época los ojos y oídos estaban preparados para obtener información y la boca entrenada para delatar. Aunque es difícil de entender para nuestro tiempo, la gente en los albores del Virreinato consideraba al Santo Oficio como una institución que la protegía de conductas heterodoxas y peligrosas; era un elemento fundamental para mantener amalgamada a la incipiente sociedad.

 

El Archivo General de la Nación (AGN) conserva alrededor de 2 200 causas de mujeres juzgadas por los tribunales inquisitoriales entre 1537 y 1810. En términos generales, se denunciaba la herejía en su más amplia acepción; esto es, se perseguían las faltas contra el dogma, contra los principios y enseñanzas de la doctrina católica, pero desplegadas en delitos puntuales entre los que se encontraban la hechicería o las supersticiones, la blasfemia, la práctica secreta de otras religiones como la judía, la protestante o la mahometana, y la bigamia. Esta última es particularmente interesante al estar implicada la raíz del entramado social.

 

Del número total de encausadas en los expedientes resguardados en el AGN, 215 fueron procesadas por bigamia; esto es, el nueve por ciento, una cifra relativamente pequeña para el cuerpo total de los delitos. En los tres siglos de la Colonia, la bigamia fue el cuarto delito perseguido; sin embargo, fue el segundo enjuiciado durante el siglo XVI, con 64 expedientes inquisitoriales contra mujeres.

 

Muy solicitadas y atesoradas

 

De las 64 causas de mujeres por bigamia en el siglo XVI novohispano, el 75 por ciento tuvo lugar en tiempos del obispo fray Juan de Zumárraga (1535-1543), un inquisidor particularmente acucioso en perseguir las infracciones a la conducta moral. En solo dos años, su tribunal juzgó a ocho mujeres. Llama la atención el número de juicios por ese motivo en épocas tempranas de la Colonia.

 

Con una proporción aproximada de una mujer por cada cinco hombres que llegaron de España en las primeras dos décadas del Virreinato, no debe extrañarnos que ellas fueran sumamente prestigiosas, solicitadas y atesoradas, como una manera de afianzar la continuación de la élite peninsular en la sociedad novohispana.

 

El delito de la bigamia

 

Las razones para la bigamia femenina fueron diversas y solo pueden entenderse en el contexto de cada uno de los casos. Entre ellas podemos mencionar la necesidad de consolidar un patrimonio familiar, huir de matrimonios difíciles o del abandono de sus maridos, así como buscar protección económica o social. Una vez en nuevas tierras, la subsistencia era imperiosa y las oportunidades para las mujeres muy pocas. En general, las casadas tenían una mejor condición moral que las solteras. Vivir casadas era mucho mejor que vivir solas.

 

Es un hecho que la movilidad trasatlántica y el aislamiento tanto de España con respecto a sus colonias como entre estas, permitió que mujeres, a pesar de estar casadas en Europa, pudieran contraer nuevas nupcias en los distintos territorios de la Corona española en América, convirtiéndose así en bígamas. La ausencia de una comunicación ágil con la península y dentro del mismo Nuevo Mundo, así como lo extenso del territorio, les facilitaba llevar una doble vida. Sin embargo, a pesar de la distancia y del tiempo, casi siempre ellas encontraban en las nuevas tierras personas que las habían conocido casadas en sus lugares de origen y que las denunciaban a la Inquisición.

 

Bígama es aquella mujer que ha contraído un nuevo matrimonio a pesar de que su esposo está vivo y, por lo tanto, el vínculo con él permanece vigente. El matrimonio se considera un sacramento en la religión católica, una unión bendecida por la gracia de Dios que implica un compromiso de por vida y que no puede ser disuelto. De este modo, la bigamia, además de un delito, es considerada un pecado, específicamente en contra del sexto mandamiento de la doctrina cristiana: “No cometerás adulterio”, el cual definió Santo Tomás de Aquino como el “acceso al tálamo ajeno”.

 

Una vez descubierta y denunciada la bígama, se procedía a integrar la información para el juicio inquisitorial. Los pormenores de los casos de este delito, demostrado o no, y aun los impedimentos para su resolución, nos ofrecen invaluables datos sobre las motivaciones y justificaciones de las mujeres procesadas, de su historia y del tipo de relación que tenían con los hombres que aparecen ligados a ellas por el matrimonio.

 

De los casos de bigamia entre 1536 y 1538 en Nueva España, hallados en el AGN, mostramos cinco juicios inquisitoriales cuya causa, resolución y castigo fueron diversos.

 

La “polígama” María de Sotomayor

 

El juicio inició en 1538 con María como confesa, condenada y presa en la cárcel pública por haberse casado por la Iglesia con Juan de Santiago en Toledo, España, y luego, estando vivo su esposo, casarse con Diego de Hurtado, públicamente, también por la Iglesia. El fiscal del caso solicitó el castigo civil y eclesiástico y el secuestro de todos sus bienes.

 

María de Sotomayor declaró que nació en Toledo y que había llegado a la Nueva España en 1535. Aceptó haberse casado con Juan de Santiago en España en 1524 y ser esposa de Diego de Hurtado desde hacía año y medio. Confesó que su primer marido vivía y que, sabiéndolo, se casó con el segundo. Declaró que no tenía nada que decir, que no quería que se presentaran pruebas ni pleito.

 

El tribunal la condenó a perder la mitad de sus bienes y a regresar a España a hacer vida de casada con su verdadero esposo. Además, Diego de Hurtado le quitó su dote. Con el dinero que le quedó, fue condenada a pagar su viaje de regreso a Europa.

 

Pero María de Sotomayor no se fue a la península ibérica, sino a Perú. Estuvo allá un tiempo y luego regresó a Nueva España, donde volvieron a apresarla, le ordenaron regresar a su tierra natal, la obligaron a pagar su viaje y le pusieron un guardián que la acompañara a Veracruz. El acompañante debía entregarla al capitán de la nave, de la cual no podría salir hasta llegar a España, so pena de excomunión para el capitán.

 

María no podría regresar a la Nueva España sin permiso del rey o del inquisidor, so pena de doscientos azotes, convertirse en relapsa impenitente y perder todos sus bienes en favor del Santo Oficio.

 

“La mujer de Zamorano”

 

Inés Hernández se llamaba en realidad Florentina del Río. Así la reconoció en Ciudad de México en 1536 una mujer llamada Ana de Segura, quien en descargo de su conciencia la delató por bígama y por haberle dicho que se había cambiado el nombre para que su marido no la encontrara y poder volverse a casar porque “mas valía estar en pecado que estar soltera” (y en más pecados).

 

Llamada a declarar, Inés señaló que vino a América en 1520, que llegó primero a Cuba y en 1523 a Ciudad de México. Reconoció llamarse Florentina del Río y haberse casado con Pedro Zamorano en 1524. Aceptó también que había contraído matrimonio con Diego Hernández de Cardona, sayalero de profesión en España, cuando tenía doce años, y que estuvo casada con él cuatro o cinco años. Admitió haber tenido acceso carnal con él, pero no hijos, y que se separó mediante la justicia seglar.

 

Sostuvo que se casó de nuevo con Zamorano porque pensó que era viuda; que recibió cartas de una prima y del párroco de Utrera en las que le decían que su marido se había casado con otra en Medina de las Torres y que ahí había muerto. Que ella había venido a América porque su esposo no quería hacer vida maridable con ella, lo cual consignó un escribano en su lugar natal.

 

Después de tomadas las declaraciones, le incautaron sus bienes, la condenaron temporalmente a su casa como prisión –so pena de cuatrocientos pesos de oro– y a Zamorano le ordenaron que no tuviera contacto carnal con ella si no quería incurrir en excomunión. Más tarde y a través de una fianza, la dejaron salir de su casa –aunque teniendo la ciudad como prisión– y le levantaron la pena de excomunión. Durante el juicio se demostró que, efectivamente, su primer marido había muerto en 1523. Por ello, sí era viuda cuando se casó con Zamorano.

 

La sentencia absolutoria a Inés llegó en 1539, pero no la encontró viva, ya que habría muerto entre 1537 y 1538.

 

La Muñoza

 

El proceso contra Isabel Muñoz por doble casada inició en agosto de 1536. Conocida como la Muñoza, nació en Utrera, España. Vivió un tiempo en Sevilla y salió de Europa en 1522. Radicó en la isla La Española dos años y en 1524 llegó a la Nueva España. Se casó con el conquistador Diego de Motrico en 1532 y tenía doce años viviendo en Ciudad de México al momento de ser enjuiciada. Durante su proceso permaneció presa en su casa.

 

En el expediente se menciona a al menos cuatro maridos de la Muñoza: Juan Martín, con quien se habría casado en España a los doce años; Pedro de Castañeda, quien estaría vivo en Honduras; Francisco Trigueros, de quien había enviudado, y Diego de Motrico, con el que estaba casada al momento de la denuncia. Existía la duda de un quinto esposo, con quien habría tenido una hija en la península ibérica.

 

En relación con su primer esposo, la Muñoza señaló que su madre había dado su mano sin su consentimiento, por lo que ella consideraba nulo ese primer matrimonio. Aceptó tener una hija en Castilla, pero al parecer esta no era de Juan Martín porque declaró que no hizo vida maridable con él. Señaló que se casó en Ciudad México con Francisco Trigueros y convivió con él públicamente, pero que, viuda de él, se unió en matrimonio con Diego de Motrico, también de manera pública. Del supuesto marido en Honduras no dijo nada y no se le volvió a mencionar en todo el proceso.

 

Se solicitó tiempo para hacer las probanzas que no aparecieron logradas para uno ni otro lado, por lo que el caso de Isabel quedó inconcluso. No existe evidencia de que se haya presentado mayor información ni de que se le haya juzgado, sentenciado o condenado.

 

Ana Pérez contra sí misma

 

Esta mujer se denunció a sí misma en 1536, sin testigos. De acuerdo con sus declaraciones, tuvo tres maridos. El primero, Cristóbal García, le robó su virginidad, lo mismo que el hermano de García, quien era esposo de una tía con quien ella vivía. La tía la obligó a casarse con Cristóbal; vivió con él seis o siete años y tuvieron tres hijos. Señaló que sus confesores le dijeron que este no era su esposo legítimo, que por eso lo dejó y vino a vivir a la Nueva España. Aquí se confesó y le dijeron lo mismo, indicándole que podía volverse a casar. Ella, creyendo que se quitaba de pecado, se casó de “palabra” con Beltrán de Peralta. Hizo vida maridable con él un año, hasta que este se enredó con una india y se unió en matrimonio con ella.

 

Ana señaló que Beltrán estaba casado en Castilla con otra mujer, por lo que lo denunció al provisor del obispo, quien le dio licencia para casarse una tercera vez, ahora con Juan López, quien para el momento del proceso ya había muerto. El obispo fray Juan de Zumárraga la encerró un par de días en la cárcel del Santo Oficio y la sentenció por haberse casado tres veces sin que sus anteriores maridos hubieran muerto.

 

Al preguntarle si sabía que casarse dos veces públicamente era un caso de Inquisición, ella señaló que entendía que era pecado y contra la Iglesia, aunque argumentó que sus primeros matrimonios no fueron válidos. El primero por haberse “echado a la cama” con dos hermanos y el segundo porque no fue ante la Iglesia y porque él tenía esposa.

 

El tribunal la condenó a oír misa de pie, rezando el rosario y pidiendo perdón a Dios en la iglesia mayor de la ciudad, sin manto y con los pies desnudos. Le ordenó regresar a España a hacer vida de casada con su primer esposo y la multó con cincuenta pesos de oro de minas.

 

María de Muñiz

 

Este caso inició con una solicitud de nulidad por parte del marido, Juan de Villagrán, a fray Juan de Zumárraga en 1537. El fiscal presentó en 1532 prueba de que María de Muñiz se había casado en Zafra, España, con Alonso Fernández y que, estando vivo su esposo, llegó a Santo Domingo, donde se casó con Juan de Villagrán. Debido a ello, este último solicitó que se diera por no realizado su matrimonio.

 

El tribunal concedió la nulidad y condenó a María a que “en el primer navío que en el puerto de San Juan de Ulúa de esta Nueva España partiere para los Reinos de Castilla se vaya a hacer vida con el dicho Alonso Fernandez su primer marido so pena de descomunión mayor y de cien pesos de oro en que la condeno”.

 

Mudar (de marido) para mejorar

 

Aunque mucho se puede analizar en relación con estos procesos, demuestran en primera instancia que la bigamia femenina al inicio del Virreinato fue un delito cuyas causas fueron variables. Entre estas podemos mencionar la escasa migración de mujeres en la época, la mentalidad renacentista de las que llegaron a la Nueva España y la necesidad de sentirse protegidas y arraigadas en los territorios americanos.

 

Son interesantes los procesos inquisitoriales en los que el Tribunal del Santo Oficio, aunque persigue y castiga el delito y el escándalo, al final trata con cierta benignidad a las mujeres involucradas y suspende los juicios, absuelve a las reas o les da penas menores, a excepción de que alguien los desobedezca abierta y públicamente.

 

No debe olvidarse que estos juicios fueron apegados a derecho y que su información nos permite conocer la manera en que las españolas de las primeras décadas de la Colonia explicaban y justificaban la transgresión que implicaba la bigamia. Es revelador también el concepto de invalidez o nulidad matrimonial que estas mujeres defienden con todo apego al derecho canónico.

 

En suma, la bigamia llegó a ser una solución a las más diversas situaciones para las mujeres que, con una mentalidad determinada, deseaban sobrevivir a como diera lugar. Y lo lograron. En muchos casos, los matrimonios en Nueva España fueron mejores que aquellos que tenían en Europa; por esta vía mejoraron su condición social y obtuvieron arraigo, poder, posición económica, protección y las garantías de una mejor vida que en la península ibérica. Por eso, para ellas, como dijo Inés Hernández: “Más vale estar en pecado, que estar soltera”. Asimismo, los casos de bigamia en los que se vieron involucradas demuestran que tal vez en el fondo y en su caso, la dependencia a un hombre en realidad no lo era tanto.

 

 

El artículo "Más vale estar en pecado que vivir sola" de la autora Nora Olanni Ricalde Alarcón se publicó completo en la página web como un obsequio a nuestros lectores. En su versión impresa, se encuentra en Relatos e Historias en México número 129Cómprala aquí