Al hablar de la Inquisición, es un lugar común verlo como un siniestro tribunal que llevó a la hoguera a miles de personas en nombre de la fe católica, pero nadie lo asociaría con lo santo, aunque se le nombre, con sarcasmo, el Santo Oficio. La percepción negativa que tenemos sobre ese tribunal fue construida a lo largo de los siglos, primero por los países protestantes como parte de la “leyenda negra” sobre España y el papado, y después por la Ilustración y el liberalismo en su propaganda anticlerical. Aunque en muchos aspectos dichas aseveraciones son ciertas, situarlas en su contexto histórico y político nos ayudará a entender por qué su actuación fue considerada loable en su tiempo, así como la razón por la cual algunos de sus promotores fueron canonizados por la Iglesia católica.
Las primeras “inquisiciones”
Por principio de cuentas, debemos aclarar que hubo una multiplicidad de “inquisiciones” a lo largo de la historia del cristianismo. Aunque la más conocida, el Santo Oficio, fue una creación del siglo XIII, las prácticas persecutorias contra los herejes se dieron desde la aceptación oficial del cristianismo trinitario por Constantino. El imperio romano cristiano necesitaba una Iglesia oficial unida, por lo que no podía tolerar disidencias, algo con lo que los obispos ortodoxos estaban en total acuerdo. Esta actitud se explicaba, sobre todo, porque muchos de los seguidores de esas herejías eran personas identificadas como rebeldes y contrarias a la autoridad.
Definir a la herejía como una desviación constituía el primer paso para orquestar la persecución y desatar la violencia contra quienes la promovían. Desde el siglo II, las perseguidas Iglesias helenísticas comenzaron a precisar lo que era herejía, siempre a partir de la ortodoxia, como un error doctrinal que minaba las bases de la verdadera fe definida por los obispos. Con ello, la autoridad episcopal se vio fortalecida y se volvió incuestionable gracias a esta facultad, que pretendía provenir de la divinidad. San Ireneo de Lyon, en ese mismo siglo, fue el primero que construyó el concepto de herejía a partir de las críticas hacia el gnosticismo, una versión del cristianismo que no reconocía la humanidad de Cristo.
Una vez que las iglesias trinitarias recibieron el apoyo imperial de Roma, en los siglos IV y V sus obispos se abocaron a perseguir a quienes no aceptaban el dogma definido por el concilio de Nicea (325). En Oriente, las persecuciones contra los arrianos, origenistas, nestorianos y monofisitas resultaron muy violentas y estuvieron encabezadas, entre otros, por los santos obispos de Alejandría –san Atanasio y san Cirilo–, y fueron promovidas por otros tres concilios ecuménicos. Algo similar aconteció en Occidente contra los donatistas, cuyo exterminio fue apoyado por san Agustín de Hipona, quien sistematizó “las tesis” que sostenían y los denunció como herejes, al igual que a los maniqueos y los pelagianos.
Poco tiempo antes, en Hispania se había dado el primer caso de “herejes” castigados con la pena capital. Prisciliano, obispo de Ávila (ca. 340-385), fue acusado de maniqueo y decapitado en Tréveris (Galia) junto con varias de sus seguidoras. Las persecuciones y la intolerancia crearon tal resentimiento contra los obispos católicos y sus patronos imperiales que los cristianos “heréticos” en las provincias de Hispania, Egipto, Siria y Mauritania recibieron como una liberación el dominio musulmán, pues este tenía una actitud más respetuosa hacia las diferencias religiosas.
Los santos en la creación del Tribunal del Santo Oficio
A lo largo de los siglos XII y XIII se desarrollaron no sólo nuevas construcciones heréticas, sino también un complejo sistema legal punitivo y un aparato de administración de justicia. Ambos procesos se vieron influidos por la llamada “reforma gregoriana”, durante la cual se sistematizó el derecho canónico por obra de los pontífices canonistas Alejandro III, Inocencio III y Gregorio IX. En esta época, las estructuras jurídicas de la Iglesia alcanzaron su más alto grado de refinamiento, lo que llevó a generar un aparato judicial para condenar la herejía con un castigo extremo como la pena de muerte, algo que es muy raro encontrar antes de ese periodo.
De hecho, los postulados que justificaban una condena tan atroz comenzaron a fraguarse desde el 1022, cuando a un grupo de clérigos de Orleans (Francia) se le atribuyó mantener orgías sexuales secretas, quemar a los niños concebidos en esos encuentros y devorar sus cenizas. El rey de Francia Roberto II, conocido como el Piadoso, los mandó a la hoguera, hecho con el que se iniciaba una cadena de atrocidades siempre justificadas como castigo de horrendos crímenes. Los excesos sexuales, en los que se incluía la homosexualidad y el bestialismo, el asesinato de infantes, envenenar pozos y provocar enfermedades, fueron en adelante acusaciones comunes con las que se satanizaba a judíos, herejes y brujas.
A lo largo del siglo XI, a esos crímenes inventados se agregó la elaboración de discursos en los que se deshumanizaba a los herejes. Autores como san Pedro el Venerable los consideraban seres infrahumanos. Con ello se ponían las bases para partir de la metáfora de la sociedad como un cuerpo, se consideró que los herejes eran unos miembros gangrenados que debían ser “mutilados” para conservar la salud del resto del organismo. Dicha mutilación se justificaba con una interpretación tergiversada de las palabras del Evangelio: “Si tu mano derecha te escandaliza, córtatela y arrójala de ti, porque mejor es que uno de tus miembros perezca que no todo tu cuerpo sea arrojado a la gehena” (Mateo, 5, 30).
A partir de los postulados de san Pedro el Venerable, desde 1184 y a lo largo de treinta años, concilios y pontífices instaron a los príncipes seculares a desarraigar la herejía de sus reinos (por ejemplo, el cuarto concilio de Letrán de 1215) aplicando la hoguera como pena máxima a los que no se retractaran. Pero no fue sino hasta 1232, bajo el pontificado de Gregorio IX, que se creó un tribunal de la fe cuyo funcionamiento fue encargado a la recién creada orden dominicana; con estos frailes surgió la Inquisición apostólica. justificar su persecución y muerte.
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