Una de las mejores cosas que le sucedieron a Trotsky en México fue la posibilidad de defenderse públicamente de las acusaciones que pesaban en su contra en los llamados “Procesos de Moscú”. Apoyado por simpatizantes y organizaciones trotskistas norteamericanas, organizó en Coyoacán un “Contraproceso”, que más tarde se conoció como la Comisión Dewey. Del 10 al 17 de abril de 1937, un tribunal internacional, presidido por el octogenario profesor John Dewey, sesionó en el jardín de la Casa Azul, a la vera de un naranjo. El veredicto del tribunal fue que se trataba de un “frame-up”, es decir los Procesos de Moscú eran una farsa. Desde Coyoacán, Trotsky se lo informó al mundo.
A su llegada, los Trotsky se instalaron en la celebérrima Casa Azul, propiedad de Frida Kahlo. Para garantizar que su estadía fuera lo más placentera, Diego Rivera compró una casa aledaña para que su cuñada Cristina, que solía habitar la residencia azul, se mudara y diera espacio a la pareja de exiliados. Aquellos primeros días fueron de ensoñación y delirio. Colores, sabores, tequilas, pulque, fiestas, visitas… un contraste absoluto con la gélida y desesperanzadora Noruega, de la que los Trotsky venían escapando.
También apareció el vórtice de la pasión y el deseo. Si el viejo Liev Davídovich había quedado prendado de la ingobernable y bella figura de Frida, cuando conoció a su hermana Cristina perdió los estribos por algunos días. El exjefe del Ejército Rojo se prendó en devaneos y ridículos gestos de colegial enamoradizo. Escribió breves poemas y papelitos que decían “Te amo”, en todos los idiomas. Frida no tardó en enterarse del galanteo y le advirtió a Trotsky sobre el modus operandi de su hermana.
El doble juego de Cristina que, por un lado coqueteaba y por el otro se mostraba altiva, hizo que Davídovich reconcentrara sus esfuerzos adúlteros y juveniles en Frida. Le adosaba mensajitos y poemas en los libros que le obsequiaba o le mandaba recados cariñosos con algunos de sus guardias. Y hablando de guardias, por aquellos días llegó a México el que sería su mejor guardaespaldas, consejero y secretario particular, el matemático francés Jean van Heijenoort, que desenmascaró a varios agentes encubiertos soviéticos en México que tenían intenciones de coadyuvar u organizar un posible atentado contra Trotsky.
El contraproceso Dewey
Pero tres asuntos sacaron a Trotsky del obnubilante torbellino amoroso en el que se encontraba: la apremiante situación económica por la que pasaba, el ultimátum que le estableció su esposa Natalia (que se había percatado de los descarados flirteos de su marido) y, sobre todo, que la segunda fase de los llamados “Procesos de Moscú”, que señalaban a Trotsky de cometer las peores atrocidades, había comenzado.
Entonces retornó a la disciplina de la lectura y la escritura. Organizó su archivo, que cargó por todos los lugares a los que su peregrinaje de destierro lo había llevado, con la finalidad de construir su legítima defensa ante la calumnia de acusaciones que a diario le llovía en los mencionados Procesos. Estableció un intenso contacto con su hijo Lev Sedov, en París, al que presionó hasta lo indecible para que consiguiera pruebas, en Francia y Europa, que le ayudaran a su defensa.
Los simpatizantes del trotskismo en EUA comenzaron a planear la posibilidad de que se organizara un “contraproceso” en el que Trotsky tuviera la oportunidad de réplica y explicara o desmintiera, en su caso, las acusaciones de terrorismo y crímenes de lesa humanidad de las que era objeto. Una vez más, México fue el anfitrión de aquel tribunal internacional que juzgaría a Trotsky con imparcialidad. Para presidir dichas audiencias públicas se invitó al afamado educador y liberal norteamericano John Dewey, quien aceptó.
El 10 de abril de 1937 la Casa Azul (sede de lo que posteriormente se conoció como la Comisión Dewey) amaneció rodeada de autos, gente y prensa nacional e internacional. Durante 7 largos días Trotsky sacó de sí la antigua fuerza vital que le había permitido liderar al Ejército Rojo; revivió el ahínco y la vehemencia de aquel orador que solía brindar sendos discursos en la Plaza Roja de Moscú, al alimón con el camarada Lenin.
Al concluir, la Comisión partió, conmovida, hacia EUA. Por primera vez se hablaba tan públicamente de los entresijos y las atrocidades que guardaba en sus entrañas el régimen de Iosef Stalin: los Gulag, las muertes, la miseria, el exterminio, el autoritarismo… Por su parte, el Partido Comunista Mexicano (PCM), con Lombardo Toledano y Hernán Laborde a la cabeza, juzgó de farsa y calumnias todo lo ocurrido en aquellos días en la Casa Azul de Coyoacán. El veredicto de la Comisión fue categórico: “frame-up”, los Procesos de Moscú eran un total fraude.
Si desea leer el artículo completo, adquiera nuestra edición #176 impresa o digital:
“Asesinato de Trotsky. El largo brazo de Stalin”. Versión impresa.
“Asesinato de Trotsky. El largo brazo de Stalin”. Versión digital.
Recomendaciones del editor:
Si desea saber más sobre la historia de México, dé clic en nuestra sección “León Trotsky”.
Un largo y tétrico grito lo invadió todo