Minutos antes de la 5 de la tarde, de aquel funesto martes 20 de agosto de 1940, Frank Jacson estacionó su oscuro y reluciente Buick en la esquina de las polvorientas calles de Viena y Morelos, a unos pasos de la casa-fortaleza de León Trotsky, en lavilla de Coyoacán. El sol era ocre y voraz; fatigoso. Un minuto después, un Cadillac negro se detuvo, unos cien metros adelante, sobre la despoblada calle Viena. En él iban su madre, Caridad Mercader del Río y Tom, cuyo nombre verdadero era Naum Isaákovich Eitingon. Ambos, cómplices de Jacson.
Frank se miró en el espejo retrovisor. Lucía nervioso. Una película de sudor le cubría la frente. Trató de autogobernarse. Se enjugó la frente con un pañuelo al tiempo que recordaba, para sí: “eres Frank Jacson, un ingeniero canadiense, esposo de Sylvia Ageloff, no te interesa la política, eres un hombre de negocios, un acucioso y gentil gentleman; amable, solícito y hasta un poco superficial…”. Era crucial que Jacson no olvidara cuál era su papel en esta historia. En especial hoy, el día en que, finalmente, todo sucedería; para el que llevaba meses fingiendo y preparándose.
Su gabardina estaba deliberadamente bien doblada en el asiento del copiloto. Abrió la guantera y sacó dos documentos y una pistola calibre 45 Star. Guardó los tres objetos en bolsas separadas de la gabardina. Antes de salir del auto, se abotonó el chaleco y ajustó el saco. Se apeó. Fue al maletero y lo abrió. En su interior el brillo la hoja de un puñal lo desconcertó por un momento. Lo tomó, y también un piolet con el cabo recortado. Acomodó, con esmero, ambos objetos en las bolsas interiores de la gabardina, cuidando de no hacer bulto. El calor era tatemante. Aun así, se colocó la gabardina.
Estaba listo. O eso parecía. Por dentro era un manojo de nervios. Aquella era la primera vez que se presenta en la casa de los Trotsky sin la compañía de Sylvia, su esposa, a quien el “viejo barbitas” tenía en alta estima pues era la hermana de Ruth Ageloff, su secretaria, taquígrafa y amiga. Como un relámpago, a Jacson le vino a la memoria, en ese instante, aquella imagen cuando, meses atrás, en Nueva York, le confesó a su hermano Luis que estaba intentando contratar los servicios de un piloto aviador para que, desde el aire, bombardera la casa de Trotsky y cumpliera, por él, el trabajo que le había sido asignado y que tanto anhelaba Iosef Stalin: asesinar a Trotsky.
Pero la realidad era otra. Aquella tórrida tarde le tocaba hacer lo que tenía que hacer. Cerró con llave su lustroso Buick, el mismo en el que, semanas atrás, había llevado (por iniciativa propia y como un atento favor) hasta el puerto de Veracruz a los Rosmer, cercanísimos amigos de Trotsky que, tras visitarlo, regresaban a Europa en barco; el mismo en el que había paseado, por los bosques del Ajusco, a Natalia Sedova y al nieto de Trotsky, Sieva, a quién, por cierto, solía regalar bombones y juguetes; el mismo, también, que acostumbraba prestar a la casa de los Trotsky cada que viajaba por cuestiones de “negocios” a Nueva York, para que lo utilizaran a placer…
Repasó por última vez el plan de ataque y, decidido, emprendió los primeros pasos, aquellos que lo conducirán irremediablemente a su oscuro y eterno destino. Hizo una señal, previamente acordada, a los pasajeros del Cadillac negro. El plan era que, una vez cumplido su sórdido e impío cometido, saliera de la fortaleza por su propio pie y huyera en el Cadillac, en compañía de su madre y Tom, hacia la inalienable e inmortal gloria que les había sido prometida: Héroes de la Unión Soviética…
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Un largo y tétrico grito lo invadió todo