Esa mañana, la directora del Colegio Motolinía se levantó sintiéndose muy mal por la gripe. Luego de supervisar el inicio de las clases a las que asistía más de un centenar de jovencitas, Dolores se refugió del frío de aquel 26 de febrero de 1935 en su habitación para aliviar, con el reposo, el malestar que le impedía trabajar. Sus energías se hallaban mermadas por los enormes esfuerzos que hacía para mantener funcionando uno de los pocos colegios católicos que durante los años más álgidos de la persecución religiosa había logrado sortear el acoso gubernamental. También se empeñaba en ofrecer educación superior a las jóvenes de clase media que aspiraban a un grado universitario y cuyos padres se oponían a la forzada laicidad y socialismo impuesto por el gobierno de Lázaro Cárdenas.
La casona del Colegio Motolinía, ubicada en la Plaza Río de Janeiro 43 de la colonia Roma, en la ciudad de México, albergaba el bachillerato, estudios de comercio y dos carreras universitarias para mujeres, las primeras ofrecidas por un colegio católico en México, además de la propia habitación de Dolores Echeverría, quien había logrado abrir ese año, con el apoyo de Oswaldo Robles y otros activísimos universitarios católicos, las carreras de periodismo y bacteriología.
Por eso no le extrañó aquel día de febrero de 1935 la presencia, por enésima vez, de cinco inspectores de la Secretaría de Educación Pública (SEP) para verificar que la Universidad Motolinía funcionara conforme al nuevo artículo 3º constitucional que ordenaba la impartición de la educación socialista con exclusión de toda doctrina religiosa en las escuelas primarias. Y aunque ninguno de los estudios que allí se daban incumbía a la SEP, Dolores sabía cómo se extendía el celo de las autoridades escolares por vigilar el funcionamiento de su colegio.
Vocación docente
Dolores había nacido el 4 de mayo de 1893 en Guadalajara, donde su padre, Francisco de Paula Echeverría Dorantes, era director del Hospital Militar y profesor en la Escuela de Medicina del estado. Fue la menor de siete hijos. Su madre murió a los pocos años, hecho que coincidió con la mudanza de la familia a la ciudad de México en 1899, cuando su padre fue nombrado subdirector del Hospital para Mujeres Dementes. En adelante, su hermana mayor Adela cuidó de ella siendo su apoyo constante el resto de su vida, la impulsó en todos sus proyectos y, sobre todo, se encargó de proporcionarle la mejor instrucción de la que entonces se disponía, con el señalado propósito de formarla como buena católica.
Aunque su padre, hombre formado en el pragmatismo positivista, era decidido partidario de la educación que impartía el Estado y creía que los colegios católicos no daban las herramientas necesarias para la vida, Adela –maestra egresada de la Escuela Normal para Señoritas– prefirió que Dolores continuara su instrucción escolar en un ambiente religioso cuando terminó la primaria superior –aún no existía el grado de secundaria– en una escuela oficial, por lo que la inscribió en el Colegio de las Damas del Sagrado Corazón, de origen francés, donde se formaban las niñas y jóvenes de la élite porfiriana.
Al concluir sus estudios, Dolores no quería seguir el destino de la mayoría de sus compañeras del Sagrado Corazón: hacer un buen matrimonio, vestir sedas y mandar una legión de sirvientes. Desde niña prefirió los libros a los quehaceres de la casa y eligió ser maestra de párvulos.
Esta publicación es un fragmento del artículo “La misión educadora de Dolores Echeverría” de la autora Carmen Saucedo Zarco y se publicó íntegramente en la edición de Relatos e Historias en México, núm. 81.
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