En julio de 1968 los estudiantes se atrevieron a enfrentar al régimen de partido de Estado que existía en México, tan autoritario y represivo como el de la URSS y tan anticomunista como el de Estados Unidos. También, ese movimiento se atrevió a desafiar la autoridad patriarcal que cohesionaba a las familias y a la sociedad, en una fiesta de libertad, protesta y solidaridad colectiva, que terminó en octubre ahogada en sangre.
Producto de su historia, México no contaba con canales de comunicación efectivos entre el gobierno y sus gobernados. Los primeros mandaban, protegían y construían el nuevo país mientras los segundos obedecían agradecidos por sus mejores condiciones de vida. En ese modelo era inaudita la queja ante el Partido de la Revolución y por eso la respuesta del gobierno era la represión.
El conflicto del 68, que comenzó con una golpiza entre dos pandillas, creció rápidamente y de manera incontrolable. Avenida de los Insurgentes, Paseo de la Reforma, Avenida Juárez y el Zócalo se llenaron de decenas de miles de jóvenes que salieron a protestar por la brutalidad policiaca y la cerrazón de las autoridades que no querían dialogar con ellos. Cuando Ciudad Universitaria fue ocupada por el ejército, el gobierno de Díaz Ordaz ya había llegado a su límite y ante lo que parecía el inicio de una gran sublevación decidió terminar violentamente con el movimiento estudiantil en la matanza del dos de octubre en Tlatelolco.
Díaz Ordaz estaba convencido de que México vivía en riesgo porque tenía enemigos internos y externos que querían destruirlo y no quedaba otra alternativa más que salvar al país a costa de lo que fuera. “Asumo íntegramente la responsabilidad personal, ética, jurídica, política e histórica por las decisiones del gobierno en relación con los sucesos del año pasado”, dijo Díaz Ordaz en su informe de gobierno de 1969, con lo cual también permitió que el Estado mexicano se quitara la parte que le correspondía de la culpa por haber masacrado a sus jóvenes en la Plaza de las Tres Culturas.
Luego de los problemas que había dejado Luis Echeverría, el gobierno de José López Portillo pudo proponerle a la nación hacer tabla rasa del pasado y volver a comenzar. México estaba viviendo la gran borrachera petrolera y parecía que al fin la Revolución cumpliría su promesa de terminar con la ancestral desigualdad que marcaba la vida de millones de mexicanos. Además, México se encontró con la posibilidad de fortalecer su imagen ante el exterior. Apoyó los movimientos guerrilleros en Nicaragua y El Salvador y también tuvo la oportunidad de restablecer sus relaciones con España, luego de haberlas congelado tras el triunfo de Francisco Franco en la espantosa Guerra Civil que vivió ese país. López Portillo y su secretario de Relaciones Exteriores, Santiago Roel, consideraron que necesitaba un político de mucho prestigio para que fuera el embajador de México en España durante esa nueva etapa y Díaz Ordaz parecía ser el sujeto indicado.
Solo había un problema: Díaz Ordaz no quería el puesto. Estaba muy tranquilo viviendo en su retiro. Al final tuvo que aceptar porque era un disciplinado hombre del sistema, pero solo pasó algunas semanas en la embajada mexicana en Madrid. Luego de eso prefirió encerrarse en su casa a disfrutar el tiempo que le quedaba.
Ya desde 1973, cuando asistió al funeral del expresidente Adolfo Ruiz Cortines, muchos comentaron que se veía delgado y viejo, pero fue en 1978 cuando comenzó la agonía producto del cáncer de colon que se le extendió por el hígado y en poco más de ocho meses lo llevó a la tumba.
Al saberse enfermo, Díaz Ordaz decidió poner en orden sus asuntos, despedirse de sus amigos y afrontar la muerte. Su esposa, Guadalupe Borja, había fallecido en 1974 y solo tenía a sus hijos Gustavo, Alfredo y Guadalupe. En la casa de Cerrada del Risco 133 quedaban los recuerdos de aquellos días en los que tuvo el poder y la certeza de que la muerte estaba cerca.
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